¿Qué
es un criminal de guerra?/Gregorio Morán
Publicado en La
Vanguardia | 18 de enero de 2014;
Nosotros
tenemos un modo peculiar para calificar a los criminales de guerra. Siempre
está basado en un perdedor. Puede haber ganado batallas, estar considerado un
héroe por una parte notable de su pueblo fanatizado, pero al final resulta que
ha perdido la última pelea ante un enemigo más poderoso y todas las glorias de
antaño se reducen a filfa. No es una cuestión moral ni ética, es algo que se
dirime entre estar con los ganadores o con los que han perdido. Un ejemplo:
¿por qué Mussolini, de haber sobrevivido a la brutal ejecución, hubiera sido
juzgado como “criminal de guerra”, y Francisco Franco Bahamonde, asesino
ejemplar, murió en la cama?
¿Quién
mató a más inocentes, Henry Kissinger o Milosevic? El carácter de criminal de
guerra reside en su capacidad de eliminar civiles o soldados desarmados. Por
supuesto, gente que ellos no ejecutan y que les libra del oprobio de contemplar
a las víctimas. Se limitan, valga la expresión, a dar las órdenes que provocan
la masacre.
Esta
reflexión intempestiva me asaltó con la muerte ¡al fin! de Ariel Sharon.
Llevaba ocho años en coma irreversible desde que el 4 de enero del 2006 un
derrame cerebral lo dejó fuera de juego. Estaba entonces preparando la salida
electoral de un nuevo partido, Kadima, creado por él en noviembre del 2005. Se
había convertido en un político profesional que exhibía con descaro su
condición de agricultor, porque tenía tierras y las administraba. Pero no era
por eso por lo que era conocido como el bulldozer.
¡Ocho
años en coma! Nosotros, que en general no nos enteramos de nada que no quieran
hacernos saber los que controlan la información, desconocíamos que sus hijos
eran los partidarios más fervientes de que a su padre no le desconectaran del
aparato que le mantenía en vida. Un escándalo, porque gracias a ello esos
retoños creciditos y avispados había conseguido suculentas estafas y comisiones
que alcanzaban los 4,5 millones de dólares, según la justicia israelí. (¡No
llegaban a Bárcenas, pero había “ambición de destino en lo universal”!). Su
padre debía seguir en coma por más que los médicos del hospital lo consideraran
un exceso. Sus hijos Gilad y Omri, dos perlas, se amparaban en la pasión filial
y hasta sostenían que movía los dedos cuando le visitaban. En fin, que hasta la
Kneset, el Parlamento israelí, consideró en agosto del 2011 que el asunto
bordeaba la estafa familiar y se negó a seguir pagando los 296.000 euros que
costaba al año el mantenimiento del fiambre. Si querían seguir con el chollo
familiar, que asumieran los gastos.
Porque
un criminal de guerra es humano, no es un monstruo, como le gustaría a la gente
creer para sentirse a gusto y complacida. Ariel Sharon era una leyenda, pero ya
se sabe que las leyendas no son lo mismo para quien las fabrica que para quien
las sufre. Una esposa muerta en accidente de automóvil –para llenar el hueco se
casó con la hermana–, un hijo se descerrajó un tiro jugando, dicen, con la
armería que su padre atesoraba en casa. Pero lo importante está en la
trayectoria.
Ariel
Sharon es un criminal de guerra desde sus primeras actuaciones como militar, ya
en 1953, por más que los árabes aseguren que la cosa ya venía de antes.
Conviene decirlo porque en general no se señala, cuando en 1947 las Naciones
Unidas proponen dos países, uno judío y otro palestino; entonces no se trataba
de sionistas frente a musulmanes, porque prácticamente todos, de un lado y de
otro, eran ateos convictos. El fundamentalismo vino luego. En 1953 la Unidad
101, dirigida por Sharon, ejecuta la masacre de civiles en Qibya (Jordania). Él
ya venía de su colaboración con Menahem Begin, el racista fanático para buena
parte de los socialistas que poblaban el nuevo Estado, porque había sido capaz
de volar el hotel King David de Jerusalén y llenarlo de muertos y heridos.
Ahora los herederos aseguran que llamó a la dirección del hotel y a las
autoridades, entonces británicas, y que no le hicieron caso. Exactamente el
mismo argumento que usó ETA para justificar la voladura de Hipercor en
Barcelona. Quien pone un explosivo es para que explote, no para que lo
desactiven.
Ya
sé que es insólito escribirlo así y decirlo tan claro, pero es la verdad. El
terrorismo en Palestina nació con los grupos judíos antes de desposeer de sus
tierras a los árabes. Así de claro y de rotundo. Lo que vino luego es otra
historia larga y sangrienta de la que Ariel Sharon nunca se apartó. Fue el
llamado pacificador de Gaza en 1971, con muchas matanzas y escaso resultado
práctico; no asesinó a los suficientes para que aquello dejara de existir como
territorio palestino. Luego se dedicó a la política y la agricultura, así dicen
sus biógrafos, porque los éxitos militares en Israel son como los de los
antiguos romanos; consienten el derecho al poder político. La ciudadanía quiere
ver a los césares en su Parlamento. Dan seguridad en una sociedad acomplejada
por el miedo y orgullosa de su superioridad racial: son los únicos que tienen
bombas atómicas y se encrespan ante la posibilidad de que alguien ose
imitarlos. Controlan los medios de comunicación de una manera tan absoluta que
uno se intimida ante la posibilidad de escribir del país más racista del
planeta después que cayó el apartheid sudafricano. Visite usted Gaza y lo
comprobará o anímese a soportar un interrogatorio de despedida en el aeropuerto
de Tel Aviv.
La
invasión de Líbano, obra magistral de Ariel Sharon en su condición de ministro
de Defensa, fue una catástrofe, para Israel y para todo lo que encontraron por
el camino. Era el verano de 1982, pero sus restos criminales alcanzaron a
septiembre con las matanzas de Sabra y Chatila, algo sin otro parangón que los
crímenes fascistas de los años cuarenta. La conciencia trágica de Israel.
Incitar y avalar a los falangistas libaneses para que mataran a mujeres y niños
y ancianos, los que quedaban cuando los militares se habían ido.
Hubo
una ridícula investigación sobre este crimen de guerra y hasta lo condenaron
con la boca pequeña, pero siguió ahí el bulldozer, implacable en su racismo de
que un palestino apenas si valía el costo de una bala, en una medida similar al
actual ministro de Defensa israelí, Moshe Yaalon, para quien los intentos
negociadores del secretario de Estado norteamericano, John Kerry, no valen ni
el costo del papel en el que están escritos, y además para mayor humillación de
la supuesta primera potencia del mundo, aprueban 1.800 viviendas nuevas en
territorios ocupados. Una burla que consienten porque para ganar elecciones en
EE.UU. son imprescindibles los lobbies judíos y el mayor terror de un candidato
es ser tachado de enemigo del Estado de Israel, un título que le puede a usted
joder la vida. (A mí me ocurrió en Praga cuando un tipo aseado y normal se
convirtió en energúmeno porque le habían dicho que yo era enemigo del Estado de
Israel, ¡o sea que imagínese lo que será en Oklahoma!).
Ariel
Sharon osó la provocación más inaudita que un sionista militante, criminal de
guerra con pedigrí, había hecho nunca. En función de su poder, omnímodo como un
jefe de escuadra fascista, visitó la explanada de las Mezquitas de Jerusalén,
rodeado de decenas de guardaespaldas matarifes. Allí comenzó la segunda
intifada palestina. A partir de una humillación a todo un pueblo que llevaba
como podía la ocupación israelí. Desbordó el vaso y esa parte fascista de la
sociedad israelí, evocadora del apartheid sudafricano, se sintió satisfecha
hasta que la cosa llegó a un punto que significaba la guerra entre una gente
con armas de indignación y otros con la sofisticación armamentística del
paraguas de los Estados Unidos de América.
Ha
muerto un criminal de guerra. Victorioso a duras penas, pero sin juzgar, como
ocurre con los que abonan el conflicto y se aprovechan de él. Si se fijan en
los criminales de guerra de la segunda mitad del siglo XX detectarán una
singularidad: los jueces que los condenan tienen en su haber patriótico más
crímenes que aquellos a quienes juzgan.
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