Una
educación para competir/José Félix Pérez-Orive Carceller, abogado.
Publicado en ABC
| 24 de julio de 2014
Todas
las personas disfrutan de alguna competencia: razonamiento rápido, habilidad
manual, constancia, serenidad ante la adversidad…, y cuando coinciden en
intentar lograr algo, compiten aun sin advertirlo. Se lucha por una donación de
hígado, por un puesto de funcionario, los políticos lo hacen por unos votos, y
los mendigos, por una esquina; incluso los que abominan de competir se pegan
por un Oscar o un Goya. La competitividad es una reacción de supervivencia. Los
niños, sea cual sea su procedencia, son competitivos, y ese instinto hay que
orientarlo hacia lo práctico. Educar viene de «educere», conducir hacia el
exterior. Al hacerlo, se exponen a la responsabilidad, al riesgo, al examen
oral. El joven, así, razona y relativiza, y con el tiempo se desenvuelve mejor
con seleccionadores, jefes, clientes y compañeros. Sin pensarlo, se hace más
competitivo.
La
competitividad es fruto del acoplamiento exitoso de objetivos personales y de
las capacidades individuales que los alientan. Por eso, la educación ha de
priorizar el descubrir competencias por encima de acumular conocimientos; más
importantes son estos que la información, y más la información que la
erudición. La buena educación –y en España la hay– sigue ese orden; la mala, y
en España abunda, se perfila en dirección contraria. Cuando competimos nos
educamos hacia un fin, y los conocimientos y la información ayudan como
complementos necesarios.
El
capital competitivo de cada uno radica en la riqueza de sus experiencias: uno
es los países que visita, los know how que domina, las puertas frías a las que
llama, la gente de calidad a la que escucha, los libros que lee y los «palos»
de los que aprende. En una vida preestablecida, quizá no haya razones poderosas
para competir; por el contrario, cuando el nacimiento nos condiciona, romper
con esa servidumbre es un papel que se reserva a la educación, y que nadie como
uno mismo, con un maestro, puede lograr. No hay sociedad que pueda crear
prosperidad y puestos de trabajo sin gente competitiva.
Nunca
me preocuparon los informes PISA, de tan tremenda actualidad con el último
informe de la OCDE. Son un indicio cierto en un escenario estrecho. Más fáciles
de comparar que de extrapolar; desmentidos en la práctica por la sociedad acaso
más preparada de nuestra historia, y rebatidos por las constantes demandas de
personal español cualificado por parte de los países más avanzados. Nuestro
problema no es PISA, nuestro problema es el «abandono escolar». La desidia
agobia al joven cuando no ve horizontes en los estudios. Los americanos también
obtienen malas calificaciones en PISA, pero no les afecta demasiado, están en
otra cosa: son competitivos y encuentran horizontes.
Hace
muchos años, fui a un colegio de Estados Unidos a quejarme de que a mis hijos,
con cinco años, no les enseñaban ni a leer ni a sumar. Una profesora me
contestó: «Ya aprenderán, ahora deben concentrarse en lo esencial: puntualidad,
iniciativa, saber vestirse solos…». Cada competencia, me explicó, tenía un
pequeño protocolo de adiestramiento embridado en quehaceres cotidianos. Como no
me veía convencido, me remató: «No se preocupe, que los premios Nobel saldrán
de aquí». La educación anglosajona temprana lo es más de competencias que de
conocimientos: las batallas o los logaritmos se olvidan, ni que decir tiene lo
que acabamos de buscar en internet, pero el que de joven aprende a medir
riesgos, a trabajar en equipo, a imaginar con creatividad o a hacerse bien la
cama, lo recordará de por vida.
En
su sentido más convencional de educación de conocimientos, la formación de
Valentín Fuster o de Penélope Cruz poco han tenido en común. Pero, sin embargo,
han coincidido en un par de cosas: A) Salieron a buscar su éxito y se
«expusieron» a no tenerlo. En sus intentos, un profesor invisible los educó,
quizá en parte fueron ellos mismos. En el siglo pasado, María Montessori decía
que «el niño puede autoenseñarse». Y B) Tuvieron, por razones que desconozco,
ansias de aprender y de llegar. Los dos compartieron ese afán de logro, que es
el objetivo de excelencia en la instrucción que necesitamos.
No
creo en la educación de élite, por buena que sea la universidad, si no la
persigue el alumno. Él es el que debe llegar a la conclusión de que, si la
educación es al principio cosa de «varios» –padres, maestros, amigos…–, la
formación es solo cosa suya. Si conseguimos transmitir esa realidad, habremos
logrado el mayor progreso que quepa esperar de los españoles en los próximos
años.
Queda
por definir cómo arbitrar que el joven incorpore esas ganas inaguantables de
aprender. La clave –y creo que José Ignacio Wert la conoce– podría ser un
reajuste de recursos y de mentalidad en el telón de fondo de nuestra enseñanza.
Dicen los profesores que cerca de un treinta por ciento de su tiempo en las
aulas lo ocupan en poner orden. La explicación tradicional es falta de
autoridad, pero una mínima fracción del tiempo que asignan a esa labor la
podrían dedicar a atender a los alumnos de manera individualizada.
Contaba
Peter Clark, biógrafo de Keyness, que todos sus estudios de economía se
concretaron en ocho semanas de clases, con una hora semanal de supervisión:
«Fue la única enseñanza lectiva que recibió en su vida de economía». Keyness,
sin embargo, entendió en aquellas pocas horas de tutelaje que un economista
competente –camino que le sugerían– no tenía por qué ser un graduado en economía
al uso, que nunca lo fue, y que debía ser «matemático, funcionario, historiador
y filósofo», armazón que le haría más completo y que le convertiría en uno de
los mayores economistas de la historia. Pues bien, en diez horas personalizadas
por alumno y curso se puede trasladar mejor educación, como vemos, que la que
impartimos en el aula el resto del año, para que una persona realimente de
manera autodidacta su formación permanente, vea horizontes y genere ilusión.
Algo que no detecta el informe PISA.
Sí,
es un escándalo y un reto. Tal vez la Universidad o la formación profesional
deberían introducir en su ámbito docente más coaching o tutorías de desarrollos
personales, cuya enseñanza clave fuera convencer de que «mi vida dependerá de
mi entusiasmo por aprender y de mi deseo de ser competitivo». Pero, para eso en
concreto, precisaríamos también profesores y maestros especializados dedicados
a la orientación y el consejo como tuvo Keyness.
Hay
una educación para aprobar exámenes –los títulos son imprescindibles–, y los
países –y algunas comunidades españolas– triunfadores en PISA parece que la
dominan. Otra, focalizada en trasladar conocimientos, que es la más frecuente y
que sin duda seguirá siendo el grueso de nuestra pedagogía. Y una tercera,
diseñada para competir y lograr objetivos. Las tres son necesarias, pero con el
tiempo –espero que pronto– llegaremos a aceptar que la última es la decisiva.
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