Una
guerra contra los niños/Jorge G. Castañeda es analista político y miembro de la Academia de las Ciencias y las Artes de EU:
El
País | 8 de julio de 2014
La
crisis humanitaria generada por la nueva marea migratoria de Centroamérica y
México a Estados Unidos ha suscitado una bienvenida reflexión y una
redefinición mayor de la política de todos los países involucrados. Nadie queda
al margen de la turbulencia provocada por una multitud de factores: ni los
generadores de la violencia en los países emisores, entre otros, la guerra
contra las drogas en las pequeñas naciones centroamericanas; ni México, país de
tránsito y emisor, cuyo maltrato a los migrantes procedentes del sur ha sido
notorio y reprobable desde años atrás (incluyendo aquellos en los que fui
responsable de la cartera de Exteriores); ni Estados Unidos, cuya ambigüedad y
confusión moral, política y jurídica al respecto se antoja inverosímil.
No
se sabe con precisión qué desató hoy el flujo masivo de menores de edad
indocumentados y no acompañados procedentes de El Salvador, Honduras, Guatemala
y México a Estados Unidos. El número de niños detenidos en la frontera entre
México y su vecino del norte se ha duplicado en los últimos meses; se estima
que en el actual ejercicio fiscal norteamericano —octubre 2013-septiembre 2014—
alcanzará más de cien mil. Tres cuartas partes de este total provienen de
Centroamérica, y 25%, de México, aunque la cifra supone que todos los menores
de edad dicen la verdad cuando se les pregunta de dónde son. Tiene sentido
disimular la nacionalidad mexicana, ya que es mucho más difícil deportar a los
menores a Centroamérica que a México.
La
explicación legal del flujo es sencilla. Desde 2002, cualquier menor de edad
detenido en Estados Unidos sin papeles y oriundo de un país no contiguo (México
y Canadá) debe ser remitido al Departamento de Salud y Servicios Humanos, a más
tardar, después de 72 horas de encontrarse en poder de las autoridades. Al
término de un poco menos de un mes, en promedio, debido a la escasez de
recursos y personal de procesamiento y detención para una corriente migratoria
de esta magnitud, son liberados y entregados a familiares en Estados Unidos, en
espera de un juicio de migración en una corte dedicada exclusivamente a esos
temas. En otras palabras, para todos fines prácticos, cualquier menor de edad
no mexicano que ingrese en Estados Unidos sin papeles posee una alta
probabilidad de permanecer en aquel país durante años, antes de ser deportado,
y de hacerlo en condiciones de legalidad. En el ejercicio fiscal pasado, de los
más de 50.000 migrantes menores de edad detenidos por la Patrulla Fronteriza
estadounidense, sólo 2.000 fueron devueltos a sus países de origen.
Por
tanto, cuando los Gobiernos de Estados Unidos, México y Centroamérica denuncian
que los polleros, coyotes o traficantes de migrantes engañan a la gente al
esparcir el rumor de que los niños enviados a Estados Unidos podrán permanecer
ahí legalmente, ellos también engañan a la gente. Si los niños llegan a la
frontera méxico-norteamericana y se entregan a las autoridades estadounidenses,
habrán logrado lo que millones de adultos indocumentados aún no han alcanzado:
la legalización en Estados Unidos. A la larga, quizás, serán deportados. Pero
¿qué significa “a la larga” para un adolescente de 15 años huyendo de las maras
salvadoreñas, o para una niña hondureña de ochos años, buscando a sus padres en
Nueva York? Es cierto que las últimas semanas, un número creciente de menores
de edad, acompañados por sus madres u otros familiares femeninos, atiborran los
tribunales y centros de detención ad hoc condicionados para ese propósito por
el Gobierno de Washington y los Ejecutivos estatales de la Unión americana. Las
mujeres de edad acompañantes de los niños serán expulsadas con celeridad; los
menores, no.
Un
segundo factor es sin duda el papel de los traficantes de personas, quienes
están actuando de manera racional en esta coyuntura. Es lógico que un coyote,
sobre todo si trabaja en lo que se llama el crimen organizado, divulgue la
buena nueva de que pagando menos de mil dólares, una madre hondureña o
salvadoreña puede mandar a sus hijos a Estados Unidos con buenas posibilidades
de llegar sanos y salvos. O no tan sanos ni tan salvos, ya que en el camino,
sobre todo en México, les suceden todo tipo de atrocidades. Pero de alguna
manera, con cínica resignación ante las privaciones que imperan en sus países,
los padres descuentan este costo y lo incorporan al precio que se le paga al
pollero. Sobre todo en la medida en que comprueban cómo el decir de los
traficantes resulta verídico.
El
tercer factor, de gran importancia, por supuesto, reside en la violencia, la
inseguridad y la ola criminal vigentes en estos países. No es nueva, se remonta
a las guerras civiles de los años ochenta y sus secuelas en las décadas
siguientes, pero la intensidad y el efecto acumulativo comienzan, obviamente, a
pesar. Lo que no se distingue con claridad es el tipping point, o punto de inflexión,
que detonó una migración masiva y de esta naturaleza en los últimos meses.
Se
entiende que el Gobierno de Barack Obama no encuentre solución al problema
dentro de las fronteras estadounidenses. Las únicas posibilidades jurídicas
estribarían en la derogación de la ley firmada en 2002 por George Bush, que
obliga a remitir a los menores de edad a las autoridades de salud, o en cambiar
el procedimiento en curso y volver mucho más expedita la audiencia de
deportación al principio de su estancia. Las versiones y anuncios de esta
intención ya han desatado críticas y rechazos, desde The New York Times hasta
la Iglesia católica. Además, implicaría aumentar el número de jueces, de
abogados defensores probono de los niños, y encontrar con celeridad a quién entregar
a los menores de edad en sus países de origen.
En
vista de estas dificultades, es comprensible que Washington prefiera que el
problema se atienda en Centroamérica o en el país de tránsito: México. Como
difícilmente van a cambiar las circunstancias en Centroamérica —violencia,
inseguridad, desempleo, pandillas— en el corto plazo, es probable que
Washington, a través del viaje del vicepresidente estadounidense Joseph Biden
Guatemala hace unas semanas, haya instado a los mandatarios centroamericanos a
detener por la fuerza la salida o la entrada de menores de edad de o a sus
respectivos países. Y quizás el propio Obama le solicitó lo mismo al presidente
mexicano, Enrique Peña Nieto, en una conversación telefónica hace unos días.
Son muy malas soluciones, todas ellas.
Nada
de esto es posible ni deseable. Ninguno de estos países tiene la capacidad de
sellar sus fronteras a la entrada o a la salida. Lo único que ocurriría si
accediéramos a hacer el trabajo sucio de los norteamericanos en México y en
Centroamérica es más corrupción, extorsión, abusos, violaciones a derechos
humanos, prostitución, etcétera, por parte de aparatos de Estado represivos
poco aptos para estos propósitos. La solución sólo puede ser regional, y tiene
que partir de la reforma migratoria integral, tan conversada y tan demorada,
dentro de Estados Unidos. Sólo a cambio de eso podrán los otros países realizar
el enorme esfuerzo de controlar sus fronteras y respetar sus leyes. La peor
salida a la crisis sería que Washington extendiera su fracasada y agonizante
guerra contra las drogas en una trágica guerra contra los niños.
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