Traducción: Esteban Flamini
Project Syndicate | 11 de abril de 2015
A fines de marzo, un tribunal absolvió en segundo juicio a más de 200
oficiales del ejército turco acusados de tramar un golpe en 2003 contra el
gobierno islamista recién electo. En el primer juicio (concluido en septiembre
de 2012), los acusados habían recibido largas condenas a prisión con pruebas
evidentemente fraguadas. Al finalizar el segundo juicio, la mayoría de los
observadores coincidieron en que el proceso original había sido una farsa.
Pero hasta hace poco, el caso “Operación Martillo” (nombre del presunto
complot) se vio como el inicio de la muy postergada sumisión democrática de los
entrometidos militares turcos al gobierno electo. Intelectuales liberales y
observadores occidentales aplaudieron el enjuiciamiento y lo aclamaron como uno
de los grandes logros del gobierno del primer ministro Recep Tayyip Erdoğan, que asumió el poder poco después del supuesto complot. Pero ahora que
se descubrió la naturaleza real del caso (un prepotente intento del gobierno de
debilitar a sus rivales y consolidar su dominio) la pregunta es cómo tantos
observadores bienintencionados pudieron equivocarse tanto.
Como mi suegro fue acusado de ser el cerebro del complot, mi esposa y yo
tuvimos que convertirnos en detectives forenses y activistas políticos en
nuestro tiempo libre. En los cinco años que pasé investigando esta saga
absurda, aprendí a apreciar el poder de los relatos. Lo que para el gobierno
resultó más eficaz no fue la fuerza bruta, sino la difusión de historias de
iniquidades de las élites seculares y militares de Turquía, a las que se
contrastó con el supuesto compromiso de Erdoğan con establecer un estado democrático (aunque de tinte islamista) por
medio de una reconstitución del poder judicial. Estos relatos (exageraciones
grotescas basadas en medias verdades) dieron a Erdoğan y sus aliados margen de maniobra para aumentar, en vez de disminuir,
el autoritarismo del régimen político.
El primer ministro tuvo un aliado particularmente crucial. El movimiento
Gülen (formado por los seguidores del imán turco Fethullah Gülen, residente en
Pensilvania) hizo el trabajo político pesado. El movimiento Gülen supervisó el
juicio del caso Operación Martillo y otros similares a través de sus seguidores
en la policía y en el poder judicial, y usó sus numerosos medios de
comunicación para elaborar y difundir el relato (construido a partir de una
infinidad de historias de complots y fechorías militares) sobre el cual se
basaron estos casos. Sus representantes en Estados Unidos y Europa presionaron
sin pausa a políticos y líderes de opinión occidentales para que avalaran las
credenciales democráticas de Erdoğan.
Al mismo tiempo, el movimiento Gülen invirtió intensa y astutamente en
congraciarse con la intelligentsia pro-occidental turca. Así, y a pesar de los
vergonzosos antecedentes personales de Gülen, con sus sermones antisemitas y
antioccidentales, sus seguidores se las arreglaron para llegar al nuevo siglo
convertidos en un movimiento de la sociedad civil que compartía los valores y
las aspiraciones liberales de los turcos.
Los gülenistas proveyeron de recursos y redes a los liberales turcos,
quienes a su vez confirieron al movimiento legitimidad y credibilidad en
Occidente. Cuando en Estados Unidos y Europa los políticos, periodistas y
especialistas en derechos humanos necesitaban una opinión fundada sobre
Turquía, acudían a los liberales beneficiarios de los gülenistas, y estos les
entregaban el relato aceptado.
Lo que convenció a estos intelectuales de aliarse con Erdoğan y los gülenistas fue la idea de que el control militar de las
instituciones estatales (la “tutela militar”) suponía el mayor obstáculo para
la democracia en Turquía. Para los liberales turcos, debilitar la influencia
política del ejército se convirtió en un fin en sí mismo. Esto les permitió
ignorar (o subestimar) la creciente lista de violaciones de derechos y
manipulaciones judiciales. Y permitió a los gülenistas ejecutarlas, por
ejemplo, al garantizar que toda filtración perjudicial surgida del ejército
(las más escandalosas de las cuales eran inventadas) se publicara primero en
los medios de prensa liberales.
El gobierno de Erdoğan dictó
leyes que daban credibilidad a su falso relato, y la Comisión Europea vio con
aprobación una serie de iniciativas: un nuevo código penal con “estándares
europeos modernos”, programas de capacitación sobre la Convención Europea de
Derechos Humanos, misiones de expertos de la Unión Europea y enmiendas
constitucionales que aparentaban garantizar una mayor independencia del poder
judicial.
Por desgracia, lo mismo que en la economía del desarrollo, la imitación
superficial de normas e instituciones de países avanzados rara vez produce los
resultados deseados. La forma no garantiza la función (pero puede ayudar a
tapar la realidad).
Es lo que pasó con las reformas “proeuropeas” del gobierno de Erdoğan, que sirvieron más que nada para crear una tapadera política bajo la
cual fortalecer el control gülenista del poder judicial. Engañada por las
apariencias, la Comisión Europea siguió afirmando, año tras año, que la farsa
judicial contra los militares era una oportunidad de fortalecer el Estado de
Derecho.
Hasta hace poco, al ejército se lo consideró la institución más poderosa
y cohesionada de la sociedad turca. Los generales nunca tuvieron reparos para
intervenir en política cuando lo consideraron necesario.
Pero un relato afilado puede ser más fuerte que la espada. El caso Operación
Martillo y otras acusaciones igualmente falsas inmovilizaron al ejército. Bajo
intenso ataque de medios progubernamentales, el generalato fue incapaz de
montar el menor vestigio de campaña pública en defensa de los oficiales
acusados, e incluso se negó a publicar un informe interno que demostraba que
todo había sido un montaje. Los altos mandos no querían dar la imagen de estar
“colaborando con golpistas”. Una vez fundado el relato, hasta sus víctimas se
rindieron ante él.
Los observadores occidentales y el grueso de los liberales turcos no le
soltaron la mano a Erdoğan hasta
que en el verano de 2013, su gobierno usó tácticas de mano dura para reprimir
las protestas del parque Gezi en Estambul. Luego Erdoğan se apresuró a romper con el movimiento Gülen, después de que sus
representantes en el sistema judicial lanzaron una campaña anticorrupción
contra el primer ministro y su círculo íntimo.
Sin sus antiguos aliados, Erdoğan
reorientó su discurso exclusivamente hacia el público local y lo dotó de altas dosis
de simbolismo populista, religioso y nacionalista. En tanto, los gülenistas,
siempre en busca de llevar la ventaja narrativa, comenzaron a presentarse ante
Occidente como víctimas de Erdoğan en vez
de colaboradores.
En algún momento, los relatos falsos se vuelven insostenibles (e Internet
y las redes sociales aceleran su caída). Pero como ocurre en Turquía, el
derrumbe de un relato puede dejar tras de sí un montón de escombros, y en vez
de ayudar a sacarlos, Erdoğan y los
gülenistas parecen decididos a usarlos para construir nuevos edificios de
mentiras, agravando el desafío de la futura reconciliación política.
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