Cuando
el Papa se enfada/ JUAN ARIAS
El País, 19 de febrero de 216..
¿Puede
irritarse un papa y responder, con mala cara, “deja de ser egoísta?” a un fiel
exaltado que casi le hace caer al suelo?
Hay
católicos que piensan que no, y menos el papa Francisco, cuyo nombre evoca
valores de mansedumbre. “Sólo le faltó soltar un taco”, comentó irónico un
señor en las redes sociales. ¿Y por qué no?
Esta
vez el enfado del papa no tuvo que ver con la indignación contra la violencia o
la corrupción.
La
irritación de Francisco en México, cuyas imágenes han recorrido el mundo, es
más banal pero igualmente emblemática.
Se
advierte en su rostro, entre dolorido y airado, que le estaba molestando aquel
devoto que lo arrastraba. Y se advierte que le reprueba con cara de malas
pulgas, como dicen los castizos. No fue suave, Francisco. Fue tajante: “Deja de
ser egoísta”, y parecía querer añadir: “Basta, suéltame”.
¿Por
qué ha habido a quién ha molestado y hasta escandalizado ese exabrupto del papa
Francisco? Quizás porque existe la idea de que un papa no es de carne y hueso,
no siente o no debe sentir, sólo aguantar, sufrir estoicamente, como si se
tratara de un ángel o de un robot.
Es
esa imagen estereotipada de los papas santos o impasibles, que ha quebrado
Francisco con su gesto de enfado y disgusto
Es
esa imagen estereotipada de los papas santos o impasibles, que ha quebrado
Francisco con su gesto de enfado y disgusto.
Francisco
inició ya su pontificado de forma atípica, presentándose desde el primer día
como es, con sus cualidades y defectos, sus altos y sus bajos, sus aciertos y
victorias, siempre sin ocultarlos. Y con humor.
Nunca
antes de Francisco un papa había concedido, por ejemplo, entrevistas
periodísticas sin preocuparse de poder ser mal interpretado. Sus antecesores,
ya en la edad moderna, sólo leían lo que les escribían, y si él lo escribía,
tenía que ser revisado por si se les escapaba lo que el Vaticano consideraba
inconveniente o poco teológico en la boca de un papa.
Recuerdo
que el anciano Papa Juan XXIII, que es quizás al que más se parece en sus
gestos inesperados y en su humor el papa Francisco, cuando visitaba las
parroquias de Roma, solía hablarles a la gente espontáneamente, de forma
improvisada. Después, mirando a los periodistas que lo seguíamos, nos decía:
“Mejor que toméis apuntes, pues es posible que mañana me censure L’Osservatore
Romano”
En
otra ocasión, al papa Juan Pablo I, cuya muerte, después de solo 33 días de
pontificado, sigue envuelta en el misterio, se le ocurrió decir en un discurso
público, en la plaza de San Pedro, que Dios “no era sólo padre, sino también
madre”.
Lo
había dicho el profeta Isaías hacía miles de años, pero a los oídos de los
teólogos del Vaticano sonó a herejía. Fue llamado al orden.
Así
era, hasta la llegada de Francisco, que se negó a vivir prisionero en los
palacios vaticanos prefiriendo un cuarto de una pensión para sacerdotes, donde
es posible verle en el corredor llegar con un euro en la mano para sacar un
café de la máquina automática. Es el primer papa libre en sus gestos personales
de las férreas liturgias y teologías de los papados tradicionales.
Si
Francisco ha conquistado la simpatía hasta de muchos ateos es también por la
franqueza que lo caracteriza, por no esconder lo que es, fingiendo aparecer
otro. Con su espontaneidad ofrece a los otros un plus de cercanía.
La
santidad no tiene por qué necesitar de las alas puras de los ángeles o de los
superhéroes. El cristianismo lleva en su esencia la encarnación de lo divino en
lo humano y está siempre preñado de debilidades. El Dios cristiano no es un
dios del Olimpo, lejano de la realidad de la vida. Y la vida es un mosaico de
acciones con todas sus tonalidades.
Dar
ejemplo de vida, como se supone de un papa que lleva sobre sus hombros la
responsabilidad de una Iglesia con millones de fieles y dos mil años de
historia no significa convertirse en estatua de cera.
¿Mejor
un papa capaz de controlar todos sus sentimientos, o la espontaneidad natural
que no esconde ni el dolor ni la rabia?
Un
papa, como Francisco, que lucha para defender a los más desvalidos y pisoteados
por el capitalismo salvaje; un papa capaz de misericordia y comprensión con los
que resbalan en la vida, que vive en sintonía con lo que predica, bien se
merece la libertad de irritarse cuando le pisan los pies.
Quizás
aparezca así a algunos menos dios, pero también más capaz de entender no sólo
las sublimidades de los virtuosos sino también los traspiés de los pobres
mortales.
Jesús
de Nazaret se apellidó a sí mismo “el hijo del hombre”, nunca “el hijo de
Dios”.
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