El
amor, la pintura y el volcán/ Mario Vargas LLosa
El
escritor chileno Carlos Franz acaba de ganar en Lima el premio Bienal de Novela
que lleva mi nombre con una ficción histórica —Si te vieras con mis ojos— en la
que aparecen Charles Darwin, el pintor Johann Moritz Rugendas, el barón de
Humboldt y una bella dama de ojos verdes y pasiones indómitas llamada Carmen,
que, al parecer, está inspirada también en una persona que existió. Se trata de
una historia de amor y de aventuras, en la que el paisaje juega un papel
principal y también la pintura, pues Rugendas, el protagonista, vive para
pintar, amar y viajar, tres cosas que conforman una misma vocación en su
existencia.
La
entraña de esta historia es romántica por la efervescente sucesión de episodios
y la truculencia de algunos de ellos —hasta un terremoto que sacude las
entrañas del Aconcagua—, pero su construcción es muy moderna, por los saltos
temporales entre el pasado y el futuro con que transcurre, y el audaz punto de
vista en que está narrada —la segunda persona del singular—, lo que introduce
una ambigüedad en una historia, pues el lector nunca sabe a ciencia cierta si
es un monólogo en el que el personaje principal se cuenta a sí mismo o si un
narrador omnisciente y apodíctico va ordenando a través de imperativos las
ocurrencias de la historia. Esta inestable perspectiva nimba el relato de una
delicada atmósfera, algo así como las veladuras que le sirven a Rugendas para
sutilizar esas pinturas con que ha ido documentando sus interminables
vagabundeos por el continente americano y con las que, desde que llegó a
Valparaíso y conoció a Carmen, quiere dejar constancia de su amor.
Pero,
pasado este episodio, la novela retoma su ritmo febril y aventurero y hay en
sus páginas un contagioso entusiasmo por contar y vivir en los límites, por
mostrar las sorprendentes y formidables derivas que puede tomar la existencia,
y la audacia y la alegría con que la pareja de amantes —Carmen y Rugendas— se
amoldan a estas situaciones cambiantes y son capaces de explorar los extremos
más vertiginosos del amor.
Entrelazados
con estos episodios que constituyen el presente de la novela hay otros, que
ocurren en Inglaterra —en Surrey—, 20 años después, donde Darwin y Rugendas se
encuentran para confrontar sus recuerdos de aquellos lejanos parajes y de la
mujer que amaron. Darwin no se convirtió en el sacerdote que aspiraba a ser de
muchacho, su genio científico ha sido reconocido y tiene una existencia
tranquila, con su esposa y sus hijos, y su entrega tenaz a la investigación
botánica. Pero es un hombre físicamente destruido por las enfermedades y el
trabajo intelectual, presa siempre de los terrores que convirtieron su
adolescencia en una pesadilla, y en su memoria aletea siempre, con nostalgia
terrible, aquella remota aventura en la que una chilena le enseñó el amor.
Rugendas ha padecido ya tres infartos para entonces y sabe que su vida pende de
un hilo. Son muy conmovedoras estas escenas en las que los dos viejos amigos,
vencidos por los años y rodeados por el civilizado jardín inglés donde
conversan, evocan aquella bravía juventud en aquel fin del mundo sin domesticar
donde la vida no era rutina y paz sino desafío y peligro, violencia y goce, y
donde la muerte estaba siempre rondando la vida.
El
libro se lee con facilidad y con placer y, también, con cierta melancolía,
porque nos recuerda una época en la que, impregnada por el romanticismo,
América Latina parecía ser ella misma una de esas novelas de grandes pasiones y
arriesgadas aventuras que tanto seducían a los lectores europeos, ávidos de
paisajes exóticos y de destinos fuera de lo común. Como Rugendas, como Darwin,
muchos europeos llegaron hasta estas costas remotas, a estudiar la naturaleza,
a transmutarla en arte, a vivir la aventura de la conquista y de la guerra, o a
explorar las ruinas de esos antiquísimos imperios sepultados por las selvas o
los vestigios de ciudades construidas en lo alto de cordilleras imposibles.
América Latina fue la depositaria de muchos sueños y mitos europeos y,
paradójicamente, los latinoamericanos los heredamos al extremo de llegar a
vernos y reconocernos en esas imágenes que la fantasía romántica fabricó sobre
nosotros. En todos los campos, pero sobre todo en el cultural y el político,
América Latina sirvió, en muchos momentos de su historia, para alimentar el
sueño europeo romántico de exotismo y aventura y llegó a ser nada más y nada
menos para la visión europea que una fantasía literaria. Sin habérselo
propuesto, Carlos Franz ha recreado en esta novela con eficacia y sutileza esa
transposición al mito y la leyenda de la realidad latinoamericana de dos
europeos —uno inglés y otro alemán— a los que estas tierras hicieron vivir las
fuertes emociones que buscaban y a consolidar su talento artístico y su genio.
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