Discurso del Papa en el Encuentro Ecuménico y por la paz en Armenia, 25 de junio de 2016
Francisco participó en la plaza de la
República de Ereván en un Encuentro Ecuménico y de Oración por la Paz.
Estuvieron
presentes el Presidente de la República y el Catholicós Karekin II, quien
pronunció a su vez un discurso después del Papa.
El texto completo del discurso del Papa Francisco:
La
bendición y la paz de Dios estén con vosotros.
Mucho
he deseado visitar esta querida tierra, vuestro País que fue el primero en
abrazar la fe cristiana. Es una gracia para mí encontrarme en estas montañas,
donde, bajo la mirada del monte Ararat, también el silencio parece que nos
habla; donde los khatchkar —las cruces de piedra— narran una historia única,
impregnada de fe sólida y sufrimiento enorme, una historia rica de grandes
testigos del Evangelio, de los que sois herederos. He venido como peregrino
desde Roma para encontrarme con vosotros y para manifestaros un sentimiento que
brota desde la profundidad del corazón: es el afecto de vuestro hermano, es el
abrazo fraterno de toda la Iglesia Católica, que os quiere y que está cerca de
vosotros.
En
los años pasados, se han intensificado, gracias a Dios, las visitas y los
encuentros entre nuestras Iglesias, siendo siempre muy cordiales y con
frecuencia memorables. La Providencia ha querido que, en el mismo día en el que
se recuerdan los santos Apóstoles de Cristo, estemos juntos nuevamente para
reforzar la comunión apostólica entre nosotros. Estoy muy agradecido a Dios por
la «real e íntima unidad» entre nuestras Iglesias (cf. Juan Pablo II, Celebración
ecuménica, Ereván, 26 septiembre 2001: L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 5 de octubre de 2001, p. 14) y os agradezco vuestra fidelidad
al Evangelio, frecuentemente heroica, que es un don inestimable para todos los
cristianos. Nuestro reencuentro no es un intercambio de ideas, sino un
intercambio de dones (cf. Id., Carta enc. Ut unum sint, 28): recojamos lo que
el Espíritu ha sembrado en nosotros, como un don para cada uno (cf. Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 246). Compartamos con gran alegría los muchos pasos de un
camino común que ya está muy avanzado, y miremos verdaderamente con confianza
al día en que, con la ayuda de Dios, estaremos unidos junto al altar del
sacrificio de Cristo, en la plenitud de la comunión eucarística.
Hacia
esa meta tan deseada «somos peregrinos, y peregrinamos juntos […] hay que
confiar el corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas»
(ibíd., 244). En este trayecto nos preceden y acompañan muchos testigos, de
modo particular tantos mártires que han sellado con la sangre la fe común en
Cristo: son nuestras estrellas en el cielo, que resplandecen sobre nosotros e
indican el camino que nos falta por recorrer en la tierra hacia la comunión
plena. Entre los grandes Padres, deseo mencionar al santo Catholicós Nerses
Shnorhali. Él manifestaba un amor extraordinario por su pueblo y sus
tradiciones, y, al mismo tiempo, estaba abierto a las otras Iglesias,
incansable en la búsqueda de la unidad, deseoso de realizar la voluntad de
Cristo: que los creyentes «sean uno» (Jn 17,21). En efecto, la unidad no es un
beneficio estratégico para buscar mutuos intereses, sino lo que Jesús nos pide
y que depende de nosotros cumplir con buena voluntad y con todas las fuerzas,
para realizar nuestra misión: ofrecer al mundo, con coherencia, el Evangelio.
Para
lograr la unidad necesaria no basta, según san Nerses, la buena voluntad de
alguien en la Iglesia: es indispensable la oración de todos. Es hermoso estar
aquí reunidos para rezar unos por otros, unos con otros. Y es sobre todo el don
de la oración que he venido a pediros esta tarde. Por mi parte, os aseguro que,
al ofrecer el Pan y el Cáliz en el altar, no dejo de presentar al Señor a la
Iglesia de Armenia y a vuestro querido pueblo.
San
Nerses advertía también la necesidad de acrecentar el amor recíproco, porque
sólo la caridad es capaz de sanar la memoria y curar las heridas del pasado:
sólo el amor borra los prejuicios y permite reconocer que la apertura al
hermano purifica y mejora las propias convicciones. Para el santo Catholicós,
es esencial imitar en el camino hacia la unidad el estilo del amor de Cristo,
que «siendo rico» (2 Co 8,9), «se humilló a sí mismo» (Flp 2,8). Siguiendo su
ejemplo, estamos llamados a tener la valentía de dejar las convicciones rígidas
y los intereses propios, en nombre del amor que se abaja y se da, en nombre del
amor humilde: este es el aceite bendecido de la vida cristiana, el ungüento
espiritual precioso que cura, fortifica y santifica. «Suplimos las faltas con
caridad unánime», escribía san Nerses (Cartas de Nerses Shnorhali, Catholicós
de los Armenios, Venecia 1873, 316), e incluso —hacía entender— con una
particular dulzura de amor, que ablande la dureza de los corazones de los
cristianos, también de los que a veces están replegados en sí mismos y en sus
propios beneficios. No los cálculos ni los intereses, sino el amor humilde y
generoso atrae la misericordia del Padre, la bendición de Cristo y la
abundancia del Espíritu Santo. Rezando y «amándonos intensamente unos a otros con
corazón puro» (cf. 1 P 1, 22), con humildad y apertura de ánimo, dispongámonos
a recibir el don de la unidad. Sigamos nuestro camino con determinación, más
aún corramos hacia la plena comunión entre nosotros.
«La
paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo» (Jn 14,27).
Hemos escuchado estas palabras del Evangelio, que nos disponen a implorar de
Dios esa paz que el mundo tanto se esfuerza por encontrar. ¡Qué grandes son hoy
los obstáculos en el camino de la paz y qué trágicas las consecuencias de las
guerras! Pienso en las poblaciones forzadas a abandonar todo, de modo
particular en Oriente Medio, donde muchos de nuestros hermanos y hermanas
sufren violencia y persecución a causa del odio y de conflictos, fomentados
siempre por la plaga de la proliferación y del comercio de armas, por la
tentación de recurrir a la fuerza y por la falta de respeto a la persona
humana, especialmente a los débiles, a los pobres y a los que piden sólo una
vida digna un siglo del “Gran Mal” que se abatió sobre vosotros. Ese
«exterminio terrible y sin sentido» (Saludo al comienzo de la Santa Misa para
los fieles de rito armenio, 12 abril 2015), este trágico misterio de iniquidad
que vuestro pueblo ha experimentado en su carne, permanece impreso en la
memoria y arde en el corazón. Quiero reiterar que vuestros sufrimientos nos
pertenecen: «son los sufrimientos de los miembros del Cuerpo místico de Cristo»
(Juan Pablo II, Carta apostólica en ocasión del XVII Centenario del bautismo
del pueblo armenio, 7: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 2
de marzo de 2001, p. 6); recordarlos no es sólo oportuno, sino necesario: que
sean una advertencia en todo momento, para que el mundo no caiga jamás en la
espiral de horrores semejantes.
Al
mismo tiempo, deseo recordar con admiración cómo la fe cristiana, «incluso en
los momentos más trágicos de la historia armenia, ha sido el estímulo que ha
marcado el inicio del renacimiento del pueblo probado» (ibíd., 276). Esta es
vuestra verdadera fuerza, que permite abrirse a la vía misteriosa e salvífica
de la Pascua: las heridas que permanecen abiertas y que han sido producidas por
el odio feroz e insensato, pueden en cierto modo conformarse a las de Cristo
resucitado, a esas heridas que le fueron infligidas y que tiene impresas
todavía en su carne. Él las mostró gloriosas a los discípulos la noche de
Pascua (cf. Jn 20,20): esas heridas terribles de dolor padecidas en la cruz,
transfiguradas por el amor, son fuente de perdón y de paz. Del mismo modo,
también el dolor más grande, transformado por el poder salvífico de la cruz, de
la cual los Armenios son heraldos y testigos, puede ser una semilla de paz para
el futuro.
La
memoria, traspasada por el amor, es capaz de adentrarse por senderos nuevos y
sorprendentes, donde las tramas del odio se transforman en proyectos de
reconciliación, donde se puede esperar en un futuro mejor para todos, donde son
«dichosos los que trabajan por la paz» (Mt 5,9). Hará bien a todos
comprometerse para poner las bases de un futuro que no se deje absorber por la
fuerza engañosa de la venganza; un futuro, donde no nos cansemos jamás de crear
las condiciones por la paz: un trabajo digno para todos, el cuidado de los más
necesitados y la lucha sin tregua contra la corrupción, que tiene que ser
erradicada.
Queridos
jóvenes: este futuro os pertenece: sabiendo aprovechar la gran sabiduría de
vuestros ancianos, desead ser constructores de paz: no notarios del status quo,
sino promotores activos de una cultura del encuentro y de la reconciliación.
Que Dios bendiga vuestro futuro y «haga que se retome el camino de
reconciliación entre el pueblo armenio y el pueblo turco, y que la paz brote
también en el Nagorno Karabaj» (Mensaje a los Armenios, 12 abril 2015).
Por
último, quiero evocar en esta perspectiva a otro gran testigo y artífice de la
paz de Cristo, san Gregorio de Narek, que he proclamado Doctor de la Iglesia.
Podría ser definido también «Doctor de la paz». Así escribía en ese
extraordinario Libro que me gusta considerar como la «constitución espiritual
del pueblo armenio»: «Recuérdate, [Señor, …] de los que en la estirpe humana
son nuestros enemigos, pero por el bien de ellos: concede a ellos perdón y
misericordia. […] No extermines a los que me muerden, transfórmalos. Extirpa la
viciosa conducta terrena y planta la buena en mí y en ellos» (Libro de las
Lamentaciones, 83, 1-2). Narek, «partícipe profundamente consciente de toda
necesidad» (ibíd., 3,2), ha querido identificarse incluso con los débiles y los
pecadores de todo tiempo y lugar, para interceder en favor de todos (cf. ibíd.,
31,3; 32,1; 47,2): se ha hecho «“ofrenda de oración” de todo el mundo» (ibíd.,
28,2). Su solidaridad universal con la humanidad es un gran mensaje cristiano
de paz, un grito vehemente que implora misericordia para todos. Los armenios,
presentes en muchos países y a quienes deseo abrazar fraternalmente desde aquí,
son mensajeros de este deseo de comunión, «embajadores de paz» (Juan Pablo II,
Carta apostólica en ocasión del XVII Centenario del bautismo del pueblo
armenio: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 2 de marzo de
2001, p. 6). Todo el mundo necesita de vuestro mensaje, necesita de vuestra
presencia, necesita de vuestro testimonio más puro. Kha’ra’rutiun amenetzun
(Que la paz esté con vosotros).
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