Fidel,
un icono ‘kitsch’/Rafael
Rojas, historiador
El
País, 12 de agosto de 2016.
Se
dice con frecuencia que en Cuba no se ha producido un culto a la personalidad
equivalente al de Stalin en la URSS, Mao en China o la dinastía gobernante en
Corea del Norte porque en esa isla caribeña no hay estatuas ni monumentos
consagrados a Fidel Castro. Lo cierto es que el culto fidelista no ha recurrido
a la monumentalidad porque no la necesita o porque ha tenido tiempo para
aprender lecciones de los estragos del stalinismo, el maoísmo y otras
simbologías totalitarias.
Fidel
Castro favoreció personalmente la reproducción masiva de bustos de José Martí,
la construcción del enorme mausoleo al Che Guevara en Santa Clara y un
exhaustivo ceremonial de efemérides revolucionarias que colmó el calendario
cívico de los cubanos por 57 años. El rol de oficiante de esa nueva liturgia,
que lo convirtió en una inagotable máquina reproductora de panegíricos y
oraciones fúnebres, era una forma indirecta de veneración pública. Al hacerse
del poder de decidir quien entraba o salía del panteón heroico de la isla,
Castro aseguraba su supremacía icónica.
La
sobriedad mediática del socialismo real, sobre todo en la década de 1970, y la
alta calidad de la cultura gráfica cubana, hicieron que el mal gusto del culto
a la personalidad de Fidel no emergiera plenamente hasta las últimas décadas.
Fue justamente tras caída del muro de Berlín, en los años noventa, y
especialmente con la llamada “batalla de ideas” de la primera mitad del 2000,
que el fidelismo comenzó a circular abiertamente en toda su desfachatez intelectual,
por medio del establecimiento informal del 13 de agosto, día del cumpleaños de
Castro, como fiesta de la cultura nacional.
En
el verano de 2006, cuando el líder cumplió 80 años, en medio de la
convalecencia por una enfermedad intestinal que lo apartó del poder, los medios
oficiales armaron una miscelánea patética de poemas, apologías y alabanzas de
cientos de celebridades del planeta. Bajo el título de Absuelto por la
Historia, los asesores de imagen del castrismo compilaron elogios de Juan
Domingo Perón, Naomi Campbell, David Rockefeller, Arthur Schlesinger Jr.,
Robert Redford y otras estrellas de Hollywood, además de agasajos literarios de
Carilda Oliver, Ángel Augier, Miguel Barnet, Nancy Morejón, Eusebio Leal y lo
peor de la literatura oficial.
Los
Gobiernos de la “alianza bolivariana”, en aquellos años de delicada
recuperación médica de Castro, especialmente el venezolano de Hugo Chávez, el
boliviano de Evo Morales y el ecuatoriano de Rafael Correa, jugaron un papel
clave en la vulgarización del culto. Un culto casi funerario, ligado al duelo
por la enfermedad de Castro, y que entre 2012 y 2013 se mezcló, a su vez, con
el duelo por la enfermedad y la muerte de Hugo Chávez en Venezuela.
Ahora,
ante un nuevo 13 de agosto, en que se cumplen 90 años del nacimiento de Fidel,
la imagen del caudillo cubano ya aparece plenamente incorporada al kitsch
mediático de un régimen en mutación. Castro, que como gran macho reinante
mantuvo en la opacidad todo lo relacionado con su vida privada, se muestra como
un anciano sabio y vigilante, acompañado siempre de su esposa Dalia Soto del
Valle. El diseño interior de la casa donde reside el dictador nonagenario, en
el otrora exclusivo y burgués barrio de Siboney, es kitsch, como kitsch es toda
la oratoria y la panfletografía que por estos días hacen loas a la “visión” o
la “genialidad” del comandante en jefe.
La
finca de Birán, donde nació y vivió su infancia, es ya un sitio turístico de
peregrinación en el que se empatan la historia del colonialismo español,
personificada por el padre hacendado, y la historia del comunismo cubano,
encarnada por los hijos prosoviéticos. En Birán se expulsa del pasado de la
isla toda la experiencia republicana y, a veces, democrática, que va de 1902 a
1959. El culto a la personalidad de Fidel funciona como síntesis de un relato
histórico que aspira a dotar al periodo de la revolución cubana de una
perpetuidad, parecida a la del régimen colonial. Con la llegada de los Castro
al poder, como nuevos colonos fundadores, habría comenzado la “verdadera”
historia del país.
El
culto echa mano de la finca neocolonial de Ángel Castro pero también de la
ciudad de Santiago de Cuba, que vuelve a postularse como alternativa heroica a
la Babilonia habanera. La elección de Santiago como espacio para la celebración
desinhibida del 90º cumpleaños responde a un deliberado proyecto de
compensación simbólica del todavía fresco paso de Barack Obama por La Habana y
del irreversible avance de la capital hacia el mercado. La historia oficial se
ha quebrado en La Habana, pero queda Santiago, para apuntalar las ruinas de una
decadencia ideológica.
Medio
en broma y medio en serio, Raúl Castro dijo en el pasado congreso del Partido
Comunista que si en Cuba hubiera dos partidos, Fidel dirigía uno y él el otro.
El fidelismo kitsch se ubica en el centro de una política cultural que intenta
amortiguar el golpe de la precaria capitalización de Cuba. Una capitalización
que es más excluyente y desigual que otras por lo poco que se reparte entre un
puñado de privilegiados. Es cierto que el raulismo ha desmontado el fidelismo,
pero las diferencias entre uno y otro son las mismas que existen entre el
socialismo y el capitalismo de Estado. Las dos facciones del mismo partido
comunista comparten una idéntica estructura institucional y jurídica de poder.
De
hecho, el fidelismo kitsch puede funcionar perfectamente como política cultural
del reformismo raulista. A medida que la élite se enriquece y la mayoría
ciudadana se empobrece, el culto a la personalidad se propone como discurso de
la nostalgia por un pasado glorioso. El capitalismo es presentado como un mal
necesario, en el que la isla ha tenido que caer por culpa del “bloqueo”. Cuidar
la memoria y el legado del Comandante es una manera fácil de ocultar la
conveniencia del mercado y, a la vez, evitar una reconstitución democrática del
régimen.
La
misión del culto a la personalidad de Castro se encarga a los primeros que
deberían demandar la democratización del país: los artistas y escritores. El
campo intelectual cubano se ha convertido en reservorio de una derecha
nacionalista y comunista, que recurre al mito de la “identidad amenazada” para
justificar la represión y no asumir la responsabilidad de abrir el sistema
político. Por eso el pequeño grupo de opositores e intelectuales de la isla,
que se atreve a proponer reformas más audaces, es sometido a una renovada
campaña de estigmatización, en la que el inmovilismo de adentro reproduce los
argumentos tradicionales del inmovilismo de afuera.
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