La firme resistencia de México/JORGE G. CASTAÑEDA
The New York Times, 28/01/17
CIUDAD DE MÉXICO — Han transcurrido apenas nueve días desde que el presidente Trump asumió el cargo y ya tiene una minicrisis diplomática en sus manos. Primero le exigió a México pagar por su muro a lo largo de la frontera común, el mismo día que los diplomáticos mexicanos se reunirían con los funcionarios de la Casa Blanca. Cuando el presidente de México, Enrique Peña Nieto, rechazó la idea sin pensarlo dos veces, Trump tuiteó que debería considerar cancelar la visita planeada a Washington el próximo martes, que es justo lo que Peña Nieto hizo.
Para México, la cancelación y el aumento de las tensiones con Estados Unidos son un asunto serio y triste.
Triste, porque ningún mexicano quiere la ruptura de los lazos bilaterales. Cinco presidentes consecutivos han buscado tomar un nuevo rumbo con nuestro vecino del norte, dejando atrás recelos y resentimientos del pasado. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que contó con el apoyo estadounidense durante la crisis financiera de mediados de los noventa; las negociaciones migratorias en 2001; la lucha extendida contra el narcotráfico; la cooperación en materia de seguridad y el fomento a una nueva disposición de los mexicanos según la cual ser vecinos ya no era visto como un problema, sino como una oportunidad: ahora, todo esto se encuentra en entredicho y está en riesgo.
Es un asunto serio porque, al vincularse con Estados Unidos, México ha colocado todos sus huevos en una canasta: América del Norte, el libre comercio, la democracia y el respeto a los derechos humanos. Los decretos del presidente Trump y sus opiniones en estos temas fundamentales hacen que esta decisión parezca un error.
Es por ello que hoy México enfrenta una decisión difícil, dada la asimetría entre ambos países: dar cabida a Trump y obtener el trato menos malo o trazar una serie de líneas rojas o exigencias estadounidenses que son inaceptables para México, y adoptar una contundente política de resistencia. Podría entonces intentar esperar a que Trump actúe, con la esperanza de que se le abran tantos frentes al mismo tiempo, que la oposición a sus excesos dentro de su propio país crezca y los aliados de México en Estados Unidos y el extranjero acaben por reequilibrar la correlación de fuerzas desiguales.
A Peña Nieto no le quedó otra opción que cancelar el viaje. Sin embargo, él mismo se había puesto entre la espada y la pared debido a su indecisión previa.
Desde hace tiempo sabía que Trump insistiría en la renegociación. Sabía que había varías vías que podrían conducir a un resultado favorable para Canadá, Estados Unidos y México, pero que también habría consecuencias nefastas para México si el camino elegido de un TLCAN revisado requería deliberaciones interminables en las legislaturas de los tres países. Así, el tratado sería rehén de riñas bipartidistas, sin ninguna garantía de ser aprobado. La incertidumbre que eso implicaría podría posponer la inversión extranjera en México indefinidamente.
México debería haber dejado sus restricciones comerciales muy claras. Todo lo que se pudo haber hecho sin necesidad de aprobación legislativa en los tres países es juego limpio, pero nada más. De lo contrario, es mejor que Estados Unidos invoque el artículo 2205 del TLCAN, que establece que un país puede retirarse del tratado seis meses después de notificarlo.
Peña Nieto debería haber puesto otra línea roja similar en el tema más espinoso, sino el más importante: el muro. De nuevo, inexplicablemente, el presidente mexicano se puso contra una esquina al hacer hincapié solo en el pago del muro y no en su existencia misma. El meollo del asunto nunca debería haber sido quién pagaría por el muro, sino que éste era un acto poco amistoso hacia un país amigo, que enviaba un desastroso mensaje a América del Norte. El verdadero problema es que generará incontables problemas sociales, culturales y ambientales a lo largo de la frontera; elevará el costo y el riesgo de los cruces no autorizados y atraerá aún más crimen organizado.
Ahora México debería establecer otro límite muy claro. Si Estados Unidos quiere construir un muro, nosotros usaremos todas las herramientas a nuestra disposición para retrasarlo y hacerlo más caro. Sin embargo, también señalaremos que más vale que el muro del presidente Trump sea efectivo, porque tendrá que evitar el ingreso, sin mayor cooperación mexicana, de drogas, migrantes, terroristas y “bad hombres”. Si Trump “rompe” el acuerdo fronterizo que ha prevalecido entre nuestros dos países desde hace casi un siglo, es “su problema” (según la regla Pottery Barn).
Por último, en lo que respecta a las deportaciones, México también debe anunciar su límite no negociable. También es poco amigable pedir más dinero y agentes que hagan cumplir la ley migratoria, castigar a las ciudades santuario y tratar de enviar a los supuestos criminales a México. En particular cuando uno recuerda que la misma política aplicada a El Salvador a finales de los noventa convirtió al país en el más violento del mundo.
México debe decir fuerte y claro que invitará todos nuestros posibles deportados a exigir una audiencia tras su detención y a negarse a la deportación voluntaria; que vamos a proveer asistencia jurídica, de nuestro bolsillo, a todos los mexicanos indocumentados bajo arresto y que le negaremos el ingreso a toda persona de la cual autoridades estadounidenses no puedan probar que tiene la nacionalidad mexicana. Estas no son decisiones sencillas y no están exentas del riesgo de represalias. Sin embargo, tampoco lo son los aranceles del 20 por ciento a las importaciones de México, una propuesta que la Casa Blanca sugirió el jueves y que podría aprobar.
La ventaja más efectiva de México en este conflicto desafortunado e innecesario es la estabilidad que ofrece en el flanco sur de Estados Unidos. Washington debería dar gracias por sus logros. Durante un siglo, Estados Unidos ha sido cómplice de la corrupción mexicana, las violaciones a los derechos humanos y el gobierno autoritario. No obstante, también ha apoyado a México económicamente, se ha abstenido de buscar un cambio de régimen, además de tolerar la migración en masa del sur y, en general, tratar a México con respeto. Este toma y daca fue inmensa y mutuamente benéfico. Meterse con eso es más que temerario: es imprudente para ambos países.
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The New York Times, 28/01/17
CIUDAD DE MÉXICO — Han transcurrido apenas nueve días desde que el presidente Trump asumió el cargo y ya tiene una minicrisis diplomática en sus manos. Primero le exigió a México pagar por su muro a lo largo de la frontera común, el mismo día que los diplomáticos mexicanos se reunirían con los funcionarios de la Casa Blanca. Cuando el presidente de México, Enrique Peña Nieto, rechazó la idea sin pensarlo dos veces, Trump tuiteó que debería considerar cancelar la visita planeada a Washington el próximo martes, que es justo lo que Peña Nieto hizo.
Para México, la cancelación y el aumento de las tensiones con Estados Unidos son un asunto serio y triste.
Triste, porque ningún mexicano quiere la ruptura de los lazos bilaterales. Cinco presidentes consecutivos han buscado tomar un nuevo rumbo con nuestro vecino del norte, dejando atrás recelos y resentimientos del pasado. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que contó con el apoyo estadounidense durante la crisis financiera de mediados de los noventa; las negociaciones migratorias en 2001; la lucha extendida contra el narcotráfico; la cooperación en materia de seguridad y el fomento a una nueva disposición de los mexicanos según la cual ser vecinos ya no era visto como un problema, sino como una oportunidad: ahora, todo esto se encuentra en entredicho y está en riesgo.
Es un asunto serio porque, al vincularse con Estados Unidos, México ha colocado todos sus huevos en una canasta: América del Norte, el libre comercio, la democracia y el respeto a los derechos humanos. Los decretos del presidente Trump y sus opiniones en estos temas fundamentales hacen que esta decisión parezca un error.
Es por ello que hoy México enfrenta una decisión difícil, dada la asimetría entre ambos países: dar cabida a Trump y obtener el trato menos malo o trazar una serie de líneas rojas o exigencias estadounidenses que son inaceptables para México, y adoptar una contundente política de resistencia. Podría entonces intentar esperar a que Trump actúe, con la esperanza de que se le abran tantos frentes al mismo tiempo, que la oposición a sus excesos dentro de su propio país crezca y los aliados de México en Estados Unidos y el extranjero acaben por reequilibrar la correlación de fuerzas desiguales.
A Peña Nieto no le quedó otra opción que cancelar el viaje. Sin embargo, él mismo se había puesto entre la espada y la pared debido a su indecisión previa.
Desde hace tiempo sabía que Trump insistiría en la renegociación. Sabía que había varías vías que podrían conducir a un resultado favorable para Canadá, Estados Unidos y México, pero que también habría consecuencias nefastas para México si el camino elegido de un TLCAN revisado requería deliberaciones interminables en las legislaturas de los tres países. Así, el tratado sería rehén de riñas bipartidistas, sin ninguna garantía de ser aprobado. La incertidumbre que eso implicaría podría posponer la inversión extranjera en México indefinidamente.
México debería haber dejado sus restricciones comerciales muy claras. Todo lo que se pudo haber hecho sin necesidad de aprobación legislativa en los tres países es juego limpio, pero nada más. De lo contrario, es mejor que Estados Unidos invoque el artículo 2205 del TLCAN, que establece que un país puede retirarse del tratado seis meses después de notificarlo.
Peña Nieto debería haber puesto otra línea roja similar en el tema más espinoso, sino el más importante: el muro. De nuevo, inexplicablemente, el presidente mexicano se puso contra una esquina al hacer hincapié solo en el pago del muro y no en su existencia misma. El meollo del asunto nunca debería haber sido quién pagaría por el muro, sino que éste era un acto poco amistoso hacia un país amigo, que enviaba un desastroso mensaje a América del Norte. El verdadero problema es que generará incontables problemas sociales, culturales y ambientales a lo largo de la frontera; elevará el costo y el riesgo de los cruces no autorizados y atraerá aún más crimen organizado.
Ahora México debería establecer otro límite muy claro. Si Estados Unidos quiere construir un muro, nosotros usaremos todas las herramientas a nuestra disposición para retrasarlo y hacerlo más caro. Sin embargo, también señalaremos que más vale que el muro del presidente Trump sea efectivo, porque tendrá que evitar el ingreso, sin mayor cooperación mexicana, de drogas, migrantes, terroristas y “bad hombres”. Si Trump “rompe” el acuerdo fronterizo que ha prevalecido entre nuestros dos países desde hace casi un siglo, es “su problema” (según la regla Pottery Barn).
Por último, en lo que respecta a las deportaciones, México también debe anunciar su límite no negociable. También es poco amigable pedir más dinero y agentes que hagan cumplir la ley migratoria, castigar a las ciudades santuario y tratar de enviar a los supuestos criminales a México. En particular cuando uno recuerda que la misma política aplicada a El Salvador a finales de los noventa convirtió al país en el más violento del mundo.
México debe decir fuerte y claro que invitará todos nuestros posibles deportados a exigir una audiencia tras su detención y a negarse a la deportación voluntaria; que vamos a proveer asistencia jurídica, de nuestro bolsillo, a todos los mexicanos indocumentados bajo arresto y que le negaremos el ingreso a toda persona de la cual autoridades estadounidenses no puedan probar que tiene la nacionalidad mexicana. Estas no son decisiones sencillas y no están exentas del riesgo de represalias. Sin embargo, tampoco lo son los aranceles del 20 por ciento a las importaciones de México, una propuesta que la Casa Blanca sugirió el jueves y que podría aprobar.
La ventaja más efectiva de México en este conflicto desafortunado e innecesario es la estabilidad que ofrece en el flanco sur de Estados Unidos. Washington debería dar gracias por sus logros. Durante un siglo, Estados Unidos ha sido cómplice de la corrupción mexicana, las violaciones a los derechos humanos y el gobierno autoritario. No obstante, también ha apoyado a México económicamente, se ha abstenido de buscar un cambio de régimen, además de tolerar la migración en masa del sur y, en general, tratar a México con respeto. Este toma y daca fue inmensa y mutuamente benéfico. Meterse con eso es más que temerario: es imprudente para ambos países.
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Mexico’s Forceful Resistance/Jorge G. Castañeda, Mexico’s foreign minister from 2000 to 2003, is a professor at New York University.
The New York Times, 28/01/17
It has been just over a week since President Trump took office, and he already has a diplomatic mini-crisis on his hands. First, he demanded that Mexico pay for his wall along our mutual border — on the very day when Mexican diplomats were to meet with White House officials. When President Enrique Peña Nieto of Mexico rejected that idea out of hand, Mr. Trump tweeted that he should consider calling off a planned visit to Washington next Tuesday. Which is just what Mr. Peña Nieto did.
For Mexico, the cancellation, and the rise in tensions with the United States, are a sad and serious affair.
Sad, because no Mexican wants a breakdown in bilateral ties. Five successive presidents have pursued a new course with our northern neighbor, putting behind us the apprehensions and resentment of the past. The North American Free Trade Agreement, American support during the mid-’90s financial crisis, immigration negotiations in 2001, expanded drug enforcement and security cooperation, and the encouragement of a new mind-set for Mexicans where being neighbors is no longer seen as a problem but as an opportunity: All of this is being questioned and jeopardized.
And serious, because in tying itself to the United States, Mexico has placed all its eggs in one basket: North America, free trade, democracy and respect for human rights. President Trump’s executive orders and his views on these fundamental issues make that decision seem like a mistake.
This is why Mexico today faces a tough choice, given the asymmetry between both countries: accommodate Mr. Trump and get the least-bad deal possible, or lay out a series of red lines or list of American demands Mexico cannot accept and adopt a policy of forceful resistance. It could then attempt to wait Mr. Trump out, hoping that he will open too many fronts simultaneously, that domestic opposition to his excesses will grow, and that Mexico’s allies in the United States and abroad will eventually rebalance the unequal correlation of forces.
Mr. Peña Nieto had no choice but to cancel his trip. But he had partly boxed himself into a corner because of previous indecision or procrastination.
He knew some time ago that Mr. Trump would insist on renegotiation. He knew that several roads could lead to a favorable outcome for all three member countries, but that there could also be dire consequences for Mexico if the road chosen led to a revised Nafta requiring drawn-out deliberations in the legislative bodies of Canada, the United States and Mexico. The agreement would then fall hostage to partisan bickering, with no guarantees of approval. The uncertainty that would entail might easily place new foreign investment in Mexico on hold.
Mexico should have a red line on trade. Everything that can be done without new legislative approval in all the three countries is fair game, but nothing else. Better to have the United States invoke Nafta’s Article 2205, which says that a country can withdraw from the agreement six months after giving notice.
A similar red line should have been drawn by Mr. Peña Nieto on the prickliest, if not the most substantive issue: the wall. Again, incomprehensibly, Mr. Peña Nieto painted himself into a corner by stressing the wall’s payment, rather than its very existence. The crux of the matter should never have been who would pay for it, but rather that it was an unfriendly act toward a friendly country, sending a disastrous symbolic message to Latin America. The real issue is that it will generate countless social, cultural and environmental problems along the border; raise the cost and danger of unauthorized crossings; and attract even more organized crime.
Mexico should now clearly draw another red line. If the United States wants to build a wall, we will use every tool available to delay it and make it more expensive. But we will also point out that President Trump’s wall better be a very effective one. Because it will have to deter, without any further Mexican cooperation, drugs, migrants, terrorists and “bad hombres” from entering. If Mr. Trump “breaks” the border arrangement that our two countries have enjoyed for nearly a century, he “owns” it (the Pottery Barn rule).
Finally, on deportations, Mexico must also publicize its nonnegotiable bottom line. More money and agents for immigration enforcement, punishing sanctuary cities and attempting to send so-called criminals to Mexico is likewise an unfriendly act. Especially when one recalls that the same policy toward El Salvador in the late 1990s made it the most violent country in the world.
Mexico must say clearly that we will encourage all our potential deportees to demand a hearing upon arrest and to refuse voluntary removal; that we will provide legal support, on our dime, for all arrested undocumented Mexicans; and that we will deny entry to anyone whom American authorities cannot prove is a Mexican citizen. These are not simple decisions and are not exempt from the risk of retaliation. But neither is a 20 percent tariff on imports from Mexico, a proposal the White House suggested on Thursday it might embrace.
Mexico’s most effective leverage in this unfortunate and needless conflict lies in its stability on the United States’s southern flank. Washington should count its blessings. For a century, the United States has been an accomplice to Mexican corruption, human rights violations and authoritarian rule. But it has also supported Mexico economically, abstained from seeking regime change, tolerated mass migration from the south and generally treated Mexico with respect. The quid pro quo was immensely and mutually beneficial. Messing with it is worse than rash: It is reckless, for both countries.
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