Cinco mil años en el desierto/ Guy Sorman
ABC, Lunes, 04/Dic/2017;
En nuestra época, los beduinos del Sinaí no llevan una existencia básicamente diferente de la de sus antepasados lejanos, ni muy alejada de la de los hebreos conducidos fuera de Egipto por Moisés; estos solo eran entonces una tribu casi como las demás. En Egipto ya existía una dictadura de hierro, y sin duda, el mariscal Al Sisi se imagina en sus sueños que es un faraón. El Sinaí es uno de los pocos sitios del mundo en el que los tiempos modernos no han transformado el paisaje y las costumbres. Por tanto, me parece extrañamente simbólico que, en ese desierto, y no en otro lugar, se haya perpetrado uno de los peores atentados que ha sufrido Egipto, en la mezquita de Bir al Abed, el pasado 24 de noviembre. ¿Será el terrorismo la undécima plaga de Egipto?
Siguiendo con la metáfora, señalaremos que la principal razón de este atentado, así como de los que le han precedido y de los que, inevitablemente, le seguirán, ha sido definir quién es Dios, a través de quién se expresa y quién posee la interpretación correcta de sus Mandamientos. Los musulmanes se destrozan unos a otros por estas preguntas igual que los hebreos peleaban a muerte en su época, y siguen peleando, pero con palabras. A título de recordatorio, la Iglesia católica ha luchado durante mil años contra lo que el Papa consideraba herejías, y no ha terminado del todo. Los protestantes, que no tienen Papa para volver a poner orden entre sus filas, también se mataron entre ellos con ferocidad, entre calvinistas y luteranos, y entre los partidarios de la gracia adquirida y los de la gracia recibida, durante dos siglos largos; esta disputa teológica terminó más o menos cuando los protestantes se repartieron el mundo entre obediencias, pero también con enfrentamientos que no han acabado (pienso en los evangelistas, los pentecostales y los mormones).
Y volviendo a Egipto, hay que saber que el país está dividido desde hace siglos entre dos tipos de islam, el islam de los ríos y el del desierto. El primero es local, está arraigado en unos territorios, es adepto del culto de los santos y es más bien contemplativo, e incluso místico; el término sufí se aplica globalmente para ocultar sus infinitos matices. Por otra parte, el islam del desierto, propio de los nómadas, se basa en un diálogo directo con el Divino, con el Corán como único intermediario, pero tienen que ponerse de acuerdo sobre lo que quiere decir el Corán. Por tanto, aquellos a los que llamamos «terroristas islámicos» se enmarcan en una tradición muy arcaica que hoy en día defienden, en particular, unos imanes de Arabia Saudí. El anatema contra el terrorismo y sus formas políticas no describe ni explica demasiado, porque no se enmarca en la larga historia de los lugares y no tiene en cuenta la teología. Esta, no para todos los combatientes, pero sí para muchos, es un desafío tan real como podía serlo para los cristianos del siglo XVI. Asimismo, el hecho de oponer a los terroristas al Estado egipcio le concede a este una legitimidad que la mayoría de los egipcios, musulmanes o no, dudan mucho que tenga. Ese Estado es, ante todo, y peor que nunca con Al Sisi, una máquina de reprimir cualquier forma de libertad de expresión, religiosa y laica, y de enriquecer con miles de millones a la clientela del poder. Yo mantengo que este Estado egipcio es uno de los grandes responsables del islamismo moderno.
De hecho, hasta la década de 1950, Egipto se encontraba en vías de democratización y de liberalización, y su economía avanzaba a buen ritmo. Los integristas musulmanes, tal y como existían, se identificaban con los Hermanos Musulmanes, pero estos no practicaron la violencia hasta 1956, cuando Gamal Abdel Nasser, que temía su influencia política, ordenó que asesinasen a sus dirigentes. El mismo Nasser, el causante de la mayor parte de las patologías contemporáneas del mundo árabe, prosiguió la destrucción de la sociedad egipcia al expulsar a los burgueses, a los empresarios y a las minorías nacionales. Este Estado egipcio, que me veo tentado de calificar de Estado terrorista, ha sido un nido del islamismo, porque ha legitimado la violencia y ha brindado a las organizaciones musulmanas una oportunidad única de convertirse en el único recurso religioso, político y social contra la violencia oficial. Por tanto, el mariscal Al Sisi, con una extraordinaria continuidad, fomenta el islamismo que pretende combatir. Y nosotros, occidentales necios, creemos que debemos apoyar a Al Sisi; le financiamos para que perdure porque afirma que representa el Bien del Estado contra el Mal terrorista. Craso error por nuestra parte, del que sufrimos las amargas consecuencias. Y como apoyamos sin pensar y sin escrúpulos a los anti-islamistas, los islamistas se vengan de nosotros. Estamos convencidos de que se perpetúa una lucha mundial entre el islam y Occidente, cuando el verdadero enfrentamiento es entre musulmanes. Nosotros, los occidentales, no somos más que unos elementos secundarios en esta guerra de religión. Si de verdad se quiere acabar, en un futuro lejano, con el terrorismo islámico, se debería contribuir a la progresiva democratización del mundo árabe –como en Túnez– para conseguir que, en sus sociedades, los conflictos teológicos sean solo teológicos y no deriven en guerras civiles.
En nuestra época, los beduinos del Sinaí no llevan una existencia básicamente diferente de la de sus antepasados lejanos, ni muy alejada de la de los hebreos conducidos fuera de Egipto por Moisés; estos solo eran entonces una tribu casi como las demás. En Egipto ya existía una dictadura de hierro, y sin duda, el mariscal Al Sisi se imagina en sus sueños que es un faraón. El Sinaí es uno de los pocos sitios del mundo en el que los tiempos modernos no han transformado el paisaje y las costumbres. Por tanto, me parece extrañamente simbólico que, en ese desierto, y no en otro lugar, se haya perpetrado uno de los peores atentados que ha sufrido Egipto, en la mezquita de Bir al Abed, el pasado 24 de noviembre. ¿Será el terrorismo la undécima plaga de Egipto?
Siguiendo con la metáfora, señalaremos que la principal razón de este atentado, así como de los que le han precedido y de los que, inevitablemente, le seguirán, ha sido definir quién es Dios, a través de quién se expresa y quién posee la interpretación correcta de sus Mandamientos. Los musulmanes se destrozan unos a otros por estas preguntas igual que los hebreos peleaban a muerte en su época, y siguen peleando, pero con palabras. A título de recordatorio, la Iglesia católica ha luchado durante mil años contra lo que el Papa consideraba herejías, y no ha terminado del todo. Los protestantes, que no tienen Papa para volver a poner orden entre sus filas, también se mataron entre ellos con ferocidad, entre calvinistas y luteranos, y entre los partidarios de la gracia adquirida y los de la gracia recibida, durante dos siglos largos; esta disputa teológica terminó más o menos cuando los protestantes se repartieron el mundo entre obediencias, pero también con enfrentamientos que no han acabado (pienso en los evangelistas, los pentecostales y los mormones).
Y volviendo a Egipto, hay que saber que el país está dividido desde hace siglos entre dos tipos de islam, el islam de los ríos y el del desierto. El primero es local, está arraigado en unos territorios, es adepto del culto de los santos y es más bien contemplativo, e incluso místico; el término sufí se aplica globalmente para ocultar sus infinitos matices. Por otra parte, el islam del desierto, propio de los nómadas, se basa en un diálogo directo con el Divino, con el Corán como único intermediario, pero tienen que ponerse de acuerdo sobre lo que quiere decir el Corán. Por tanto, aquellos a los que llamamos «terroristas islámicos» se enmarcan en una tradición muy arcaica que hoy en día defienden, en particular, unos imanes de Arabia Saudí. El anatema contra el terrorismo y sus formas políticas no describe ni explica demasiado, porque no se enmarca en la larga historia de los lugares y no tiene en cuenta la teología. Esta, no para todos los combatientes, pero sí para muchos, es un desafío tan real como podía serlo para los cristianos del siglo XVI. Asimismo, el hecho de oponer a los terroristas al Estado egipcio le concede a este una legitimidad que la mayoría de los egipcios, musulmanes o no, dudan mucho que tenga. Ese Estado es, ante todo, y peor que nunca con Al Sisi, una máquina de reprimir cualquier forma de libertad de expresión, religiosa y laica, y de enriquecer con miles de millones a la clientela del poder. Yo mantengo que este Estado egipcio es uno de los grandes responsables del islamismo moderno.
De hecho, hasta la década de 1950, Egipto se encontraba en vías de democratización y de liberalización, y su economía avanzaba a buen ritmo. Los integristas musulmanes, tal y como existían, se identificaban con los Hermanos Musulmanes, pero estos no practicaron la violencia hasta 1956, cuando Gamal Abdel Nasser, que temía su influencia política, ordenó que asesinasen a sus dirigentes. El mismo Nasser, el causante de la mayor parte de las patologías contemporáneas del mundo árabe, prosiguió la destrucción de la sociedad egipcia al expulsar a los burgueses, a los empresarios y a las minorías nacionales. Este Estado egipcio, que me veo tentado de calificar de Estado terrorista, ha sido un nido del islamismo, porque ha legitimado la violencia y ha brindado a las organizaciones musulmanas una oportunidad única de convertirse en el único recurso religioso, político y social contra la violencia oficial. Por tanto, el mariscal Al Sisi, con una extraordinaria continuidad, fomenta el islamismo que pretende combatir. Y nosotros, occidentales necios, creemos que debemos apoyar a Al Sisi; le financiamos para que perdure porque afirma que representa el Bien del Estado contra el Mal terrorista. Craso error por nuestra parte, del que sufrimos las amargas consecuencias. Y como apoyamos sin pensar y sin escrúpulos a los anti-islamistas, los islamistas se vengan de nosotros. Estamos convencidos de que se perpetúa una lucha mundial entre el islam y Occidente, cuando el verdadero enfrentamiento es entre musulmanes. Nosotros, los occidentales, no somos más que unos elementos secundarios en esta guerra de religión. Si de verdad se quiere acabar, en un futuro lejano, con el terrorismo islámico, se debería contribuir a la progresiva democratización del mundo árabe –como en Túnez– para conseguir que, en sus sociedades, los conflictos teológicos sean solo teológicos y no deriven en guerras civiles.
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