El Español, Martes, 01/May/2018
Este próximo 5 de mayo se conmemoran los 200 años del nacimiento de Karl Marx en la ciudad alemana de Tréveris. Marx junto a Friedrich Engels elaboró las tesis del socialismo científico y los fundamentos filosóficos del materialismo dialéctico e histórico. Una vez popularizada su doctrina, adoptó su nombre: el marxismo.
Se da la circunstancia de que este importante aniversario coincide con un ramillete diverso de celebraciones, todas ellas teñidas de color bermellón: 170 años de la publicación del Manifiesto Comunista, obra escrita al alimón por los citados autores en 1848; 100 años de la creación del Ejército Rojo por Leon Trotsky en 1918, que significó la implantación del régimen soviético tras la aniquilación del Ejército Blanco en 1921, y, finalmente, 50 años de la revolución de los estudiantes franceses en mayo de 1968.
Cada una de las anteriores conmemoraciones sería por sí misma una excelente excusa para evocar alguna de las nociones fundamentales de este colosal sistema de pensamiento. Pero juntas, todas ellas, obligan a indagar un poco más sobre su realidad histórica, y preguntarnos qué queda de aquella doctrina que de manera fantasmagórica, según reconocieron sus creadores, primero recorrió Europa y luego asentó su poderío en medio planeta. Más aún cuando, después de la caída del muro de Berlín en 1989 y el posterior derrumbe de la URSS, algunos visionarios vaticinaron “el fin de la Historia” (Fukuyama dixit) y su desaparición definitiva.
Resulta que los pronósticos históricos casi nunca se cumplen, siendo éste sí, uno de los mayores errores que se pueden achacar al marxismo: su determinismo científico al defender que la lucha de clases era el único motor de la historia. Actualmente nadie con criterio sostiene la validez general del pensamiento marxista. Un ideólogo marxista contemporáneo de la importancia de Eric Hobsbawn ya sentenció que “Marx se equivocó en muchas cosas. Él creyó que la extensión de la clase obrera era un hecho determinante… revolucionaria en sí misma… Marx no podía prever el gigantesco avance que se ha registrado en el nivel de vida de los trabajadores”.
En realidad, las teorías marxistas ya se consideraron fracasadas una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, pero mucho más después del descalabro estrepitoso del llamado “socialismo real”. Ha ocurrido sin embargo que, como si fuéramos todos protagonistas de un nuevo microcuento de Monterroso, cuando despertamos, el comunismo todavía seguía aquí.
Llama la atención, por tanto, no la resurrección y sí la tenacidad de esta doctrina. Aunque sus signos vitales sean, eso sí, muy débiles. Sin embargo, lo que para muchos resulta incomprensible, no lo sería tanto si acudieran al pensamiento de Marx como un método válido, una plantilla para la descripción y el entendimiento de los conflictos que se dan en el presente y permanecerán en el futuro de la humanidad.
La importancia de Marx se encuentra en la necesaria labor recopiladora que realizó al exponer y detallar las causas de la situación de injusticia y enfrentamiento en la sociedad de su época. Y su gran fracaso fueron sus profecías y proyecciones. Aunque muchos de sus seguidores intenten reactivar su mecano ideológico, reclamando al menos la vigencia del joven Marx, lo viejo y errado no suele generar nada bueno.
Y es aquí, en sus comienzos, donde pueda estar el error de planteamiento y, quizá, el posterior horror de aplicación de su doctrina. En ese jovencísimo Marx que ya planteó su primera crisis dialéctica “unidad y lucha de contrarios” en la admiración y el rechazo que le produjo el sistema filosófico de Hegel. Ahí, en su partida de nacimiento intelectual, encontramos su tesis doctoral presentada en la Facultad de Filosofía de Jena, a los veintitrés años, sin defensa oral, sobre la “Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y en Epicuro”, que puede quedar resumida en el axioma de que fuera de la materia no existe nada, y es a través del conocimiento y la experiencia de la realidad como se puede alcanzar la felicidad, única finalidad de la existencia humana.
Marx, por tanto, cree únicamente en la materia, cuya cúspide es el hombre (de ahí el carácter humanista de su doctrina), eso sí: sin trascendencia metafísica y sin interioridad libre. Para el marxismo, la libertad no es una realidad unida al hombre. Sí, en cambio, es una lucha, una conquista, una liberación. En definitiva, una finalidad. Y es, en esta perspectiva liberadora contra la injusticia, la opresión y la esclavitud, como el marxismo se configuró como una religión positiva, secular o científica, donde el paraíso, la Gloria, esto es, la supresión de la alienación y de la plusvalía (consecuencia de la “acumulación originaria” pecado original de la explotación según Marx), se debían alcanzar mediante el seguimiento de un nuevo Mesías, un agente liberador, encarnado en el partido comunista de entonces (vanguardia del proletariado) o en los movimientos populistas de ahora (vanguardias modernas de las nuevas realidades identitarias reprimidas).
Es ante esta nueva realidad del siglo XXI de las “identidades colectivas” donde el neomarxismo quiere volver a plantear la batalla. Y, en parte, lo está consiguiendo. Estas filiaciones globales (feminismo, nacionalismo, gente, género y, por añadidura, cualquier grupo social que se sienta desfavorecido) son las protagonistas de la nueva dialéctica de confrontación entre los de arriba y los de abajo, entre los buenos y los malos, entre los explotadores y los explotados.
Esta confrontación se ha hecho más evidente tras la crisis financiera de 2008, las tropelías de un capitalismo financiero sin límites y unos Estados que se autodenominan sociales y de Derecho pero que han sido incapaces de regular primero, reprimir después y solucionar, finalmente, los desmanes de un modelo financiero anárquico que tras su crisis -sirva de ejemplo el caso de España- llegó a dejar en nuestro país un 26% de paro en su población activa.
Marx pudo equivocarse en la interpretación absoluta que dio a su tesis sobre la “acumulación originaria” pero hay que reconocerle que acertó en su vaticinio de hacia dónde nos llevaba el acopio del capital: hoy, son 85 personas las que acumulan tanta riqueza como la que posee la mitad más pobre de la población mundial.
Por eso el problema sigue existiendo. Y la solución sigue siendo política y económica. Quizá alguna de las anteriores reivindicaciones de identidad del nuevo populismo de izquierdas tenga su antecedente en los movimientos contraculturales de mayo del 68. Pero todas ellas responden más a planteamientos de ingeniería social que de reivindicación política. Por eso no preocupan ni al capitalismo ni a los poderes financieros. La liberación sexual, el consumo indiscriminado de drogas, las ideologías de género son todas ellas formas muy epicúreas y hedonistas (marxistas) de entender la vida, y han sido asimiladas y reconducidas por el poder económico que hoy incluso las reclama como suyas a través de sus spot publicitarios para vendernos el último modelo de coche o las zapatillas deportivas más cool. Eso sí, fabricadas en Asia en condiciones de absoluta explotación.
Quizá, por ello, haya que cambiar de perspectiva y centrar el problema en donde siempre estuvo: en la concepción del hombre como centro de todo el sistema. El hombre como lo consideró Ortega, al discernirlo dentro de sus circunstancias. La realidad produce situaciones injustas pero el hombre actuando en sociedad puede corregirlas. El monstruo ya no es el marxismo ni el comunismo como fracasada utopía política, por muchos motivos que haya para seguir señalando sus equivocaciones.
La bestia moderna se nos presenta hoy en el cambio antropológico que estamos sufriendo provocado por las revoluciones tecnológicas y el capitalismo financiero que, ambos dos, alteran las conciencias y la existencia global de los seres humanos. Como ha señalado el profesor Dalmacio Negro, solamente se puede hacer frente a este dominio desde una concepción liberal del hombre y de la sociedad. Únicamente en el control y los límites del poder se encuentra la solución.
Es, por tanto, otra dialéctica la que hay que utilizar. En este caso no materialista. Se trata del conflicto existente entre el humanismo (el hombre) y el poder (político y económico). Como ya lo apuntaron los padres fundadores del liberalismo. Y esta tensión, entre la libertad de los hombres y el poder, debe resolverse a favor de la libertad. Una libertad que es consustancial a todos los hombres: la libertad que está en la naturaleza del género humano. La libertad ontológica, a nativitate del hombre. Precisamente aquella en la que no creía Karl Marx.
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