Robert Kennedy 1968: el asesinato del icono progresista/ Ignacio Uría es profesor de Historia contemporánea de la Universidad de Navarra e investigador sénior del Cuban Studies Institute (Miami, EU).
EL País, Martes, 05/Jun/2018;
22 de noviembre de 1963, asesinato John F. Kennedy, 46 años. 21 de febrero de 1965, asesinato de Malcolm X, líder de los musulmanes negros, 40 años. 4 de abril de 1968, asesinato de Martin Luther King, líder del movimiento por los derechos civiles, 39 años. En apenas un quinquenio, un presidente y dos líderes sociales habían muerto violentamente. El país de la libertad se desangraba en Vietnam y también en los guetos, campo de batalla de los choques raciales. El pacifismo, la contracultura hippie y los miles de muertos del sudeste asiático ponían en jaque el modo de vida americano.
Aún traumatizados por el magnicidio de JFK, los demócratas habían encontrado un gran candidato en su hermano Robert Kennedy para las elecciones de 1968. Todo apuntaba a que iba a ganar las primarias de su partido y, salvo catástrofe, los comicios de ese año.
6 de junio de 1968. Después de vencer en California, un palestino cristiano llamado Sirhan Sirhan le disparó cinco veces. ¿El motivo? El apoyo de Kennedy a Israel después de la guerra de los Seis Días. Bobby tenía 42 años y era el icono de la izquierda liberal. Hoy se cumple medio siglo de ese asesinato, punto de inflexión de la tragedia política norteamericana de la década de los sesenta.
Bajito y tímido, fue un estudiante mediocre y tampoco destacó en los deportes. Pasó por media docena de colegios, donde apenas dejó huella como un tipo solitario y gruñón. Sus hermanos mayores lo llamaban nenaza (sissy) , pero el clan apreciaba dos de sus cualidades: la lealtad y el tesón. Con los años, su hermano John confió en él y lo tuvo a su lado como consejero. Bobby era extremadamente discreto y nunca dejó de admirarle. Solo importaba el éxito de los Kennedy, una familia capaz de actuar al margen de la ley cuando era necesario. Al fin y al cabo, su padre Joe Kennedy había hecho su fortuna traficando con alcohol durante la prohibición y especulando durante la Gran Depresión.
Las convicciones religiosas y su anticomunismo acercaron a Bobby al senador McCarthy, también católico. McCarthy solía visitarles porque era amigo del patriarca y le ofreció trabajar para él. Pese a que pronto abandonó el equipo, Bobby permaneció en el Senado y consiguió entrar en el comité que investigaba el control de la mafia en los sindicatos del transporte. De la noche a la mañana, se convirtió en un personaje nacional por sus feroces interrogatorios a Jimmy Hoffa, el líder estibador sospechoso de corrupción. Se trataba de la ofensiva más amplia contra el crimen organizado jamás vista y el implacable Robert Kennedy era el ejecutor.
Abandonó el Senado en 1960 para dirigir la campaña electoral de su hermano contra Nixon y también una incipiente carrera literaria impulsada por el éxito de su libro sobre la corrupción sindical. La ajustadísima victoria de John Kennedy sobre Nixon (poco más de 100.000 votos sobre un censo de 63 millones de votantes) elevó a Bobby al cargo de fiscal general, equivalente a ministro de Justicia. En ese puesto ordenó las escuchas a Luther King y respaldo el plan de la CIA para asesinar a Fidel Castro. Desde entonces, la revolución cubana se convirtió en una de sus obsesiones.
Durante los trece días de la crisis de los misiles de Cuba, en octubre de 1962, Bobby Kennedy jugó un papel esencial. Al comienzo, se comportó como un halcón alineado con la cúpula militar, pero la posibilidad cierta de que estallara una guerra nuclear moderó su posición hasta convertirlo en un negociador. A los 36 años, también Bobby podía evolucionar… salvo que se tratara de la fidelidad familiar. Esto le hizo cometer errores que luego lamentaría, como mentir para encubrir la agitada vida nocturna del presidente o enfrentarse al director del FBI, J. Edgar Hoover. Era capaz de justificarlo todo con tal de proteger a su hermano.
El asesinato de JFK en Dallas sumió a Bobby en una depresión. Había dedicado toda su vida a ser su escudero y ahora había muerto. El magnicidio marcó un antes y un después en su existencia, replanteándose profundamente para qué estaba en política. Continuo unos meses como fiscal general, pero sus desavenencias con el nuevo presidente, Lyndon Johnson, le empujaron a dimitir. Al año siguiente, se presentó a senador por Nueva York. Ganó el escaño.
Su campaña de 1968 para ser candidato presidencial recogió parte del legado de la doctrina de la Nueva Frontera de su hermano (fondos federales para la educación, atención médica para la tercera edad, aceptación del déficit presupuestario…) y también de la Gran Sociedad de Johnson (erradicación de la pobreza, fin de la discriminación racial, seguros de salud públicos…). Para entonces, ya se le consideraba la gran esperanza del Partido Demócrata, literalmente desguazado por su apoyo a la guerra de Vietnam.
Sin embargo, ni por carácter ni por convicción se le puede encuadrar en el progresismo clásico. Al menos eso afirma el filósofo Michael Sandel, que acaba de conseguir el Princesa de Asturias de Ciencias Sociales. El pensamiento político de Bobby tenía un profundo sentido moral, lo que le convertía en más conservador que la mayoría de sus votantes en algunos asuntos. Por ejemplo, en su defensa de la familia o su posicionamiento ‘provida’. En otros campos, sin embargo, era mucho más radical, como en la extensión de los derechos civiles o el pacifismo. Esto le permitió conseguir el voto de los universitarios anti-Vietnam junto con el de los obreros industriales o la minoría negra. Él se dirigía al mismo tiempo y con éxito a los dos extremos de la frustración social, lo que le permitió apelar al país con cuestiones muy actuales: la desconfianza hacia el Gobierno, la pérdida de los valores democráticos o la falta de compromiso ciudadano.
Por otra parte, consideró la violencia y el desempleo como problemas cívicos y no solo de seguridad o economía. La delincuencia por ejemplo no suponía solo una amenaza para las personas y propiedades privadas, sino que deterioraba el espacio público, tanto físico como social. El paro por su parte rompía los vínculos del desempleado con la comunidad al comenzar esta a verlo como improductivo. Esa separación dejaba a las personas en manos del mercado y terminaba por deshumanizarlas, debilitando unas comunidades que tardarían décadas en recuperarse. Un discurso socialmente más moderno que el de su propio hermano. En pocos años, el mundo era diferente.
Bobby Kennedy consideraba que podía cambiar las cosas y que cada generación construía su propia historia. Pensaba sinceramente que no podía construirse una nueva sociedad de espaldas a los pobres, los inmigrantes, los negros y latinos. Todas las minorías, incluidas por supuesto las religiosas, debían participar en la construcción de un futuro mejor. En la presentación de su candidatura afirmó: «Este país lleva un rumbo peligroso y me siento en la obligación de hacer todo lo que pueda para cambiarlo».
El cambio que pretendía Robert Kennedy no llegó porque tres balas acabaron con su vida. Ocurrió en el Hotel Ambassador de Los Ángeles, donde había celebrado la victoria en las primarias de California, estado clave para conseguir la nominación. La primera persona en socorrer a Kennedy fue un camarero de 17 años de origen mexicano. La fotografía que recoge ese instante es un símbolo poderoso. A él le dirigió sus últimas palabras: «¿Están todos bien?». De inmediato, llegó su esposa Ethel, embarazada del undécimo hijo. Ella le puso un rosario en las manos.
Robert Kennedy murió en la madrugada del 6 de junio. Nadie volvería a ejercer una influencia tan profunda sobre un presidente. Sin embargo, la ambición política y el peso del poder se habían cobrado un precio demasiado alto. ¿Qué hubiera ocurrido en los Estados Unidos con Bobby Kennedy en la Casa Blanca? Nunca lo sabremos. La única certeza es que ningún otro Kennedy volvió a intentar ser presidente.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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