The New York Times, 4/Jun/2018
Andrés Manuel López Obrador, el candidato a la presidencia de México al frente de la coalición Juntos Haremos Historia, se dirige a sus seguidores en Zitácuaro, Michoacán, en un mitin el 28 de mayo de 2018. Reuters
En una cantina de moda en Ciudad de México, la coordinadora de campaña del candidato del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), Tatiana Clouthier, encantaba a la audiencia joven y de clase media con su estilo franco y desenfadado. Clouthier le ha dado una cara fresca al modo más bien tosco y jactancioso de su jefe, Andrés Manuel López Obrador, el aspirante con mayores posibilidades de ganar las elecciones presidenciales en México. Hija de un excandidato a la presidencia, es parte de una familia de empresarios, también es integrante de la élite de la ciudad de Monterrey, uno de los centros industriales más ricos del país. Esa noche, hace unas semanas, contaba que después de acercarse a López Obrador, mejor conocido como AMLO, y romper con el Partido Acción Nacional (PAN), se había dado a la tarea de hacer proselitismo a su favor entre la élite del norte del país y más tarde se convirtió en la coordinadora de la campaña.
Días después de la reunión, el periódico El Financiero publicó una encuesta que le daba una ventaja de veinte puntos a López Obrador en las preferencias electorales. No era la primera vez que AMLO aparecía de puntero. Lo revelador de la encuesta era que el candidato había conseguido crecer la intención de voto precisamente entre los electores del norte, que normalmente optan por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), de centro, o el PAN, a la derecha.
A un mes de las elecciones, la llegada de López Obrador a la presidencia parece inevitable. Las circunstancias lo favorecen de tal manera que parece que su gran problema será el tamaño de su éxito. La encuesta del despacho de opinión pública Parametría lo coloca con el 54 por ciento de la preferencia efectiva y otras mediciones recientes, como la de Consulta Mitofsky, sugieren que su coalición, Juntos Haremos Historia, se llevará también el Congreso. México podría estar a las puertas de un replanteamiento de su mapa político comparable con el ascenso de Margaret Thatcher o Ronald Reagan en sus respectivos países, o con la llegada de Carlos Salinas de Gortari; personalidades que realinearon las alianzas políticas y las prioridades nacionales, con un entorno internacional también cambiante.
AMLO es una ave rara en la política mexicana, tiene un largo recorrido como líder social. Comenzó su carrera como delegado del Instituto Nacional Indigenista de Tabasco. Luego coordinó la campaña del gobernador priista Enrique González Pedrero, quien tras ganar lo nombró líder del PRI local. Salió expulsado del partido por tratar de democratizar las bases. En 1988 se unió al movimiento político contra la candidatura de Carlos Salinas de Gortari, que desembocó en la fundación del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Fue el presidente del nuevo partido en Tabasco y ganó notoriedad nacional al encabezar numerosas marchas contra los fraudes electorales en su estado.
Más tarde, López Obrador presidió el PRD. Con él al frente el partido ganó varias gubernaturas, escaños en el Senado y la Cámara de Diputados, y llevó a Cuauhtémoc Cárdenas a la jefatura de gobierno de Ciudad de México, entonces Distrito Federal.
En el año 2000, como resultado del mismo proceso electoral que terminó con setenta años de hegemonía del PRI, López Obrador ganó las elecciones para jefe de gobierno de la capital del país. Ese fue un periodo muy importante en la historia política de López Obrador porque logró poner en práctica algunas de sus ideas más cercanas: disciplina financiera y política de austeridad que le permitieron echar a andar una política social amplia, cuyo programa más famoso son las transferencias monetarias a los adultos mayores.
En 2003 se había convertido en el político más popular del país, con unos niveles de aprobación de alrededor del 80 por ciento. El presidente Vicente Fox trató de descarrilarlo al promover un juicio de desafuero contra él, pero la treta resultó burda y terminó fortaleciendo al jefe de gobierno. Cientos de miles de personas salieron a las calles en su favor para cuestionar el proceso. Su carrera a la presidencia en las elecciones de 2006 parecía indetenible.
El estilo político de López Obrador contrasta con el perfil tecnocrático de José Antonio Meade y Ricardo Anaya, los candidatos del PRI y el PAN: conecta bien con su electorado, que no solo está en las clases populares, sino también entre los jóvenes y los sectores más educados de la sociedad, y tiene una gran capacidad de dominar la conversación pública.
AMLO defiende algunos valores de la izquierda, como la preocupación por la desigualdad y la pobreza y la convicción de que es necesaria una mayor presencia del Estado en la economía para fortalecer el mercado interno. También cree en la austeridad de la burocracia y la probidad de los políticos; él mismo se presenta como una encarnación de ambas virtudes. Es un cristiano al que no le preocupa especialmente la política de género, como los derechos reproductivos o de las minorías sexuales. Es un nacionalista, descree de las fórmulas políticas y económicas impuestas desde fuera y piensa que las soluciones están en la historia de México, lo que también lo convierte en un mitógrafo audaz. Como muchos otros populistas, dice tener una conexión directa con el pueblo y en varias ocasiones ha usado su capacidad de movilización como su mejor argumento.
Esta es la tercera vez que López Obrador se postula a la presidencia. En 2006, también iba a la cabeza de las preferencias, pero cometió errores y fue objeto de una campaña que lo mostraba como un peligro para México. La comparación con el difunto líder venezolano Hugo Chávez hizo efecto y López Obrador perdió por un estrecho margen.
Cuestionó el resultado electoral y acusó a las élites políticas y económicas de haberse coludido en su contra. Durante varias semanas montó protestas que paralizaron parte de Ciudad de México y se proclamó presidente legítimo. La jugada consumió buena parte de su capital político: fue percibido como un líder caprichoso e irrespetuoso de las formas democráticas. Pero, con una tenacidad singular en México, ha reconstruido su camino hacia la silla presidencial.
En 2012, luego de la derrota frente a Enrique Peña Nieto, el fotogénico candidato del PRI, López Obrador abandonó el PRD para formar Morena, que en menos de tres años se convirtió en la alternativa al histórico PRI y al PAN.
Para ampliar su coalición política y asegurar los votos que lo lleven a la victoria, López Obrador ha pactado con numerosos actores políticos: líderes sindicales corruptos, representantes de la extrema derecha y figuras recién llegadas a la política. Por ejemplo, el candidato de Morena para la gubernatura de Morelos, en coalición con el Partido Encuentro Social (PES), es Cuauhtémoc Blanco, un exfutbolista oportunista y cínico, quien también encabeza las encuestas en su estado.
El PES, que espera quedarse con por lo menos cincuenta diputados en la cámara y decenas de alcaldías, es un partido evangélico que se opone a la legalización del aborto y el matrimonio igualitario, dos banderas de la izquierda en el resto del mundo. Se trata de una alianza pragmática, como las que hicieron Dilma Rousseff y Lula da Silva, que les dieron votos, pero también sirvieron para abrir la puerta a estos movimientos confesionales.
Además de su pragmatismo, esta vez lo ayuda que la impopularidad del gobierno actual es enorme: el hartazgo de la sociedad mexicana con la corrupción, el estancamiento económico y la escalada de la violencia criminal en el sexenio de Peña Nieto hacen que López Obrador sea visto como la única alternativa de cambio.
El PAN y el PRI tampoco se aliarán esta vez para enfrentarlo.
Así que, después de dieciocho años de prepararse para este momento, Andrés Manuel López Obrador se encuentra frente a una oportunidad histórica. Ha dicho que su llegada a la presidencia prepara una cuarta revolución en la historia de México; desde su punto de vista las tres revoluciones anteriores fueron la Independencia, las reformas liberales del siglo XIX y la Revolución mexicana. Esta cuarta revolución promete un gobierno nacionalista, austero y que combata la corrupción y la desigualdad. También busca impulsar una serie de enmiendas constitucionales para modificar la reforma energética, eliminar el fuero de los funcionarios públicos e introducir mecanismos de democracia directa, como el referéndum para revocar el mandato del presidente cada tres años. López Obrador es el único mexicano que se compara con héroes de la historia política mexicana como Benito Juárez, Francisco I. Madero y Lázaro Cárdenas, que es como decir que encarna a Washington, Lincoln y Eisenhower.
Muchos mexicanos deseamos sinceramente un cambio, creemos que el país no puede soportar más desigualdad, corrupción y violencia. Pero también tenemos dudas legítimas sobre la soberbia de AMLO, su elevada concepción de sí mismo como autoridad moral, su entendimiento de los problemas complejos y las alianzas que ha trabado para asegurarse la presidencia.
En estas elecciones López Obrador ha intentado presentar una cara más moderada para ganarse al sector empresarial. Nombró como coordinador del programa de gobierno a Alfonso Romo, un conocido empresario de Monterrey, y presentó hace unos meses a quienes serán los miembros de su gabinete, un grupo plural, con una estricta igualdad de género (ocho hombres y ocho mujeres) donde se encuentran representantes de sectores empresariales, líderes sociales y un equipo económico con posgrados en el extranjero.
Ese equipo promete una política fiscal responsable, el control de la deuda externa —que en 2017 alcanzó un nuevo récord— así como ahorros en el gasto corriente —recortarán un tercio de los puestos de la alta burocracia del país—. Esta fórmula, que implantó en Ciudad de México, contradice la leyenda negra que lo compara con los gobiernos de izquierda en América Latina que han endeudado a sus países hasta el punto del colapso.
Una preocupación añadida en estas elecciones es cómo enfrentará el próximo gobierno a un bully en la Casa Blanca, defender al mismo tiempo a los connacionales que han emigrado a Estados Unidos y continuar una relación económica vital para México. El candidato y su equipo han declarado que apoyan el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y que si la renegociación sigue cuando lleguen al gobierno, continuarán trabajando desde las bases del equipo anterior, pero tratando con los gobernadores de los estados del vecino del norte que tienen más intercambio comercial con México.
Durante el segundo debate presidencial, el 20 de mayo, que trató sobre asuntos exteriores y la relación con Estados Unidos, López Obrador repitió que la mejor política exterior es la política interior. Esto significa que prefiere concentrarse en la solución de los numerosos problemas que aquejan al país antes que tratar de intervenir en los problemas regionales. Pero también expresa la fe en que la relación con la Casa Blanca será automáticamente más respetuosa simplemente porque él y su gobierno tendrían mayor autoridad moral que el corrupto gobierno de Peña Nieto.
Presentarse a sí mismo como autoridad moral le consigue muchos apoyos, pero también le impone límites a su esfuerzo de moderación y lo pone en contradicción con algunas de sus alianzas más pragmáticas.
Hace poco, el sector empresarial lo confrontó por su insistencia en cancelar la construcción del nuevo aeropuerto de Ciudad de México, estimada en 13.300 millones de dólares. López Obrador empujó la idea de que era un proyecto costoso, que ha generado corrupción y dijo que tenía una solución más económica. Aunque luego dijo que cancelar la obra no era una decisión final, su postura desató una ola de acusaciones entre él y las organizaciones empresariales. Con un tono familiar de superioridad moral, el candidato ha dicho que ciertos empresarios forman una “mafia en el poder” y se sienten “los dueños de México”. Ellos han publicado desplegados en los periódicos protestando por el trato y algunos capitanes de industria han comenzado campañas públicas y abiertas para que la gente no vote por él.
Recientemente, AMLO retomó la senda de la moderación. Una de las principales cadenas de televisión lo visitó en su casa y lo presentó como un hombre austero, cristiano y con una esposa inteligente y encantadora, lo cual demuestra que esta vez ni siquiera las élites están de acuerdo sobre su radicalismo ni los medios más poderosos, como Televisa y Tv Azteca, se le oponen.
Si atendemos a su paso por Ciudad de México, es probable que como presidente mantenga una política fiscal responsable, intente una gestión austera, combata la corrupción y amplíe la política social, pero también que movilice a sus bases para combatir a sus enemigos, divida al mundo en buenos y malos y eche mano de estrategias de consulta popular directa para saltar trabas legales.
Si gana la presidencia, y también la mayoría en el Congreso, acelerará las enmiendas constitucionales. Su éxito revive el dilema que asusta a tantos mexicanos: si López Obrador será el presidente del cambio o el caudillo de la cuarta revolución mexicana...
.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario