Rusia, el vecino difícil/Erika Fatland es escritora y antropóloga autora de La frontera (Tusquets).
Traducción de Carmen Freixanet.
Georgia
Grandes letreros azules anunciaban en ruso, georgiano, e incluso en inglés que nos hallábamos junto a la frontera de Osetia del Sur. Una ancha alambrada de espino marcaba claramente la delimitación de la frontera entre Georgia y aquella república independiente. Un hombre de edad, vestido con ropa sencilla y sucia de trabajo, se acercó a la valla.
—Tienen diez minutos como máximo —informó uno de los soldados georgianos que me habían escoltado hasta la frontera—. Los rusos nos vigilan. Dentro de muy poco estarán aquí.
El hombre se presentó como Dato Vanishvili, y de inmediato comenzó a contar su historia:
—¡Me desperté una mañana, ahora hace cinco años, y la alambrada estaba aquí! Originalmente la frontera se hallaba a unos cien metros más arriba, pero hace unos años la movieron y ¡ahora mi casa está en Osetia del Sur!
Osetia del Sur es una de las cuatro repúblicas separatistas que surgieron a raíz de la disolución de la Unión Soviética. Después de la guerra entre Georgia y Rusia en 2008, Moscú ha ejercido un control absoluto sobre esta república y ya no es posible entrar al país por el lado georgiano, a pesar de que el territorio osetio pertenece de iure a Georgia.
La guerra terminó hace mucho, pero el tira y afloja continúa sin ruido, al amparo de la noche. Cada año la alambrada fronteriza se desplaza, aquí y allá, unos cientos de metros hacia el interior de Georgia, con las autoridades georgianas como testigos impotentes. Y como siempre, son los ciudadanos corrientes los sacrificados en el altar de la geopolítica.
—¿Qué puedo hacer? —se preguntó Dato Vanishvili desesperado al otro lado de la alambrada—. Mi mujer está enferma, por eso no podemos trasladarnos, y aquí no recibe asistencia. Esto no es vida. ¿Quizá el suicido sea la solución?
Kazajistán
Como muchos otros pueblos de Kazajistán, Poperechnoye estaba casi abandonado. Solo algunas mujeres mayores y un puñado de inveterados jóvenes se mantenían firmes en el lugar. Uno de ellos, Borís, un tipo alto y ancho de espaldas como un oso, nos invitó a tomar té:
—Mi madre no está en casa, así que lo siento, pero no tengo mucho más para ofreceros —dijo, y agitó sus enormes manos a modo de disculpa.
—¿A cuántos kilómetros estamos de la frontera rusa? —pregunté.
—A treinta y ocho kilómetros —respondió sin vacilar—. De hecho, hasta justo antes de la revolución este territorio formaba parte de Rusia —continuó diciendo con entusiasmo—. Aquí no había kazajos antes de que los rusos llegaran, históricamente este territorio no es kazajo, de ningún modo. Sin embargo, tenemos que aprender kazajo en la escuela, y, si queremos tener trabajo en la administración, tenemos que hablarlo con fluidez. Pero ¿por qué diablos tengo yo que aprender kazajo? ¡Aquí solo viven rusos!
Durante la campaña de las “tierras vírgenes” auspiciada por Nikita Jruschov en la década de 1950, fueron tantos los rusos que se trasladaron a Kazajistán para cultivar tierras que los kazajos pasaron a ser minoría en su propio país. Sin embargo, resultó que las tierras salinas y secas de las estepas eran difíciles de cultivar y, en la actualidad, los kazajos vuelven a ser mayoría y los étnicamente rusos representan menos del 20 por ciento de la población. Para destacar el cambio en la balanza étnica, y como una clara indicación de la dirección que el moderno Kazajistán desea tomar, las autoridades han decidido que en 2025 el idioma kazajo ya no se escriba con el alfabeto cirílico sino con el latino.
En cambio, con la geografía los gobiernos no pueden hacer nada. Ningún otro país tiene una frontera tan extensa con Rusia. De puertas afuera, el Gobierno kazajo finge que la anexión de Crimea y la guerra en el este de Ucrania no ha cambiado ni un ápice su relación con Moscú, pero calladamente, durante los últimos años, han ofrecido incentivos a los habitantes étnicamente kazajos para que se establezcan en las zonas fronterizas con Rusia.
Por si acaso.
Ucrania
El Día Internacional de la Mujer fui invitada a casa de un soldado ruso, en Donetsk, la república separatista más joven del mundo:
—Cuando me enteré de lo que sucedía en Crimea, fui allí para echar una mano —me explicó él—. Voy a los lugares donde los rusos se ven amenazados. Yo estoy aquí como voluntario, toma nota. Nadie me paga.
—¿Por eso fuiste al este de Ucrania, para ayudar a los rusos amenazados? —le pregunté.
—A ver, dime, ¿qué es “Ucrania” en realidad? —replicó Linar retóricamente, sin esperar respuesta—: ¡Exacto, no existe ninguna Ucrania! La gente de aquí se llama ucraniana, pero en realidad es rusa. Hay dialectos rusos que son difíciles de entender. El ucraniano es uno de ellos.
Las Repúblicas Populares de Dombás y Lugansk se declararon independientes del resto de Ucrania el 12 de mayo de 2014, apoyadas por soldados rusos, voluntarios o no.
Al principio, muchos creyeron que esos territorios quedarían integrados en Rusia como pasó con Crimea, que había sido anexionada ese mismo año, pero ahora parece más plausible que Donetsk y Lugansk acaben como Transnistria, Abjasia y Osetia del Sur: dos repúblicas separatistas, parias internacionales, no reconocidas por nadie, salvo por ellas mismas de forma recíproca, y que se han convertido en un dolor de cabeza permanente para el Gobierno de Kiev, algo que ha sido siempre el objetivo de Rusia.
Hasta el momento, más de trece mil personas han perdido la vida en la guerra del este de Ucrania y cuando el conflicto entra en su octavo año, una solución permanente parece estar todavía muy lejos.
Cualquiera que haya experimentado lo que significa tener un vecino de naturaleza intratable y obstinada sabrá que, en el mejor de los casos, solo cabe esperar una especie de neutralidad armada que permita finalmente un saludo reservado por encima del cercado. Pero la paz real solo se consigue cuando el vecino se va.
Los países no pueden moverse de sitio y Rusia mucho menos que ningún otro. En los primeros años que siguieron al golpe de Estado de 1991, en Occidente existía una tendencia a infravalorar el sentimiento de pérdida de poder y prestigio de los rusos, junto a una obstinada ambición imperialista, muy arraigada y antigua en el pensamiento geopolítico ruso.
Tras dos décadas con Vladímir Putin en el poder, las relaciones entre el Este y el Oeste se han enfriado considerablemente.
La región del Báltico y el resto de países
—Si vienen los rusos, huyo al bosque para combatir —La muchacha me miró fijamente—. El arma está preparada. Estoy dispuesta a sacrificar mi vida por la libertad de Letonia.
Nadie ayudará a los kazajos si el Kremlin decide apropiarse de una parte de Kazajistán, así como tampoco nadie dio un paso para ayudar a los georgianos en la guerra contra Rusia en 2008, ni tampoco nadie se implicó en la del este de Ucrania; pero la situación de los países bálticos es otra. En la década de 1990, estos países se convirtieron en miembros de la Unión Europea, y de la OTAN a principios de la década del 2000. Por eso, un ataque ruso a los países bálticos es muy improbable.
Sin embargo, la gente tiene miedo. Viven a la sombra del gran hermano del este y, a intervalos regulares, escuchan ruido de sables en forma de dilatados ejercicios militares al otro lado de la valla fronteriza. Además, gran parte de la población de Estonia y Lituania es rusa, forma parte del rysskij mir, del mundo ruso, que Putin tiene permiso para defender.
A pesar de que han transcurrido treinta años del hundimiento de la Unión Soviética, en Moscú nunca han dejado de considerar las repúblicas soviéticas perdidas como el patio trasero de Rusia. Los peor posicionados son los vecinos que no tienen amigos poderosos o una gran alianza militar que les cubra las espaldas.
Son la mayoría de ellos y están solos.
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