Adiós al CIDE/Ugo Pipitone
A las nuevas autoridades del CIDE se les escapa el significado antiguo de la palabra universidad y yo evitaré explicárselo: una tarea fatigosa e inútil
El Universal, 07/06/2022
35 años. Ese es el tiempo que he pasado en el Centro de Investigación y Docencia Económicas. Y ahora que ese tiempo ha concluido no sé qué decir, pero algo necesito decir para cerrar la puerta a mis espaldas. Una puerta que, en realidad, nunca podré cerrar del todo por la deuda que tengo hacia una institución que ha sido muy generosa conmigo. Algunos dirán que demasiado. Trataré de evitar el patetismo asociado a las separaciones, lo que sería tan fastidioso como risible en un país donde se asesinan un centenar de personas cada día, donde la mitad de la población vive en pobreza y donde a la bestialidad de los narcos corresponde la culpable impotencia de un Estado que no sabe serlo. En medio de esta tragedia nacional, las aflicciones particulares de un académico valen menos que el papel en que están escritas. Y, sin embargo, mi personal recorrido por el CIDE es lo que tengo y tal vez -sólo tal vez- valga la pena hacer un ejercicio de memoria en los momentos en que la institución enfrenta el mayor reto de su historia.
Comienzo por el final. Acabo de dejar el CIDE y detrás de esta decisión hubo dos razones. La primera es que soy un anciano que hace tiempo ha cruzado la frontera de la edad de la jubilación. La segunda -más importante para mí- es que una institución que demoró décadas para adquirir su prestigio (en México y fuera de él) ha comenzado a torcer su rumbo en nombre del voluntarismo ideológico de su nuevo director que se siente encargado de la misión redentora de una institución “conservadora” y “neoliberal”. En nombre del pueblo, naturalmente. Nuestro país está plagado de redentores.
A las nuevas autoridades del CIDE se les escapa el significado antiguo de la palabra universidad y yo evitaré explicárselo: una tarea fatigosa e inútil. Es obvio que en un centro de estudio plural (que no es un templo consagrado a alguna creencia trascendental) hay también fragmentos de cultura neoliberal. ¿Y entonces? ¿Es legítimo descalificar in toto una institución por eso? Abramos un breve paréntesis. Si nos limitamos a la economía como disciplina científica, en todas las universidades del mundo se estudia una microeconomía cuyos fundamentos tienen más de un siglo y medio de historia. Yo creo que estos cimientos están asociados a ideas envejecidas y a postulados inconsistentes, pero todavía no tenemos una microeconomía que no se base en la soberanía del consumidor, las utilidades marginales y las elecciones racionales. En este terreno, habrá que reconocer, tenemos un retardo en el pensamiento económico universal. ¿Qué hacemos entonces? ¿Eliminamos -en nombre de una pureza ideológica que no puede convertirse en un paradigma científico alternativo- una parte esencial del pensamiento económico que, además, define el lenguaje de la economía a escala mundial? Con el mismo criterio deberíamos extirpar el estudio de las ciencias sociales en las cuales persistan resabios de un antiguo positivismo. ¿El hecho que en el CIDE haya algunos estudiosos ligados a un antiguo liberalismo económico nos convierte en una institución neoliberal? Sólo un exaltado o alguien en mala fe, puede saltar a esta conclusión. Sin embargo, esa impostura tiene una precisa racionalidad política, la de otorgar un (risible) pretexto a la operación de desmontar un centro de estudios de calidad y plural.
En el curso de los últimos veinte años el CIDE ha publicado más de 200 libros, y sería suficiente recorrer el catálogo de estas publicaciones para entender cuán falsa y malintencionada sea la acusación de neoliberalismo. Mismo que, insisto, tiene derecho de existir en cualquier centro de estudios superiores que quiera ser plural. Las batallas culturales y científicas se ganan con argumentos y no con anatemas ideológicos. En la enorme masa de publicaciones del CIDE, me limito a mencionar sólo algunos títulos de los libros salidos en tiempos recientes.
Veamos:
Gilles Bataillon, Crónica de una guerrilla (Nicaragua).
Luis Maira, Aprendizaje del estudio de Estados Unidos.
Juan Manuel Torres, Desarrollo forestal comunitario.
A.V., Violencia de género y feminicidio en el estado de México.
David Arellano, ¿Podemos reducir la corrupción en México?
Alejandro Anaya, Los derechos humanos en y desde las relaciones internacionales.
Catherine Vezina, Migración México-Estados Unidos.
Edgar Ramírez, Capitalización privada de los bienes públicos.
Rik Peters y Fernando Nieto, La máquina de desigualdad.
Mauricio Dussauge, Burocracia a nivel de calle.
Carlos Heredia, El sistema migratorio mesoamericano.
Mauricio Merino, Políticas públicas.
Y aquí me detengo para no cansar al (eventual) lector, pero la conclusión es obvia: ¿quién en su sano juicio podría calificar estos trabajos (y muchos otros que no puedo mencionar en este contexto) como propios de una institución neoliberal?
Goebbels, ministro de propaganda nazi, decía que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Bajo otro signo ideológico, esta misma enseñanza se mantiene viva y coleando entre nosotros. El CIDE neoliberal es una descarada invención pergeñada para justificar un golpe de mano contra una institución plural, crítica y, por consiguiente, incómoda a los ojos del poder en turno. El régimen actual teme a los intelectuales, y acusarlos de neoliberalismo cumple la misma función que hace siglos cumplía la acusación a algunas mujeres de entretener relaciones con el demonio. Falsedad previa a la hoguera. No era factible golpear a la UNAM considerando sus predecibles consecuencias políticas, tampoco podía golpearse al Colegio de México por su historia y sus raíces en los refugiados de la guerra civil española. El CIDE, en cambio, estaba al alcance de autoridades deseosas de difamar un centro de estudios suficientemente pequeño para que no hubiera consecuencias políticas inmanejables frente a una normalización más grata al gobierno. Y así vino el golpe que ha instalado -violando todas las normas y reglamentos establecidos por el Conacyt- a un director repudiado por la virtual totalidad de maestros y estudiantes del CIDE.
Un dato propio del régimen actual es la escasez de intelectuales en sus filas. Quienquiera que haya leído los textos con los cuales se fundó Morena no podrá evitar percibir la asombrosa ausencia de un pensamiento crítico y complejo. Lo que hay en estos textos es un muestrario de retórica e insignificancias políticas. Un cristianismo de sacristía donde la palabra “pobres” (pero no los pobres de espíritu) es el centro de una argumentación sin argumentos. O el partido no tiene intelectuales capaces de redactar textos medianamente inteligentes o los que tiene se autocensuran para no exponerse a las reprimendas de un irritable jefe máximo. El populismo es históricamente anti-intelectual y el México actual no es una excepción. El CIDE fue la víctima designada por haberse atrevido a pensar libre y críticamente. Una piedrita en el zapato del poder que debía ser removida. El pensamiento crítico para el régimen actual es, por definición, neoliberal y conservador en un juego indecoroso de satanización del adversario. O sea, todos aquellos que no encienden velas a la 4T.
Lo que ocurre en el CIDE actualmente es una representación inmejorable de un aspecto del subdesarrollo: el esfuerzo de varias personas a lo largo del tiempo cuyos frutos se anulan en un abrir y cerrar de ojos por la voluntad del cacique de turno. En fin, un paso adelante y dos pasos atrás. Tal vez, en un futuro que es arduo vislumbrar desde el presente, el CIDE volverá a ser lo que fue, pero en estos momentos esa perspectiva es, cuando menos, dudosa. Hubo lucidez, determinación y una buena dosis de suerte para que esta pequeña institución académica se volviera lo que fue hasta ayer. Y en un momento todo comenzó a venirse abajo.
Maquiavelo decía que en la construcción de un Estado se requieren virtud y fortuna, y el CIDE tuvo las dos cosas. La virtud de decenas de investigadores doctorados en el exterior en universidades de prestigio que regresaron con el compromiso de impulsar una enseñanza de calidad capaz de favorecer la movilidad social de los estudiantes de ese centro de investigación y docencia, empujar hacia un mejor conocimiento de México, de sus instituciones y de los factores determinantes de su persistente atraso. ¿Cómo describir esa voluntad de mejorarse a sí mismos en tanto que estudiosos y la percepción del propio compromiso a favor del progreso del país? Yo no sabría hacerlo, pero viví a lo largo de décadas en esa atmósfera que dominaba el comportamiento de investigadores, empleados administrativos y trabajadores varios. Un aire de frontera; una sensación impelente de misión a cumplir. El CIDE medía regularmente el rendimiento de sus investigadores y aquellos que no cumplían con los estándares de rendimiento, no había amiguismo que pudiera evitar su separación de la institución. Con lo anterior se entretejió la fortuna de haber tenido directores que guiaron la institución con equilibrio y capacidad. No era inevitable que eso ocurriera, pero ocurrió. Fortuna, justamente. ¿Cómo subestimar el aporte determinante de algunos directores como Carlos Bazdresch, Enrique Cabrero y Sergio López Ayllón?
Algún (infaltable) purista ideológico dirá que Bazdresch era neoliberal: marca infamante en estos tiempos de simplificaciones caricaturales de México y del mundo. Sin embargo, a pesar de sus orientaciones científicas, Bazdresch dio un nuevo aire al CIDE en un momento en que la institución corría el riesgo de hundirse en su autocomplacida irrelevancia en línea con los vaivenes discursivos de sucesivos gobiernos nacional-revolucionarios. Desde entonces, sin que el director metiera mano en el contenido de las investigaciones y de la enseñanza, el CIDE se volvió una institución exigente consigo misma e intolerante hacia los vuelos líricos (de cualquier signo) capaces de tomar el lugar de una reflexión científicamente consistente. De Bazdresch quiero recordar dos episodios personales. Aun sabiendo que mi orientación científica era muy distinta de la suya, Carlos me ofreció la dirección de una revista del CIDE que él quería crear, propuesta que rehusé por razones que no merecen mencionarse aquí. Además, me estimuló y aguijoneó (y quien conozca a Carlos Bazdresch sabe qué significa aguijonear dado su temperamento) a escribir un libro sobre la salida del atraso aun sabiendo que nuestras opiniones en cuestiones económicas estaban lejos de coincidir. Bazdresch fue un notable director del CIDE como lo fueron los directores que le siguieron.
Por décadas, el CIDE fue un lugar de debate, de crítica a las desigualdades del país, al monopolio del poder de un solo partido; un lugar abocado a estudiar la economía y la política económica mexicanas. Alrededor de esa disección analítica de las razones de nuestro atraso como país, se construyó una identidad, un sentido de pertenencia y un amor propio que a veces, habrá que reconocer, no estuvo exento de cierta jactancia de parte de algunos investigadores que consideraban su doctorado una especie de patente de infalibilidad. Sin embargo, a pesar de nuestros límites, el CIDE publicó centenares de libros, ensayos, documentos de trabajo y contribuyó a un conocimiento más preciso del país y del contexto mundial e hizo posible que miles de jóvenes encontraran su rumbo profesional mientras contribuían a mejorar la administración pública nacional, la calidad de la docencia y la investigación en otros centros de educación superior y en sus distintos lugares de trabajo.
Nunca fuimos perfectos, cometimos errores, pero, dicho sin la menor retórica, el país podía sentirse orgulloso de esta pequeña institución en las orillas orientales de la Ciudad de México que investigaba con seriedad los problemas nacionales y formaba jóvenes que habrían fortalecido el capital humano del país. Y de pronto, con el cambio en la presidencia, un alud de demagogia y de insignificancias intelectuales santificadas en el altar de un nacionalismo decimonónico se nos vino encima cobrando su venganza hacia aquellos que se habían atrevido a cuestionar la desnudez (intelectual y moral) de las instituciones y las políticas nacionales. Nosotros cumplimos nuestro deber y por eso hemos sido castigados: analizamos, criticamos e, inevitablemente, molestamos a una corriente política construida sobre la lealtad al jefe, más que sobre una reflexión científica que no miraba a criterios de oportunidad política.
Sucedió lo que no era fácil predecir: después del PRI vino un PRI 2.0, una continuación del pasado en la forma de un populismo autocrático con nostalgia hacia una cultura de izquierda dramáticamente envejecida que creíamos agotada con la Guerra Fría. El pasado renació como voluntarismo arbitrario, con la demolición sistemática de los órganos intermedios de control democrático de las instituciones y con un irresponsable desinterés hacia la experimentación de nuevos rumbos de crecimiento económico con equidad y responsabilidad ambiental. Ese populismo, reedición del antiguo nacionalismo revolucionario, reconoció instintivamente en el CIDE un adversario que debía ser silenciado por su resistencia frente a toda forma de pensamiento único. Y bajo la exótica acusación de neoliberalismo se emprendió la transformación de la institución en una especie de supino acompañante académico del nuevo régimen. Yo, personalmente, he decidido no ser parte de la conversión de una institución científica en un coro griego encargado de alabar cualquier decisión del líder máximo. Sin embargo, no dejo el CIDE con una sonrisa en los labios. Me voy con la tristeza de ver el lento desmantelamiento pretendidamente revolucionario (la vergüenza ha muerto) de la que fue mi casa a lo largo de décadas. A los que quedan les auguro que resistan a este vendaval de irrelevancia pretenciosa y que puedan algún día reconstruir, en las formas y en el espíritu, una institución que mucha falta le hace a México. Buena suerte a todos mis antiguos compañeros y que mi congoja no contagie a nadie.
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