Lo de Brasil es la crónica de un golpe anunciado/ Érika Rodríguez Pinzón es profesora de la Universidad Complutense, investigadora del ICEI y Special Advisor del Alto Representante de la Unión Europea.
El Español, Lunes, 09/Ene/2023;
Policías antidisturbios acceden este domingo al palacio presidencial de Planalto, sede del Gobierno de Brasil. EFE
Hace mucho tiempo que los analistas venían advirtiendo de la posibilidad de que las huestes bolsonaristas emularan el intento de toma del Congreso de Estados Unidos que tuvo lugar el 6 de enero de 2020. La falta de reconocimiento de la derrota por parte del expresidente Jair Bolsonaro, la beligerancia de sus partidarios y la construcción de una estructura que ataba al bolsonarismo a las instituciones daban sustento a esta posibilidad.
El paralelismo con Estados Unidos es claro. No es baladí que Bolsonaro y Donald Trump fueran dos de los presidentes mejor avenidos durante su tiempo en el poder, a pesar de las diferencias de sus programas.
Sin embargo, a medida que iban teniendo lugar eventos como la toma de posesión del presidente Lula da Silva, el fantasma golpista se iba desvaneciendo.
Pero este 8 de enero, cientos de autobuses transportaron a miles de manifestantes hasta la capital de Brasil, algo que supone planificación y una importante financiación. El objetivo fue la toma de la sede de las tres instituciones que definen la democracia brasileña: el Congreso, la Presidencia y el Tribunal Supremo.
Y así, el espanto se materializó, clamando por una toma militar del poder.
Durante años, en Brasil se ha construido una narrativa de amenaza comunista que justificaba todo tipo de ardides contra el Partido de los Trabajadores y su poderoso líder Lula da Silva, que hasta entonces parecía imbatible en las urnas. Lo que paso después forma parte ya del manual de destrucción de las democracias: elección de un candidato radical y sin escrúpulos, deshumanización del adversario, pregonar la ilegitimidad del resultado electoral, justificación de la violencia.
La derecha tradicional brasileña ha perdido el control del monstruo que creó y que, además de conseguir escaños parlamentarios y gobernaciones, intentó ayer tomar físicamente las instituciones.
La vuelta al poder de Lula ha puesto en pie de lucha a muchos que durante años han bebido un discurso de odio y radicalización.
Pero no sólo bastan las voluntades. Hacen falta también recursos para movilizarles. Muchos apuntan a los poderosos agroindustriales como financiadores de la entente golpista. Una inversión rentable si, a cambio, consiguen deponer las leyes medioambientales y sociales que afectan a sus intereses.
La gran incógnita de la jornada ha sido el papel de las Fuerzas Armadas. No es un secreto la cercanía entre algunos sectores castrenses y el bolsonarismo. Sin embargo, los militares no han secundado la llamada a la toma del poder y, de hecho, han recuperado el control de los edificios atacados y detenido a más de 200 personas. Los uniformados cercanos al expresidente no se han aventurado a manifestarse, hasta ahora, mientras que algunos políticos bolsonaristas sí se han desmarcado.
No hay información sobre quiénes han podido dirigir la toma. Pero los ataques muestran que los grupos radicalizados están empoderados y bien conectados entre sí. Una movilización muy amplia, de sectores muy radicales, pero que tienen poco que perder. De hecho, destaca la falta de estrategia y el exagerado histrionismo de una toma en mitad de las vacaciones parlamentarias.
Sin embargo, esto no hace menos peligroso lo sucedido. Se está construyendo un capital. Una idea de que es posible derrocar al Gobierno, de que hay suficiente gente movilizada con este fin. Las informaciones de un posible uso de explosivos son preocupantes. Los radicales se sienten más fuertes y respaldados hoy. Aunque hayan sido desalojados de las sedes del poder, sus redes sociales están repletas de imágenes del momento en que cruzaron las puertas para hacerse con el país.
Otros, con más intereses personales en juego, tendrán que hacer más clara su distancia con los violentos. Es probable que se creen algunas divisiones dentro del bolsonarismo. Pero no es su fin ni supone un paso en falso.
Para Lula da Silva, el reto de gobernar se hace aun más difícil. Ha tenido que tomar el control de Brasilia, gobernada por un opositor. Tendrá que hacer frente a un feroz discurso que le condena por limitar la libertad de expresión. Es más, tendrá que gobernar atendiendo a la radicalización de buena parte de su población. A la alianza entre movimientos cristianos conservadores, agroindustria y sector armamentístico.
El futuro de Brasil pasa por escapar de la tentación de etiquetar al 49% de los electores como fascistas para encarar una verdad mucho más difícil. La ruptura de un país en el que muchos nunca han gozado de los beneficios de la democracia, ni del Estado de derecho, y en el que otros muchos están dispuestos a prescindir de ellos.
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