Hablan los hijos de la revolución (islámica)/ÁNGELES ESPINOSA
Se cumplen tres décadas de la revolución islámica de Jomeini, y la mayoría de los jóvenes iraníes -el 70% de la población tiene menos de 30 años- se sienten frustrados y piden un cambio. Así piensan.
Quieren ser profesores, artistas, empresarios, fotógrafos, escritores, incluso clérigos y raperos. Todos aspiran a tener éxito profesional y una buena vida. También se quejan, como en cualquier parte del mundo, de que sus padres no les entienden, o de las dificultades para encontrar un trabajo que les permita independizarse. Los 25 millones de iraníes de entre 15 y 30 años, a quienes toca definir el futuro próximo de la República Islámica, constituyen un enorme potencial de cambio. Sin embargo, la Generación J (nacidos bajo Jomeini y educados bajo Jamenei), como la ha bautizado la escritora Delphine Minoui, vive frustrada ante la falta de visión de sus dirigentes y encorsetada por las restricciones que les imponen.
"¿Qué futuro nos espera cuando el Gobierno se inmiscuye en cada aspecto de nuestras vidas y ni siquiera nos deja trabajar con libertad?", se pregunta Keivan M., un documentalista que en cada proyecto choca con la censura oficial. Sus amigos, todos entre los 20 y los 30 años, coinciden. Están hartos. A la crisis económica y la dificultad para encontrar empleos decentes, se suman las imposiciones de un sistema político que prohíbe la música moderna, el baile, las películas extranjeras o las relaciones entre los dos sexos. Desean poder expresarse sin restricciones, participar en la política, vivir según sus propias ideas, sin imposiciones.
Keivan, Peiman y otra decena de chicos y chicas han acudido a casa de la familia de Kambiz a pasar la tarde del viernes, el festivo semanal en Irán. Reunirse en casa de amigos es casi la única posibilidad de relacionarse con normalidad con el sexo opuesto. Las chicas pueden quitarse el pañuelo (aunque Mona no lo hace) y todos se relajan como si el mundo exterior no existiera. Es su burbuja de normalidad. Allí, cuando las frutas, los pasteles y el té, de obligado cumplimiento en cualquier reunión social, dejan paso a la cena, incluso se abre una botella de vino de fabricación casera. La mayoría no lo probará. El acceso a lo prohibido parece disminuir su apetencia.
"Sus deseos son los mismos que los del resto de los jóvenes, pero carecen de la posibilidad de llevarlos a la práctica; sólo pueden desear, y esos deseos incumplidos generan frustración", explica Hosein Baher, un terapeuta especializado en problemas de la conducta. Aunque hayan nacido después de la revolución islámica, de la que este mes se celebra el 30º aniversario, y crecido alimentados por sus valores, la creciente exposición al mundo exterior a través de la televisión por satélite (ilegal) y, sobre todo, de Internet (muy filtrado) está sometiendo a la juventud iraní a una verdadera esquizofrenia vital.
Es difícil ser joven en la República Islámica. "No tenemos libertad", coinciden la mayoría de los entrevistados. Y cuando los periodistas les preguntan por sus sueños, la idea de escapar de la realidad subyace a muchos de ellos. "Me gustaría tener alas para viajar a donde quisiera, probarlo todo y no ser de ninguna parte", responde Sami M., que aspira a ser una gran escultora. Es una forma de evadirse ante la dificultad para tomar las riendas de sus vidas. "Siempre hay alguien que decide por nosotros", resume un estudiante de idiomas.
Uno de los principales problemas que afronta la Generación J son las trabas al contacto con el sexo opuesto. "Después de la revolución, el modelo tradicional de matrimonio ha quedado desfasado", admite Baher. "Los jóvenes ven los nuevos tipos de relaciones en las cadenas por satélite y en Internet, y les resultan atractivos, pero el sistema que tenemos les impide comportarse de ese modo". Así que viven una discordancia porque ya no encajan en el modelo clásico y tampoco han alcanzado la modernidad. "Es como si hubieran dado un salto y se hubieran quedado suspendidos en el vacío", describe el experto.
Ni la sociedad ni las leyes admiten las relaciones prematrimoniales. A la vez, la generalización de la educación superior entre las mujeres (ya suponen el 65% de los universitarios) ha contribuido, junto a las dificultades para encontrar trabajo, al retraso de la edad media de matrimonio. Hoy, las iraníes se casan a los 25 años, y los iraníes, a los 30, cinco más tarde que antes de la revolución. En consecuencia, proliferan arreglos no tradicionales como la sighé, o matrimonio temporal. Los sociólogos constatan un creciente abismo entre lo que se considera aceptable y lo que realmente ocurre. Se actúa a escondidas.
"Hacemos caso omiso de las prohibiciones, pero crea mucho estrés estar bordeando continuamente los límites de lo permitido", confiesa un joven que ha dejado de salir a la calle con su novia para evitar que alguien les pare y les pregunte por su relación. Los vigilantes de la moral también se entrometen en su vestimenta, obsesionados con que las chicas cubran las formas de su cuerpo y no muestren ni un mechón de pelo, y con que los muchachos no lleven cortes occidentales (sic) ni camisetas demasiado ajustadas o con dibujos ofensivos. Las campañas de "seguridad social" constriñen sus ansias de singularizarse.
Elham B., profesora de inglés, da cuenta de ello. "Muchos de mis alumnos utilizan el inglés, o la transcripción del persa en caracteres latinos, para enviarse SMS y evitar que sus padres puedan entenderlos", declara. Muchos se confían con ella porque, a sus 23 años, la ven como alguien que puede entenderlos. "No tienen aficiones; de ahí que perseguir a chicas en los centros comerciales (o ir a ser perseguidas) se haya convertido en su principal entretenimiento", manifiesta. Para ella, se necesitan lugares donde los jóvenes puedan encontrarse y hablarse, algo que han reconocido incluso algunos clérigos, como el hoyatoleslam Jaffar Ardabili, cuyo Instituto Cultural y de la Familia parece una agencia matrimonial con otro nombre.
No sólo las relaciones personales están limitadas por la estrechez de la moral oficial. Las aficiones o la vocación de uno también chocan a menudo con el muro de las prohibiciones. A sus 23 años, Kamyar M. está a punto de concluir sus estudios de trompeta en el conservatorio y, sin embargo, no puede tocar. Al menos no lo que quiere y cuando quiere. "Este mes y el que viene no podemos hacerlo por ser meses de luto religioso, en ramadán tampoco", se lamenta. Y cuando está permitido, sólo piezas clásicas. "Los profesores ni siquiera nos enseñan cómo abordar otro tipo de partituras", añade mientras empieza a preguntarse si se equivocó al seguir los consejos de Babak Bayat, un famoso compositor local que fue vecino de su familia y le inició en la música.
Más difícil lo tiene Big Boy, nombre artístico de un chavalote de 19 años que dice encontrar en el rap la libertad que necesita para expresarse. Como ese estilo musical está proscrito, Big Boy y la veintena de sus colegas raperos están condenados a la clandestinidad, tanto para los ensayos como para las actuaciones "en fiestas privadas". Por si eso no fuera suficiente, las autoridades tratan de desprestigiarles. "Hace poco, un programa televisivo utilizó una de mis canciones y dijo que el rap rinde culto a Satán", se queja. La acusación de "desviados" puede tener consecuencias legales muy graves. Tal vez por ello evita señalar la causa de la prohibición del rap.
Otros no se cortan. "Mientras mande la religión no puede haber libertad, ambas son incompatibles", asegura Pedram, estudiante de filosofía, a la vez que reconoce que su agnosticismo es bastante minoritario en Irán. Más representativo de su generación, M. E., recién licenciado en Medicina, se declara religioso, pero liberal. "Tampoco me gusta lo de Turquía, que prohíben el uso del velo; lo mejor es que cada uno pueda hacer lo que quiera", manifiesta convencido de que el islam tampoco es lo que les imponen en su país. Sin cuestionar el sistema islámico, la generación posrevolucionaria reclama una cara más amable de la religión que rige sus vidas.
Claro que no todos están de acuerdo. Mohsen Shayegh Niknafs, licenciado en Literatura Persa, de 24 años, que estudia para ser clérigo en Qom, culpa del desempleo, la inflación y la falta de recursos de los jóvenes para formar una familia a las sanciones económicas de los países occidentales. "El pueblo iraní siempre ha sido un pueblo religioso", afirma. Y recurre a una frase del ayatolá Hasan Modarres para definir el papel de la religión en la sociedad iraní: "Nuestra política es como nuestra religión y nuestra religión es como nuestra política". Su deseo es que "Irán llegue a ser un modelo para el mundo".
Como él, Kazem Haghanian, estudiante de matemáticas de 20 años, se muestra convencido de que "el sistema de Gobierno islámico es la mejor opción", pero atribuye las dificultades de la juventud a los reformistas. "Hace 10 o 12 años, los jóvenes no tenían estos problemas y la revolución estaba encaminada hacia sus metas", defiende. Haghanian, a quien el fotógrafo Fernando Moleres encontró en una manifestación de solidaridad con Gaza, se declara dispuesto a realizar una operación suicida contra Israel ("aunque eso no depende sólo de mí", precisa) y asegura que su sueño es "el fin del sionismo y el establecimiento de un Gobierno islámico en todo el mundo".
"La mayoría no opinamos así", se apresura a aclarar Kambiz con el apoyo de Peiman y Keivan. No está claro qué actitud está más extendida, pero Haghanian parece darles la razón cuando se queja de que "muchos jóvenes van a fiestas nocturnas, pero sólo unos pocos participan en las asociaciones islámicas de las universidades". Entonces, ¿por qué se imponen las normas de la minoría? "Porque no podemos elegir", responden al unísono los tres amigos. "Nos presentan una lista de candidatos preseleccionados y nos dicen: elegid entre ellos, pero son todos lo mismo", asegura el anfitrión. Desconfían del proceso político y se jactan de no haberlo legitimado con su voto. "Bueno, yo sí que voté una vez, a Jatamí, pero no sirvió para nada", afirma Peiman.
Aun así, los conservadores movilizan importantes sectores de la sociedad, lo que se ve tanto en las manifestaciones políticas como en las ceremonias religiosas. "Es porque les han lavado el cerebro desde la escuela", defiende Kambiz con el asentimiento de los demás. Los intelectuales críticos están de acuerdo. "Les atiborran de clases de religión y de consignas, y no conocen sus raíces", declaró hace algún tiempo a esta corresponsal un pensador represaliado.
Tal vez por ello, Irán es el país de la región donde menor es el riesgo de radicalización religiosa. "Dado que aquí tenemos un Gobierno islamista que se ha convertido en un ejemplo indeseable, los jóvenes reaccionan en sentido contrario", afirma el sociólogo Hosein Ghazian.
Kambiz tiene motivos para desear un menor peso de la religión en la sociedad. Su pertenencia a una minoría religiosa impide que pueda casarse con su novia (una musulmana chií) en Irán. "No es sólo la ley, la familia y la sociedad también influyen. Si estuviera vivo mi padre, no podría planteárselo", manifiesta el joven, que empieza a impacientarse tras varios años de idilio. Y es afortunado porque los padres de la chica son bastante liberales y no se oponen a la relación. "Pero sólo lo saben ellos, si se enteraran mis tíos, sería un escándalo", apunta la muchacha.
"La única salida es irnos fuera, y estoy planeando volverme a Estados Unidos, donde ya viví algún tiempo, pero a ella le cuesta decidirse dejar a su familia", concluye Kambiz.
Sea por esa falta de libertad personal o por las crecientes dificultades para encontrar trabajo en una economía esclerotizada, emigrar se ha convertido en el sueño de muchos jóvenes cansados de esperar reformas que no llegan. El panorama es desalentador. Según los datos oficiales, un 25,6% de ellos están desempleados (hasta un 28,95% en las zonas urbanas). Y cada año se incorporan al mercado laboral cerca de un millón más. El economista Said Leilaz, director del periódico económico Sarmayeh, estima que 250.000 jóvenes dejan el país anualmente y eleva la pasa de paro hasta el 50%.
"En todos los aspectos de la vida, los jóvenes sienten que no son ellos mismos debido a las restricciones sociales que les impone no sólo el Estado, sino también la familia y los amigos, de acuerdo con valores del pasado. Asumen que Occidente es libre, eso les atrae y desearían alcanzarlo", analiza Baher, el terapeuta. De ahí que muchos quieran irse, para ampliar estudios o buscar oportunidades que aquí se les niegan. A este observador le preocupa la fuga de cerebros. "La mayoría no regresan", coinciden en señalar dos jóvenes profesores universitarios que, sin embargo, optaron por volver.
Quienes se quedan esperan una oportunidad política, económica o social. ¿Qué sucede cuando ésta no llega? Baher, en cuya consulta ha aumentado un 50% el número de jóvenes en las últimas tres décadas, ha constatado dos reacciones extremas. "O van a por todas y violan todas las barreras, bebiendo, drogándose, etcétera, o caen en la apatía, lo que en los casos más extremos lleva a la depresión y el suicidio", explica.
Aunque Irán no es el único país que afronta el problema de la droga, sus 3,5 millones de drogadictos (una de las tasas más altas del mundo, según la ONU) han obligado a las autoridades a ponerse manos a la obra. Sobre los suicidios de jóvenes no se publican cifras, pero los especialistas se muestran convencidos de que van en aumento y superan la media. De momento, es un tema tabú que deja a las familias, además de desconsoladas, incomprendidas y sin ningún tipo de atención.
A pesar del difícil panorama que tienen ante sí, pocos jóvenes se muestran políticamente activos estos días. Ni siquiera entre los 3,5 millones de universitarios. Y eso que fue en los campus donde se gestaron las revueltas a favor de la revolución islámica durante los años setenta del siglo pasado y las manifestaciones reformistas entre 1999 y 2004. Bajo el mandato del ultraconservador Mahmud Ahmadineyad incluso esa llama se ha extinguido. La desilusión por las reformas que no se materializaron y la represión han dinamitado el movimiento estudiantil.
Hace algunos años nos movilizábamos por la libertad académica y el derecho de asociación en las universidades, ahora lo único que podemos hacer es mantenernos en nuestro puesto y continuar nuestros estudios", justifica Soleiman Mohammadi, un kurdo de 23 años expulsado de la Universidad Alame Tabatabai. "Sólo podemos resistir porque no hay libertad para hacer nada", añade. Él, sin embargo, piensa declararse objetor ante el servicio militar obligatorio, algo inusitado en Irán y que puede dar con sus huesos en la cárcel. Para la mayoría de sus compañeros, la vida personal ha pasado a ser más importante.
A las puertas de la Universidad de Teherán, la mayor y más antigua del país, los colores pardos que impone la estética oficial uniformizan a sus estudiantes. Pero en las calles de la ciudad, la paleta de colores es mucho más amplia. Conformistas o rebeldes, socialmente activos o pasotas, trabajadores o estudiantes, los jóvenes iraníes todavía se permiten soñar con la libertad, aunque vean su futuro sombrío. Y a diferencia de sus vecinos de Oriente Próximo, ya están vacunados contra el radicalismo religioso.
Quieren ser profesores, artistas, empresarios, fotógrafos, escritores, incluso clérigos y raperos. Todos aspiran a tener éxito profesional y una buena vida. También se quejan, como en cualquier parte del mundo, de que sus padres no les entienden, o de las dificultades para encontrar un trabajo que les permita independizarse. Los 25 millones de iraníes de entre 15 y 30 años, a quienes toca definir el futuro próximo de la República Islámica, constituyen un enorme potencial de cambio. Sin embargo, la Generación J (nacidos bajo Jomeini y educados bajo Jamenei), como la ha bautizado la escritora Delphine Minoui, vive frustrada ante la falta de visión de sus dirigentes y encorsetada por las restricciones que les imponen.
"¿Qué futuro nos espera cuando el Gobierno se inmiscuye en cada aspecto de nuestras vidas y ni siquiera nos deja trabajar con libertad?", se pregunta Keivan M., un documentalista que en cada proyecto choca con la censura oficial. Sus amigos, todos entre los 20 y los 30 años, coinciden. Están hartos. A la crisis económica y la dificultad para encontrar empleos decentes, se suman las imposiciones de un sistema político que prohíbe la música moderna, el baile, las películas extranjeras o las relaciones entre los dos sexos. Desean poder expresarse sin restricciones, participar en la política, vivir según sus propias ideas, sin imposiciones.
Keivan, Peiman y otra decena de chicos y chicas han acudido a casa de la familia de Kambiz a pasar la tarde del viernes, el festivo semanal en Irán. Reunirse en casa de amigos es casi la única posibilidad de relacionarse con normalidad con el sexo opuesto. Las chicas pueden quitarse el pañuelo (aunque Mona no lo hace) y todos se relajan como si el mundo exterior no existiera. Es su burbuja de normalidad. Allí, cuando las frutas, los pasteles y el té, de obligado cumplimiento en cualquier reunión social, dejan paso a la cena, incluso se abre una botella de vino de fabricación casera. La mayoría no lo probará. El acceso a lo prohibido parece disminuir su apetencia.
"Sus deseos son los mismos que los del resto de los jóvenes, pero carecen de la posibilidad de llevarlos a la práctica; sólo pueden desear, y esos deseos incumplidos generan frustración", explica Hosein Baher, un terapeuta especializado en problemas de la conducta. Aunque hayan nacido después de la revolución islámica, de la que este mes se celebra el 30º aniversario, y crecido alimentados por sus valores, la creciente exposición al mundo exterior a través de la televisión por satélite (ilegal) y, sobre todo, de Internet (muy filtrado) está sometiendo a la juventud iraní a una verdadera esquizofrenia vital.
Es difícil ser joven en la República Islámica. "No tenemos libertad", coinciden la mayoría de los entrevistados. Y cuando los periodistas les preguntan por sus sueños, la idea de escapar de la realidad subyace a muchos de ellos. "Me gustaría tener alas para viajar a donde quisiera, probarlo todo y no ser de ninguna parte", responde Sami M., que aspira a ser una gran escultora. Es una forma de evadirse ante la dificultad para tomar las riendas de sus vidas. "Siempre hay alguien que decide por nosotros", resume un estudiante de idiomas.
Uno de los principales problemas que afronta la Generación J son las trabas al contacto con el sexo opuesto. "Después de la revolución, el modelo tradicional de matrimonio ha quedado desfasado", admite Baher. "Los jóvenes ven los nuevos tipos de relaciones en las cadenas por satélite y en Internet, y les resultan atractivos, pero el sistema que tenemos les impide comportarse de ese modo". Así que viven una discordancia porque ya no encajan en el modelo clásico y tampoco han alcanzado la modernidad. "Es como si hubieran dado un salto y se hubieran quedado suspendidos en el vacío", describe el experto.
Ni la sociedad ni las leyes admiten las relaciones prematrimoniales. A la vez, la generalización de la educación superior entre las mujeres (ya suponen el 65% de los universitarios) ha contribuido, junto a las dificultades para encontrar trabajo, al retraso de la edad media de matrimonio. Hoy, las iraníes se casan a los 25 años, y los iraníes, a los 30, cinco más tarde que antes de la revolución. En consecuencia, proliferan arreglos no tradicionales como la sighé, o matrimonio temporal. Los sociólogos constatan un creciente abismo entre lo que se considera aceptable y lo que realmente ocurre. Se actúa a escondidas.
"Hacemos caso omiso de las prohibiciones, pero crea mucho estrés estar bordeando continuamente los límites de lo permitido", confiesa un joven que ha dejado de salir a la calle con su novia para evitar que alguien les pare y les pregunte por su relación. Los vigilantes de la moral también se entrometen en su vestimenta, obsesionados con que las chicas cubran las formas de su cuerpo y no muestren ni un mechón de pelo, y con que los muchachos no lleven cortes occidentales (sic) ni camisetas demasiado ajustadas o con dibujos ofensivos. Las campañas de "seguridad social" constriñen sus ansias de singularizarse.
Elham B., profesora de inglés, da cuenta de ello. "Muchos de mis alumnos utilizan el inglés, o la transcripción del persa en caracteres latinos, para enviarse SMS y evitar que sus padres puedan entenderlos", declara. Muchos se confían con ella porque, a sus 23 años, la ven como alguien que puede entenderlos. "No tienen aficiones; de ahí que perseguir a chicas en los centros comerciales (o ir a ser perseguidas) se haya convertido en su principal entretenimiento", manifiesta. Para ella, se necesitan lugares donde los jóvenes puedan encontrarse y hablarse, algo que han reconocido incluso algunos clérigos, como el hoyatoleslam Jaffar Ardabili, cuyo Instituto Cultural y de la Familia parece una agencia matrimonial con otro nombre.
No sólo las relaciones personales están limitadas por la estrechez de la moral oficial. Las aficiones o la vocación de uno también chocan a menudo con el muro de las prohibiciones. A sus 23 años, Kamyar M. está a punto de concluir sus estudios de trompeta en el conservatorio y, sin embargo, no puede tocar. Al menos no lo que quiere y cuando quiere. "Este mes y el que viene no podemos hacerlo por ser meses de luto religioso, en ramadán tampoco", se lamenta. Y cuando está permitido, sólo piezas clásicas. "Los profesores ni siquiera nos enseñan cómo abordar otro tipo de partituras", añade mientras empieza a preguntarse si se equivocó al seguir los consejos de Babak Bayat, un famoso compositor local que fue vecino de su familia y le inició en la música.
Más difícil lo tiene Big Boy, nombre artístico de un chavalote de 19 años que dice encontrar en el rap la libertad que necesita para expresarse. Como ese estilo musical está proscrito, Big Boy y la veintena de sus colegas raperos están condenados a la clandestinidad, tanto para los ensayos como para las actuaciones "en fiestas privadas". Por si eso no fuera suficiente, las autoridades tratan de desprestigiarles. "Hace poco, un programa televisivo utilizó una de mis canciones y dijo que el rap rinde culto a Satán", se queja. La acusación de "desviados" puede tener consecuencias legales muy graves. Tal vez por ello evita señalar la causa de la prohibición del rap.
Otros no se cortan. "Mientras mande la religión no puede haber libertad, ambas son incompatibles", asegura Pedram, estudiante de filosofía, a la vez que reconoce que su agnosticismo es bastante minoritario en Irán. Más representativo de su generación, M. E., recién licenciado en Medicina, se declara religioso, pero liberal. "Tampoco me gusta lo de Turquía, que prohíben el uso del velo; lo mejor es que cada uno pueda hacer lo que quiera", manifiesta convencido de que el islam tampoco es lo que les imponen en su país. Sin cuestionar el sistema islámico, la generación posrevolucionaria reclama una cara más amable de la religión que rige sus vidas.
Claro que no todos están de acuerdo. Mohsen Shayegh Niknafs, licenciado en Literatura Persa, de 24 años, que estudia para ser clérigo en Qom, culpa del desempleo, la inflación y la falta de recursos de los jóvenes para formar una familia a las sanciones económicas de los países occidentales. "El pueblo iraní siempre ha sido un pueblo religioso", afirma. Y recurre a una frase del ayatolá Hasan Modarres para definir el papel de la religión en la sociedad iraní: "Nuestra política es como nuestra religión y nuestra religión es como nuestra política". Su deseo es que "Irán llegue a ser un modelo para el mundo".
Como él, Kazem Haghanian, estudiante de matemáticas de 20 años, se muestra convencido de que "el sistema de Gobierno islámico es la mejor opción", pero atribuye las dificultades de la juventud a los reformistas. "Hace 10 o 12 años, los jóvenes no tenían estos problemas y la revolución estaba encaminada hacia sus metas", defiende. Haghanian, a quien el fotógrafo Fernando Moleres encontró en una manifestación de solidaridad con Gaza, se declara dispuesto a realizar una operación suicida contra Israel ("aunque eso no depende sólo de mí", precisa) y asegura que su sueño es "el fin del sionismo y el establecimiento de un Gobierno islámico en todo el mundo".
"La mayoría no opinamos así", se apresura a aclarar Kambiz con el apoyo de Peiman y Keivan. No está claro qué actitud está más extendida, pero Haghanian parece darles la razón cuando se queja de que "muchos jóvenes van a fiestas nocturnas, pero sólo unos pocos participan en las asociaciones islámicas de las universidades". Entonces, ¿por qué se imponen las normas de la minoría? "Porque no podemos elegir", responden al unísono los tres amigos. "Nos presentan una lista de candidatos preseleccionados y nos dicen: elegid entre ellos, pero son todos lo mismo", asegura el anfitrión. Desconfían del proceso político y se jactan de no haberlo legitimado con su voto. "Bueno, yo sí que voté una vez, a Jatamí, pero no sirvió para nada", afirma Peiman.
Aun así, los conservadores movilizan importantes sectores de la sociedad, lo que se ve tanto en las manifestaciones políticas como en las ceremonias religiosas. "Es porque les han lavado el cerebro desde la escuela", defiende Kambiz con el asentimiento de los demás. Los intelectuales críticos están de acuerdo. "Les atiborran de clases de religión y de consignas, y no conocen sus raíces", declaró hace algún tiempo a esta corresponsal un pensador represaliado.
Tal vez por ello, Irán es el país de la región donde menor es el riesgo de radicalización religiosa. "Dado que aquí tenemos un Gobierno islamista que se ha convertido en un ejemplo indeseable, los jóvenes reaccionan en sentido contrario", afirma el sociólogo Hosein Ghazian.
Kambiz tiene motivos para desear un menor peso de la religión en la sociedad. Su pertenencia a una minoría religiosa impide que pueda casarse con su novia (una musulmana chií) en Irán. "No es sólo la ley, la familia y la sociedad también influyen. Si estuviera vivo mi padre, no podría planteárselo", manifiesta el joven, que empieza a impacientarse tras varios años de idilio. Y es afortunado porque los padres de la chica son bastante liberales y no se oponen a la relación. "Pero sólo lo saben ellos, si se enteraran mis tíos, sería un escándalo", apunta la muchacha.
"La única salida es irnos fuera, y estoy planeando volverme a Estados Unidos, donde ya viví algún tiempo, pero a ella le cuesta decidirse dejar a su familia", concluye Kambiz.
Sea por esa falta de libertad personal o por las crecientes dificultades para encontrar trabajo en una economía esclerotizada, emigrar se ha convertido en el sueño de muchos jóvenes cansados de esperar reformas que no llegan. El panorama es desalentador. Según los datos oficiales, un 25,6% de ellos están desempleados (hasta un 28,95% en las zonas urbanas). Y cada año se incorporan al mercado laboral cerca de un millón más. El economista Said Leilaz, director del periódico económico Sarmayeh, estima que 250.000 jóvenes dejan el país anualmente y eleva la pasa de paro hasta el 50%.
"En todos los aspectos de la vida, los jóvenes sienten que no son ellos mismos debido a las restricciones sociales que les impone no sólo el Estado, sino también la familia y los amigos, de acuerdo con valores del pasado. Asumen que Occidente es libre, eso les atrae y desearían alcanzarlo", analiza Baher, el terapeuta. De ahí que muchos quieran irse, para ampliar estudios o buscar oportunidades que aquí se les niegan. A este observador le preocupa la fuga de cerebros. "La mayoría no regresan", coinciden en señalar dos jóvenes profesores universitarios que, sin embargo, optaron por volver.
Quienes se quedan esperan una oportunidad política, económica o social. ¿Qué sucede cuando ésta no llega? Baher, en cuya consulta ha aumentado un 50% el número de jóvenes en las últimas tres décadas, ha constatado dos reacciones extremas. "O van a por todas y violan todas las barreras, bebiendo, drogándose, etcétera, o caen en la apatía, lo que en los casos más extremos lleva a la depresión y el suicidio", explica.
Aunque Irán no es el único país que afronta el problema de la droga, sus 3,5 millones de drogadictos (una de las tasas más altas del mundo, según la ONU) han obligado a las autoridades a ponerse manos a la obra. Sobre los suicidios de jóvenes no se publican cifras, pero los especialistas se muestran convencidos de que van en aumento y superan la media. De momento, es un tema tabú que deja a las familias, además de desconsoladas, incomprendidas y sin ningún tipo de atención.
A pesar del difícil panorama que tienen ante sí, pocos jóvenes se muestran políticamente activos estos días. Ni siquiera entre los 3,5 millones de universitarios. Y eso que fue en los campus donde se gestaron las revueltas a favor de la revolución islámica durante los años setenta del siglo pasado y las manifestaciones reformistas entre 1999 y 2004. Bajo el mandato del ultraconservador Mahmud Ahmadineyad incluso esa llama se ha extinguido. La desilusión por las reformas que no se materializaron y la represión han dinamitado el movimiento estudiantil.
Hace algunos años nos movilizábamos por la libertad académica y el derecho de asociación en las universidades, ahora lo único que podemos hacer es mantenernos en nuestro puesto y continuar nuestros estudios", justifica Soleiman Mohammadi, un kurdo de 23 años expulsado de la Universidad Alame Tabatabai. "Sólo podemos resistir porque no hay libertad para hacer nada", añade. Él, sin embargo, piensa declararse objetor ante el servicio militar obligatorio, algo inusitado en Irán y que puede dar con sus huesos en la cárcel. Para la mayoría de sus compañeros, la vida personal ha pasado a ser más importante.
A las puertas de la Universidad de Teherán, la mayor y más antigua del país, los colores pardos que impone la estética oficial uniformizan a sus estudiantes. Pero en las calles de la ciudad, la paleta de colores es mucho más amplia. Conformistas o rebeldes, socialmente activos o pasotas, trabajadores o estudiantes, los jóvenes iraníes todavía se permiten soñar con la libertad, aunque vean su futuro sombrío. Y a diferencia de sus vecinos de Oriente Próximo, ya están vacunados contra el radicalismo religioso.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario