REPORTAJE: AFGANISTÁN
La guerra interminable
JESÚS RODRÍGUEZ
La guerra interminable
JESÚS RODRÍGUEZ
Publicado en EL País Semanal, 12/07/2009;
Todos los días mueren militares y civiles en esta contienda empantanada siete años después de la caída de los talibán. Dos periodistas de EL PAÍS han vivido 12 días 'empotrados' en las fuerzas de la OTAN. Ésta es su experiencia dentro del volcán.
Inclinado sobre el capó del vehículo blindado, el cabo Wadock, del Séptimo Regimiento de Transportes de su Majestad, señala con su índice en un plano de Kabul el camino que vamos a seguir desde el aeropuerto hasta el Cuartel General. Las zonas peligrosas están señaladas en rojo. Nuestra ruta, en verde. Las vías de escape, en amarillo. Mike Wadock, hincha del Liverpool Football Club, tiene 20 años; es un tipo rubio, flaco, fibroso; embutido en un uniforme de camuflaje; una nueve milímetros en el pecho y un fusil SA80 al hombro. Forma parte del equipo Foxtrot del Ejército Británico, cuya misión es trasladar con las máximas garantías de seguridad a militares y personal civil a través de la convulsa capital de Afganistán. "Si alguien abre fuego contra nosotros, no abandonen el coche hasta que demos la orden; si explota un artefacto a nuestro paso y mi compañero y yo quedamos fuera de combate, cojan el transmisor, accionen el botón rojo y den la contraseña; vendrán a rescatarles. ¿Alguna pregunta? ¡Vámonos!".
Los dos soldados cargan sus armas y nos introducimos en un Toyota sin distintivos, "hay que pasar desapercibido; no provocar a la población". Antes de arrancar activan el inhibidor de ondas que podría librarnos de un atentado con explosivos accionados a distancia. Salimos a toda velocidad. Suena Oasis en la radio. Bienvenidos a Afganistán.
Choque con la realidad. Es la guerra. Al menos lo parece. Aterrizar en Kabul a bordo de un avión de transporte C-160 del ejército alemán nos ha proporcionado la primera experiencia bélica. Durante la aproximación, el piloto toma sus precauciones ante la posibilidad de que los talibán disparen un misil contra el aparato. Se lanza en picado desde su máxima cota, desgrana una retahíla de giros espasmódicos y toma tierra con una maniobra que deja sin aliento al pasaje alineado en duros asientos de paracaidista. Alguien traga saliva.
El nuevo aeropuerto de Kabul es fruto de la reconstrucción del país financiada por la comunidad internacional. Como todos los hospitales, escuelas y obras públicas. Sobre su pista, primorosamente asfaltada, se asiste a un desfile de helicópteros artillados y aviones militares. El aparcamiento está copado por blindados franceses, alemanes y británicos. En el suelo dormitan abrazados a sus fusiles medio centenar de militares estadounidenses con la ropa de campaña blanca de polvo. Regresan de una misión. El calor es sofocante. Entre la marea de uniformes desconcierta la presencia de un grupo de civiles armados y parapetados tras gafas oscuras. Algunos lucen barbas al estilo talibán. Varios, kufiyas palestinas enroscadas al cuello. Uno va tocado con un gorro pastún. Otro lleva el típico conjunto de pantalón y camisa afgano, el salwar qameez, bajo el que asoman un par de automáticas. Forman parte de un equipo de operaciones especiales del ejército estadounidense y la CIA. Los comandos que buscan a Bin Laden. Se introducen en todoterreno con matrícula local y se pierden en dirección a las montañas que dominan Kabul. "Cazadores de cabelleras", les denominan.
No tienen que ir muy lejos. A 35 kilómetros al sur de Kabul, en la provincia de Wardak, los talibán imponen su ley. A sólo 45 kilómetros de aquí bombardean a diario Bagram, la base americana más poderosa. Algo similar ocurre en el sur y las zonas fronterizas, verdadero territorio comanche. Sin olvidar el goteo de incidentes en las pacíficas provincias del norte y del oeste (donde opera España). Hace menos de un mes tres soldados alemanes fueron asesinados en el norte del país. Sólo durante la primera semana de junio, las fuerzas de la coalición, Estados Unidos y otros 41 países que intentan transformar Afganistán en un Estado desarrollado y democrático, sufrieron 400 ataques. El peor balance desde la invasión americana al Afganistán de los talibán tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Ocho años después, en Afganistán muere un soldado occidental cada día. Y cuatro policías afganos. Y al menos ocho civiles por los bombardeos de la aviación americana y a manos de la insurgencia, un término acuñado en algún think tank de Occidente para definir esa nebulosa terrorista formada por talibán, mercenarios de Al Qaeda, señores de la guerra, capos de la heroína, delincuentes e, incluso, desempleados atraídos por un sueldo de 200 dólares en un país donde un policía gana 70.
La insurgencia no tiene un líder ni un mando centralizado. Tampoco un proyecto común. Algunas facciones luchan por expulsar a la coalición de suelo afgano. Otras, proclamar la ley islámica; hay facciones que pretenden mantener su control feudal; y la mayoría piensa en sus negocios: el opio, el contrabando, la corrupción. No tienen un objetivo común, pero están consiguiendo que este conflicto sin nombre se quede empantanado. En Estados Unidos ya se habla del "Vietnam de Obama".
Una guerra que el presidente no puede perder. Es su objetivo prioritario en política exterior. Su equipo ha diseñado una nueva estrategia de palo y zanahoria para Afganistán: más soldados americanos sobre el terreno y menos bombardeos sobre la población civil; más dinero para reconstrucción y más control de la corrupción en el Gobierno; más cooperantes y más agentes secretos; pactos con los talibán moderados e inflexibilidad con los capos de opio. Pagar, crear y entrenar un ejército afgano de 250.000 soldados que se haga un día con la situación. Y, de momento, conseguir que las elecciones presidenciales del próximo 20 de agosto se desarrollen con tranquilidad. Sería un buen síntoma. El primer paso, según un general norteamericano, para "crear un Estado viable y retirarnos con honor en un plazo de 10 años". Los más pesimistas se apresuran a recordar el sobrenombre que recibe este país desde el siglo XIX: "Tumba de los imperios".
Desde el asiento trasero del blindado, el camino hasta Kabul discurre como una película de cine mudo. Viajamos en una cápsula insonorizada. El casco y el pesado chaleco antibalas son obligatorios. Cruzamos continuos controles a cargo de soldados del Ejército Nacional Afgano. Nuestro vehículo no frena. Cambia de carril sin avisar. Acciona una ronca sirena en las glorietas para que los conductores se aparten. Cualquiera puede ser el enemigo. No lleva uniforme. Está inoculado en la población. En cualquier esquina puede estallar un artefacto explosivo improvisado. Ese vendedor que corretea sonriente con una bandeja de pistachos tal vez sea un suicida cargado de explosivos. Cada coche y cada moto que se cruzan en nuestro camino podrían contener una bomba. Nuestro conductor suda. Afganistán es una guerra de nervios.
"Soy un objetivo claro por el hecho de llevar este uniforme; soy un símbolo a batir y no puedo salir del perímetro de la base sin una misión y sin medidas de seguridad; siempre debo ir armado; no estamos aquí para hacer turismo; no estamos repartiendo peladillas; ahí fuera muere gente; caen compañeros; ahí fuera hace mucho calor; lo asumo. Intento estar ocupado; hacer mi trabajo y no pensar en nada más; que pase el tiempo y volver a casa", nos comentará un sargento español. Desde esa perspectiva, la mayoría de los 62.000 soldados de la International Security Assistance Force (ISAF) nunca mantendrán una conversación con un nativo ante una taza de té. No entrarán en su casa. Ni pisarán sus mercados sin armas y uniformes. Miles de soldados occidentales pasarán entre seis meses y un año enclaustrados en este país sin cruzar una palabra con los afganos. El desconocimiento es absoluto. No hay odio. Sólo ignorancia. Uno de los comentarios más repetido por los occidentales es el siguiente: "Esa gente vive como en la Edad Media".
Cuando por fin nos sumergimos sin escoltas en una ciudad afgana (una vez que hemos eximido a ISAF de cualquier responsabilidad sobre lo que nos pueda ocurrir), la obsesión de los militares por la seguridad pesa más en nuestro subconsciente que la amenaza real. Pero no ocurre nada. La gente pasa. Ni nos mira. Sigue su camino. Algún niño se acerca con timidez. El ajetreo en Herat es constante y nos envuelve como un ruidoso torbellino. En la Mezquita del Viernes, un grupo de severos mulás de etnia pastún reza en voz alta mientras se balancean adelante y atrás como impulsados por "el aliento de dios". Uno de nosotros, un cámara de televisión, comienza a grabarles. Se extiende un murmullo. Decenas de hombres se van acercando entre curiosos y enojados. La gente se apelotona en torno al mulá. Nuestro intérprete, desencajado, recomienda que abandonemos el recinto. Cae la tarde. Vibra en el aire la llamada a la oración desde los minaretes. Las calles se llenan de sombras. Un joven nos tranquiliza: "¿Españoles? No se preocupen, sabemos que ustedes no matan". Y hace un gesto como si disparara una metralleta.
El subdesarrollo es profundo en este país de 35 millones de habitantes. Apenas hay carreteras asfaltadas, agua corriente, electricidad, saneamiento. Las casas son de adobe. Dromedarios tiñosos, cabras y ovejas pastan en el arcén. Borricos arrastran pequeños carros. El tráfico es anárquico. Repleto de motocarros renqueantes bajo media docena de pasajeros y bicicletas cargadas de fardos. Las calles son un mercado de especias, frutas, verduras, sal, cachivaches. Hay grandes tortas de pan colgadas en cordeles. Y puestos de pinchos de cordero. Abundan los artesanos y brotan las primeras tiendas de telefonía. Y una primitiva publicidad de móviles y tarjetas de crédito. Por contra, son escasas las parabólicas. Los hombres tienen el rostro curtido como el cuero; son ceremoniosos, orgullosos, imperturbables y piadosos; van tocados con turbantes y vestidos al modo tradicional. Las escasas mujeres parecen flotar mientras caminan por las calles presas del burka. Las niñas llevan velo desde muy niñas. Hay niños cubiertos de grasa trabajando en talleres; otros revuelven la basura. Apesta. No hay un occidental.
Afganistán es uno de los pueblos más pobres del planeta. Con apenas un 15% de su suelo apto para el cultivo que se dedica a producir el 95% del opio del planeta. La esperanza de vida es de 43 años. La renta por habitante, 150 dólares. El analfabetismo roza la mitad de la población. Las cifras de mortalidad infantil son dramáticas. El resultado de años de conflicto. En las tres últimas décadas la historia no ha dado un día de aliento a los afganos. En sólo 30 años el país pasó de ser una monarquía feudal a una dictadura comunista; sufrió la invasión de la URSS contra la que se levantó en una guerra que duró 10 años y provocó un millón de muertos y millones de desplazados. Le siguió una sangrienta guerra civil que desembocó en la dictadura teocrática de los talibán, que convirtieron el país en refugio de Al Qaeda. Fueron desalojados del poder en 2002 por Estados Unidos, que colocó a Hamid Karzai al frente de un Gobierno que se ha demostrado débil e impopular. Peor aún, corrupto. En el Cuartel General de ISAF, un organigrama elaborado por la inteligencia militar muestra las conexiones de Karzai, sus ministros y familiares con los clanes tribales y los oscuros intereses económicos. No hay un resquicio por el que no se cuele la corrupción.
A este Estado sin cimientos le ha tocado ser el tablero de juego donde se dilucidan los conflictos del planeta. Aquí disputan una partida mortal India y Pakistán, dos potencias nucleares siempre en guerra soterrada; aquí se enfrentan dos visiones del islam, la chiita y la sunita, financiadas por la vecina Irán y las rigoristas monarquías del Golfo; aquí se enfrentaron por persona interpuesta Estados Unidos y la URSS durante la guerra fría, y ahora Estados Unidos contra el islamismo radical de Al Qaeda, que hizo de Afganistán un santuario para extender el terror desde Nueva York y Londres hasta Madrid. Y todo bajo la atenta mirada de otros tres Estados que cuentan con armas atómicas: Rusia, China e Israel.
Eterno cruce de caminos, en este territorio también se dan cita los traficantes de heroína y los intereses petrolíferos y gasísticos de las vecinas y dictatoriales repúblicas ex soviéticas. Hay en estos momentos en suelo afgano 60.000 soldados norteamericanos y 30.000 más de 41 países. Todo en un país fraccionado tribal y étnicamente, con unas fronteras desdibujadas y que nunca contó con un poder central. Como nos aclarará Homayoon Azizi, de 37 años, poderoso jefe del Consejo Provincial de Herat, que agrupa a los jefes tribales de la provincia: "No es que seamos una nación rota, es que no somos una nación. Necesitamos tiempo y estabilidad para construir este país. Somos una nación en construcción. Y nuestro éxito depende de que nuestros vecinos nos dejen en paz". Un argumento que comparte el general Khaid Muhammad Khandar, jefe de Estado Mayor del 207 Cuerpo de Ejército afgano: "Llevamos 30 años en guerra y es pronto para volver a la normalidad. El mundo nos está ayudando, pero nuestros vecinos no quieren que mejoremos. Desarrollan actividades secretas en nuestro país. No respetan las fronteras. Las madrasas y los campos de entrenamiento están en Pakistán. Nuestros vecinos son como una serpiente venenosa en nuestra manga".
El teniente general británico J. B. Dutton es el segundo comandante en jefe de la coalición. Un veterano de Irak. Forma parte de esa nueva generación de oficiales educados entre las intervenciones militares en medio mundo y los laboratorios de ideas. Idéntico perfil al de su jefe, el general norteamericano Stanley A. McChrystal, de 54 años, un especialista del lado oscuro de la guerra cuyos comandos capturaron a Saddam Hussein en 2003, recién elegido por Obama para que deshaga el embrollo afgano. Dutton tiene la imagen de un ex alumno de Oxford de mandíbula cuadrada y porte aristocrático. Se expresa como un político. "No estamos perdiendo la guerra. En 2002 expulsamos a los talibán y creamos una Administración democrática. Se redactó una Constitución que da derechos a las mujeres. Y estamos progresando. El presidente Obama ha cambiado su foco de atención de Irak a Afganistán. Ha nombrado a un enviado especial y ha prometido 21.000 soldados más. Y cuando los americanos ponen su atención en algo, ponen implicación y fuerzas, es una buena noticia.
-¿Qué han hecho mal en Afganistán?
-Hemos perdido la batalla de la información. La gente no sabe qué estamos haciendo aquí. Nuestros éxitos se deben medir en carreteras, hospitales y escuelas. La vida de los afganos es mejor que cuando estaban los talibán. Ni un 10% quieren que vuelvan los talibán. Quieren libertad.
-También están perdiendo la batalla de la droga.
-La droga financia la insurgencia. Nuestra inteligencia ha encontrado conexiones entre ambas. Vamos a ir a por los cultivadores porque están conectados con los talibán. Hemos tenido éxitos, pero todavía hay una enorme cantidad de droga en algunas provincias. Sobre todo en Helmand, en el sur. Es su primera fuente de empleo, y en torno a esa población los talibán están construyendo una base social. Pero el problema no es militar, sino del Gobierno afgano.
-¿Cuándo dirán misión cumplida?
-Cuando el nuevo ejército afgano tome el control y garantice la seguridad. Cuando hablemos de un país seguro donde se puedan celebrar elecciones sin miedo.
-Se habla de descoordinación entre las fuerzas de la coalición...
-No hay ningún problema de coordinación. Llevamos 60 años trabajando juntos en la OTAN. Nuestro idioma es el inglés y hay un procedimiento común para cada situación. También es cierto que Estados Unidos y Reino Unido y algunos aliados como los canadienses (que han tenido proporcionalmente el mayor número de bajas) están haciendo el trabajo más duro. Y ésa es también una parte de la realidad.
Nuestra entrevista transcurre en la terraza de The Garden, el club de oficiales del cuartel general de ISAF, en Kabul. Un fresco oasis de aspecto colonial escondido en esta enorme e inhóspita base militar donde viven y trabajan en barracones 2.000 militares de 42 países. Después de pasar unas horas en este campamento, a uno se le ocurre definirlo con tres palabras que empiezan por b: búnker, burbuja y babel.
En un lugar preferente del The Garden varios oficiales americanos fuman displicentes grandes habanos; frente a ellos, un grupo de canadienses preparan una barbacoa. En otro lugar del jardín algunos españoles atacan unas cervecitas. El general Dutton asegura que la coordinación entre los 42 ejércitos es perfecta. La realidad no confirma su afirmación. En esta base militar (o, lo que es lo mismo, en todas las bases que hemos visitado) cada colectivo tiene sus horarios, fiestas y costumbres y apenas se mezcla con el resto. En Camp Arena, a 600 kilómetros de Kabul, o en Camp Stone, que comparten españoles e italianos, cada contingente come y bebe por su cuenta. Al igual que en Camp Marmal, en Mazar-e-Sharif, donde alemanes y suecos y polacos ni se saludan. En todos hay pocas palabras y aún menos sonrisas. Cada uno a lo suyo.
Quizá sea una metáfora de la misión de ISAF en Afganistán. Cada país lucha por un pedazo del pastel de influencia internacional. Tiene su estrategia e intereses; socios e influencias; contactos y células de inteligencia. Sus propias reglas de enfrentamiento con el enemigo. Incluso una definición política de su misión que no siempre coincide con la de sus aliados. Un coronel europeo destinado en el cuartel general es rotundo al respecto: "Esto es un laberinto, y los únicos que parecen tenerlo claro son los americanos y los ingleses. Los americanos están comprometidos a muerte y van a meter 30.000 hombres más. Son como los ingleses. Están en los sitios más peligrosos. En el Sur y en el Este. Donde el resto de países no quieren ir. A los ingleses les decimos: "Cuidado con entrar en ese pueblo porque hay insurgentes; y se meten a saco. Y pierden un pelotón. Saben que esto es una guerra. Los españoles o los alemanes, todo lo contrario; sus Gobiernos les dicen que no se metan en líos. No patrullan de noche, no participan en operaciones antidroga ni contra la insurgencia y sólo pueden usar sus armas para rechazar un ataque. Dicen que están aquí para reconstruir. Y hacen un puente y al día siguiente se lo vuelan. Es otra forma de ver el conflicto". Un oficial español de similar graduación defiende la posición de nuestro Ejército: "Efectivamente, esto es una guerra. Hay una coalición y nosotros hemos asumido el papel de ir de perfil; dedicarnos a la reconstrucción; no combatimos, estamos en lo logístico".
En Afganistán conviven dos dispositivos militares muy diferentes. El primero es la Operación Libertad Duradera, organizada por Estados Unidos para invadir Afganistán tras el ataque contra las Torres Gemelas. Cuenta con unos 30.000 soldados americanos y tiene como objetivo acabar con el terrorismo. Lo explica uno de sus mandos, el coronel Greg Julian: "Nuestro trabajo es capturar y matar a los talibán; localizar sus redes e instalaciones y destruirlas. No trabajamos en una región precisa. Estamos donde se nos necesita. Nuestras operaciones se basan en localizar, entrar, actuar y salir. Queremos hacer de Afganistán un país estable y libre de los terroristas que nos atacaron el 11-S. Nos jugamos la seguridad de nuestros hijos".
En tres meses, Libertad Duradera echó a los talibán del poder. Sin gran esfuerzo. En 2002, en plena guerra, la coalición sólo tuvo 69 bajas. Afganistán era, en teoría, un caso cerrado. A mediados de 2002 el presidente George W. Bush posó su mirada en Irak. Lo invadió a comienzos de 2003 y retiró gran parte de sus tropas en Afganistán. Y todo el impulso político y económico para el cambio en este país. Bush se equivocó. Cantó victoria demasiado pronto. Para sus estrategas neocons había llegado el momento de pasar al segundo paso de la campaña de Afganistán: la reconstrucción. La llevarían a cabo sus socios de la OTAN.
Al otro lado del espejo de la Operación Libertad Duradera está ISAF, el dispositivo militar occidental en suelo afgano, bajo mando de la OTAN y de las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU. Cuenta con 62.000 soldados de 42 países (la mitad americanos) repartidos en comandos regionales con la misión de "ayudar al Gobierno afgano a establecer un ambiente seguro en el país y conducir operaciones de estabilización junto al Ejército afgano, en cuyo desarrollo, entrenamiento y equipamiento estamos implicados". El capitán de navío inglés Mark Durkin simplifica esa jerga estratégica: "ISAF no es una operación contraterrorista, sino para dar seguridad al país. Tratamos de crear un espacio de seguridad y desarrollo. Y si en el transcurso de nuestras misiones nos llevamos por delante a unos pocos terroristas, mejor que mejor".
El modelo de desarrollo que Occidente quería aplicar en Afganistán era el Plan Marshall, que había reinventado Alemania tras la II Guerra Mundial reconstruyendo su ejército e infraestructuras, reanimando la economía y creando una nueva estructura política. La diferencia es que en 1945 la guerra había terminado en Alemania. Y en Afganistán no. Pacificar es más complicado que invadir. En los tres últimos años ha dado la vuelta la tortilla. Hay una ofensiva talibán en todos los frentes. Este año han muerto 160 soldados. Y así es imposible la estabilización. Muchos oficiales occidentales dudan de cuál es hoy su misión en Afganistán: luchar o reconstruir. Y todo bajo el escrutinio de la opinión pública, que no está dispuesta a ver cómo sus soldados regresan en ataúdes y cómo cientos de civiles afganos mueren a causa de los bombardeos contra la insurgencia. Un callejón sin salida.
"Y sin paz es imposible el desarrollo de este país", reflexiona el comandante Amoriello, de la Brigada italiana Folgore destacada en Herat. "Estamos atados de pies y manos. Para nosotros, un muerto es un problema, y para los talibán, propaganda. Y si son 1.000, mejor para ellos. Porque saben que causan un enorme descontento entre su población. Y entre la nuestra. El 90% de los muertos son civiles y tenemos que reducir a cero el número de bajas porque tiran por tierra nuestro trabajo de pacificación".
¿Es o no es una guerra? Si no lo es, lo parece. A las cuatro de la madrugada, un contingente del Ejército español sale de la base Camp Arena, a las afueras de Herat, para escoltar un convoy hasta Qala-e-Naw, un villorrio a poco más de un centenar de kilómetros donde España realiza misiones de reconstrucción. No hay carretera. Este recorrido supondrá 14 horas de calvario por caminos imposibles. En tierra de nadie. Y bajo la amenaza de un atentado. Sólo se para a repostar. Setenta soldados viajan a bordo de un BMR (blindado medio sobre ruedas). Uno de los vehículos es una ambulancia. Otro incorpora una unidad de ingenieros para desactivar trampas explosivas. La patrulla está comandada por el capitán Pérez Ortiz, un treintañero de espesa barba tribal. Cada infante va equipado con chaleco, casco y fusil de asalto HK G36E. Dentro del vehículo, ametralladoras y lanzagranadas listas para ser empleadas. "Hay diversos procedimientos, según el ataque que recibamos. Si es un explosivo, un suicida o una emboscada. Según la situación, saldríamos por patas disparando o desembarcaríamos y nos haríamos fuertes". "Ésta es la guerra de ahora, la que no se estudiaba en las academias. La que mata en Afganistán", explica un suboficial.
En un BMR como estos y en una misión idéntica perdió la vida no lejos de aquí la soldado Idoia Rodríguez en 2007, víctima de una mina anticarro; y unos meses más tarde, el brigada Juan Andrés Suárez y el cabo Rubén Alonso, al empotrar un suicida su coche bomba contra el convoy en el que viajaban. "No lo piensas, pero tampoco te lo quitas de la cabeza", explica uno de estos soldados. Tras horas de camino su aspecto es terrible: los uniformes sucios, los ojos febriles, el polvo cubriéndoles el rostro. Peor que el cansancio es el estrés. La presencia invisible del enemigo. El último tramo del recorrido, atravesando núcleos urbanos, les destroza los nervios. "En esta zona es más fácil que los insurgentes nos ataquen y huyan. Y con las elecciones encima esto se va a poner muy feo". Una hora después, cuando alcanzan Camp Arena, alguno apenas se sostiene en pie. Pero están vivos.
Dentro de cinco semanas, el próximo 20 de agosto, tiene que cuadrar todo el trabajo que 1.300 soldados españoles y miles más de todo el mundo llevan a cabo en Afganistán. Si las elecciones tienen una alta participación, se desarrollan pacíficamente y son limpias, habrá una esperanza. Daoud Ali Najafi, máxima autoridad electoral del país, es optimista. "Se han registrado 4,5 millones de nuevos votantes, frente a los comicios de hace 5 años. El país quiere votar. Quiere cambios. El 44% del total de inscritos son mujeres. Y el 25% de los escaños están reservados para ellas. ¿No le parece una buena noticia?".
Lo es. Una gran noticia. La estrategia de represión que siguieron los talibán contra las mujeres durante los cinco años que detentaron el poder recuerda a la de los nazis con los judíos. La filosofía del régimen era que ser mujer es algo sucio, vergonzoso, inhumano. Bajo ese argumento les arrebataron sus derechos civiles; les privaron del acceso a la sanidad, la educación y el mercado laboral; las segregaron en transportes y oficinas; las obligaron a vestir el burka y recluyeron en sus domicilios; después comenzaron los castigos físicos y, por fin, las ejecuciones públicas.
Por eso, hoy, a las cinco de la tarde, es emocionante plantarse a la salida de un colegio de niñas y permanecer un rato. Dos millones han vuelto a las aulas. Estas alumnas visten túnicas negras y velos pálidos sobre el pelo. Pero montan el mismo escándalo que todos los niños del mundo. Algunas se deslizan el pañuelo hasta la coronilla y se remangan el chador para jugar. Y a uno se le escapa una sonrisa.
Inclinado sobre el capó del vehículo blindado, el cabo Wadock, del Séptimo Regimiento de Transportes de su Majestad, señala con su índice en un plano de Kabul el camino que vamos a seguir desde el aeropuerto hasta el Cuartel General. Las zonas peligrosas están señaladas en rojo. Nuestra ruta, en verde. Las vías de escape, en amarillo. Mike Wadock, hincha del Liverpool Football Club, tiene 20 años; es un tipo rubio, flaco, fibroso; embutido en un uniforme de camuflaje; una nueve milímetros en el pecho y un fusil SA80 al hombro. Forma parte del equipo Foxtrot del Ejército Británico, cuya misión es trasladar con las máximas garantías de seguridad a militares y personal civil a través de la convulsa capital de Afganistán. "Si alguien abre fuego contra nosotros, no abandonen el coche hasta que demos la orden; si explota un artefacto a nuestro paso y mi compañero y yo quedamos fuera de combate, cojan el transmisor, accionen el botón rojo y den la contraseña; vendrán a rescatarles. ¿Alguna pregunta? ¡Vámonos!".
Los dos soldados cargan sus armas y nos introducimos en un Toyota sin distintivos, "hay que pasar desapercibido; no provocar a la población". Antes de arrancar activan el inhibidor de ondas que podría librarnos de un atentado con explosivos accionados a distancia. Salimos a toda velocidad. Suena Oasis en la radio. Bienvenidos a Afganistán.
Choque con la realidad. Es la guerra. Al menos lo parece. Aterrizar en Kabul a bordo de un avión de transporte C-160 del ejército alemán nos ha proporcionado la primera experiencia bélica. Durante la aproximación, el piloto toma sus precauciones ante la posibilidad de que los talibán disparen un misil contra el aparato. Se lanza en picado desde su máxima cota, desgrana una retahíla de giros espasmódicos y toma tierra con una maniobra que deja sin aliento al pasaje alineado en duros asientos de paracaidista. Alguien traga saliva.
El nuevo aeropuerto de Kabul es fruto de la reconstrucción del país financiada por la comunidad internacional. Como todos los hospitales, escuelas y obras públicas. Sobre su pista, primorosamente asfaltada, se asiste a un desfile de helicópteros artillados y aviones militares. El aparcamiento está copado por blindados franceses, alemanes y británicos. En el suelo dormitan abrazados a sus fusiles medio centenar de militares estadounidenses con la ropa de campaña blanca de polvo. Regresan de una misión. El calor es sofocante. Entre la marea de uniformes desconcierta la presencia de un grupo de civiles armados y parapetados tras gafas oscuras. Algunos lucen barbas al estilo talibán. Varios, kufiyas palestinas enroscadas al cuello. Uno va tocado con un gorro pastún. Otro lleva el típico conjunto de pantalón y camisa afgano, el salwar qameez, bajo el que asoman un par de automáticas. Forman parte de un equipo de operaciones especiales del ejército estadounidense y la CIA. Los comandos que buscan a Bin Laden. Se introducen en todoterreno con matrícula local y se pierden en dirección a las montañas que dominan Kabul. "Cazadores de cabelleras", les denominan.
No tienen que ir muy lejos. A 35 kilómetros al sur de Kabul, en la provincia de Wardak, los talibán imponen su ley. A sólo 45 kilómetros de aquí bombardean a diario Bagram, la base americana más poderosa. Algo similar ocurre en el sur y las zonas fronterizas, verdadero territorio comanche. Sin olvidar el goteo de incidentes en las pacíficas provincias del norte y del oeste (donde opera España). Hace menos de un mes tres soldados alemanes fueron asesinados en el norte del país. Sólo durante la primera semana de junio, las fuerzas de la coalición, Estados Unidos y otros 41 países que intentan transformar Afganistán en un Estado desarrollado y democrático, sufrieron 400 ataques. El peor balance desde la invasión americana al Afganistán de los talibán tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Ocho años después, en Afganistán muere un soldado occidental cada día. Y cuatro policías afganos. Y al menos ocho civiles por los bombardeos de la aviación americana y a manos de la insurgencia, un término acuñado en algún think tank de Occidente para definir esa nebulosa terrorista formada por talibán, mercenarios de Al Qaeda, señores de la guerra, capos de la heroína, delincuentes e, incluso, desempleados atraídos por un sueldo de 200 dólares en un país donde un policía gana 70.
La insurgencia no tiene un líder ni un mando centralizado. Tampoco un proyecto común. Algunas facciones luchan por expulsar a la coalición de suelo afgano. Otras, proclamar la ley islámica; hay facciones que pretenden mantener su control feudal; y la mayoría piensa en sus negocios: el opio, el contrabando, la corrupción. No tienen un objetivo común, pero están consiguiendo que este conflicto sin nombre se quede empantanado. En Estados Unidos ya se habla del "Vietnam de Obama".
Una guerra que el presidente no puede perder. Es su objetivo prioritario en política exterior. Su equipo ha diseñado una nueva estrategia de palo y zanahoria para Afganistán: más soldados americanos sobre el terreno y menos bombardeos sobre la población civil; más dinero para reconstrucción y más control de la corrupción en el Gobierno; más cooperantes y más agentes secretos; pactos con los talibán moderados e inflexibilidad con los capos de opio. Pagar, crear y entrenar un ejército afgano de 250.000 soldados que se haga un día con la situación. Y, de momento, conseguir que las elecciones presidenciales del próximo 20 de agosto se desarrollen con tranquilidad. Sería un buen síntoma. El primer paso, según un general norteamericano, para "crear un Estado viable y retirarnos con honor en un plazo de 10 años". Los más pesimistas se apresuran a recordar el sobrenombre que recibe este país desde el siglo XIX: "Tumba de los imperios".
Desde el asiento trasero del blindado, el camino hasta Kabul discurre como una película de cine mudo. Viajamos en una cápsula insonorizada. El casco y el pesado chaleco antibalas son obligatorios. Cruzamos continuos controles a cargo de soldados del Ejército Nacional Afgano. Nuestro vehículo no frena. Cambia de carril sin avisar. Acciona una ronca sirena en las glorietas para que los conductores se aparten. Cualquiera puede ser el enemigo. No lleva uniforme. Está inoculado en la población. En cualquier esquina puede estallar un artefacto explosivo improvisado. Ese vendedor que corretea sonriente con una bandeja de pistachos tal vez sea un suicida cargado de explosivos. Cada coche y cada moto que se cruzan en nuestro camino podrían contener una bomba. Nuestro conductor suda. Afganistán es una guerra de nervios.
"Soy un objetivo claro por el hecho de llevar este uniforme; soy un símbolo a batir y no puedo salir del perímetro de la base sin una misión y sin medidas de seguridad; siempre debo ir armado; no estamos aquí para hacer turismo; no estamos repartiendo peladillas; ahí fuera muere gente; caen compañeros; ahí fuera hace mucho calor; lo asumo. Intento estar ocupado; hacer mi trabajo y no pensar en nada más; que pase el tiempo y volver a casa", nos comentará un sargento español. Desde esa perspectiva, la mayoría de los 62.000 soldados de la International Security Assistance Force (ISAF) nunca mantendrán una conversación con un nativo ante una taza de té. No entrarán en su casa. Ni pisarán sus mercados sin armas y uniformes. Miles de soldados occidentales pasarán entre seis meses y un año enclaustrados en este país sin cruzar una palabra con los afganos. El desconocimiento es absoluto. No hay odio. Sólo ignorancia. Uno de los comentarios más repetido por los occidentales es el siguiente: "Esa gente vive como en la Edad Media".
Cuando por fin nos sumergimos sin escoltas en una ciudad afgana (una vez que hemos eximido a ISAF de cualquier responsabilidad sobre lo que nos pueda ocurrir), la obsesión de los militares por la seguridad pesa más en nuestro subconsciente que la amenaza real. Pero no ocurre nada. La gente pasa. Ni nos mira. Sigue su camino. Algún niño se acerca con timidez. El ajetreo en Herat es constante y nos envuelve como un ruidoso torbellino. En la Mezquita del Viernes, un grupo de severos mulás de etnia pastún reza en voz alta mientras se balancean adelante y atrás como impulsados por "el aliento de dios". Uno de nosotros, un cámara de televisión, comienza a grabarles. Se extiende un murmullo. Decenas de hombres se van acercando entre curiosos y enojados. La gente se apelotona en torno al mulá. Nuestro intérprete, desencajado, recomienda que abandonemos el recinto. Cae la tarde. Vibra en el aire la llamada a la oración desde los minaretes. Las calles se llenan de sombras. Un joven nos tranquiliza: "¿Españoles? No se preocupen, sabemos que ustedes no matan". Y hace un gesto como si disparara una metralleta.
El subdesarrollo es profundo en este país de 35 millones de habitantes. Apenas hay carreteras asfaltadas, agua corriente, electricidad, saneamiento. Las casas son de adobe. Dromedarios tiñosos, cabras y ovejas pastan en el arcén. Borricos arrastran pequeños carros. El tráfico es anárquico. Repleto de motocarros renqueantes bajo media docena de pasajeros y bicicletas cargadas de fardos. Las calles son un mercado de especias, frutas, verduras, sal, cachivaches. Hay grandes tortas de pan colgadas en cordeles. Y puestos de pinchos de cordero. Abundan los artesanos y brotan las primeras tiendas de telefonía. Y una primitiva publicidad de móviles y tarjetas de crédito. Por contra, son escasas las parabólicas. Los hombres tienen el rostro curtido como el cuero; son ceremoniosos, orgullosos, imperturbables y piadosos; van tocados con turbantes y vestidos al modo tradicional. Las escasas mujeres parecen flotar mientras caminan por las calles presas del burka. Las niñas llevan velo desde muy niñas. Hay niños cubiertos de grasa trabajando en talleres; otros revuelven la basura. Apesta. No hay un occidental.
Afganistán es uno de los pueblos más pobres del planeta. Con apenas un 15% de su suelo apto para el cultivo que se dedica a producir el 95% del opio del planeta. La esperanza de vida es de 43 años. La renta por habitante, 150 dólares. El analfabetismo roza la mitad de la población. Las cifras de mortalidad infantil son dramáticas. El resultado de años de conflicto. En las tres últimas décadas la historia no ha dado un día de aliento a los afganos. En sólo 30 años el país pasó de ser una monarquía feudal a una dictadura comunista; sufrió la invasión de la URSS contra la que se levantó en una guerra que duró 10 años y provocó un millón de muertos y millones de desplazados. Le siguió una sangrienta guerra civil que desembocó en la dictadura teocrática de los talibán, que convirtieron el país en refugio de Al Qaeda. Fueron desalojados del poder en 2002 por Estados Unidos, que colocó a Hamid Karzai al frente de un Gobierno que se ha demostrado débil e impopular. Peor aún, corrupto. En el Cuartel General de ISAF, un organigrama elaborado por la inteligencia militar muestra las conexiones de Karzai, sus ministros y familiares con los clanes tribales y los oscuros intereses económicos. No hay un resquicio por el que no se cuele la corrupción.
A este Estado sin cimientos le ha tocado ser el tablero de juego donde se dilucidan los conflictos del planeta. Aquí disputan una partida mortal India y Pakistán, dos potencias nucleares siempre en guerra soterrada; aquí se enfrentan dos visiones del islam, la chiita y la sunita, financiadas por la vecina Irán y las rigoristas monarquías del Golfo; aquí se enfrentaron por persona interpuesta Estados Unidos y la URSS durante la guerra fría, y ahora Estados Unidos contra el islamismo radical de Al Qaeda, que hizo de Afganistán un santuario para extender el terror desde Nueva York y Londres hasta Madrid. Y todo bajo la atenta mirada de otros tres Estados que cuentan con armas atómicas: Rusia, China e Israel.
Eterno cruce de caminos, en este territorio también se dan cita los traficantes de heroína y los intereses petrolíferos y gasísticos de las vecinas y dictatoriales repúblicas ex soviéticas. Hay en estos momentos en suelo afgano 60.000 soldados norteamericanos y 30.000 más de 41 países. Todo en un país fraccionado tribal y étnicamente, con unas fronteras desdibujadas y que nunca contó con un poder central. Como nos aclarará Homayoon Azizi, de 37 años, poderoso jefe del Consejo Provincial de Herat, que agrupa a los jefes tribales de la provincia: "No es que seamos una nación rota, es que no somos una nación. Necesitamos tiempo y estabilidad para construir este país. Somos una nación en construcción. Y nuestro éxito depende de que nuestros vecinos nos dejen en paz". Un argumento que comparte el general Khaid Muhammad Khandar, jefe de Estado Mayor del 207 Cuerpo de Ejército afgano: "Llevamos 30 años en guerra y es pronto para volver a la normalidad. El mundo nos está ayudando, pero nuestros vecinos no quieren que mejoremos. Desarrollan actividades secretas en nuestro país. No respetan las fronteras. Las madrasas y los campos de entrenamiento están en Pakistán. Nuestros vecinos son como una serpiente venenosa en nuestra manga".
El teniente general británico J. B. Dutton es el segundo comandante en jefe de la coalición. Un veterano de Irak. Forma parte de esa nueva generación de oficiales educados entre las intervenciones militares en medio mundo y los laboratorios de ideas. Idéntico perfil al de su jefe, el general norteamericano Stanley A. McChrystal, de 54 años, un especialista del lado oscuro de la guerra cuyos comandos capturaron a Saddam Hussein en 2003, recién elegido por Obama para que deshaga el embrollo afgano. Dutton tiene la imagen de un ex alumno de Oxford de mandíbula cuadrada y porte aristocrático. Se expresa como un político. "No estamos perdiendo la guerra. En 2002 expulsamos a los talibán y creamos una Administración democrática. Se redactó una Constitución que da derechos a las mujeres. Y estamos progresando. El presidente Obama ha cambiado su foco de atención de Irak a Afganistán. Ha nombrado a un enviado especial y ha prometido 21.000 soldados más. Y cuando los americanos ponen su atención en algo, ponen implicación y fuerzas, es una buena noticia.
-¿Qué han hecho mal en Afganistán?
-Hemos perdido la batalla de la información. La gente no sabe qué estamos haciendo aquí. Nuestros éxitos se deben medir en carreteras, hospitales y escuelas. La vida de los afganos es mejor que cuando estaban los talibán. Ni un 10% quieren que vuelvan los talibán. Quieren libertad.
-También están perdiendo la batalla de la droga.
-La droga financia la insurgencia. Nuestra inteligencia ha encontrado conexiones entre ambas. Vamos a ir a por los cultivadores porque están conectados con los talibán. Hemos tenido éxitos, pero todavía hay una enorme cantidad de droga en algunas provincias. Sobre todo en Helmand, en el sur. Es su primera fuente de empleo, y en torno a esa población los talibán están construyendo una base social. Pero el problema no es militar, sino del Gobierno afgano.
-¿Cuándo dirán misión cumplida?
-Cuando el nuevo ejército afgano tome el control y garantice la seguridad. Cuando hablemos de un país seguro donde se puedan celebrar elecciones sin miedo.
-Se habla de descoordinación entre las fuerzas de la coalición...
-No hay ningún problema de coordinación. Llevamos 60 años trabajando juntos en la OTAN. Nuestro idioma es el inglés y hay un procedimiento común para cada situación. También es cierto que Estados Unidos y Reino Unido y algunos aliados como los canadienses (que han tenido proporcionalmente el mayor número de bajas) están haciendo el trabajo más duro. Y ésa es también una parte de la realidad.
Nuestra entrevista transcurre en la terraza de The Garden, el club de oficiales del cuartel general de ISAF, en Kabul. Un fresco oasis de aspecto colonial escondido en esta enorme e inhóspita base militar donde viven y trabajan en barracones 2.000 militares de 42 países. Después de pasar unas horas en este campamento, a uno se le ocurre definirlo con tres palabras que empiezan por b: búnker, burbuja y babel.
En un lugar preferente del The Garden varios oficiales americanos fuman displicentes grandes habanos; frente a ellos, un grupo de canadienses preparan una barbacoa. En otro lugar del jardín algunos españoles atacan unas cervecitas. El general Dutton asegura que la coordinación entre los 42 ejércitos es perfecta. La realidad no confirma su afirmación. En esta base militar (o, lo que es lo mismo, en todas las bases que hemos visitado) cada colectivo tiene sus horarios, fiestas y costumbres y apenas se mezcla con el resto. En Camp Arena, a 600 kilómetros de Kabul, o en Camp Stone, que comparten españoles e italianos, cada contingente come y bebe por su cuenta. Al igual que en Camp Marmal, en Mazar-e-Sharif, donde alemanes y suecos y polacos ni se saludan. En todos hay pocas palabras y aún menos sonrisas. Cada uno a lo suyo.
Quizá sea una metáfora de la misión de ISAF en Afganistán. Cada país lucha por un pedazo del pastel de influencia internacional. Tiene su estrategia e intereses; socios e influencias; contactos y células de inteligencia. Sus propias reglas de enfrentamiento con el enemigo. Incluso una definición política de su misión que no siempre coincide con la de sus aliados. Un coronel europeo destinado en el cuartel general es rotundo al respecto: "Esto es un laberinto, y los únicos que parecen tenerlo claro son los americanos y los ingleses. Los americanos están comprometidos a muerte y van a meter 30.000 hombres más. Son como los ingleses. Están en los sitios más peligrosos. En el Sur y en el Este. Donde el resto de países no quieren ir. A los ingleses les decimos: "Cuidado con entrar en ese pueblo porque hay insurgentes; y se meten a saco. Y pierden un pelotón. Saben que esto es una guerra. Los españoles o los alemanes, todo lo contrario; sus Gobiernos les dicen que no se metan en líos. No patrullan de noche, no participan en operaciones antidroga ni contra la insurgencia y sólo pueden usar sus armas para rechazar un ataque. Dicen que están aquí para reconstruir. Y hacen un puente y al día siguiente se lo vuelan. Es otra forma de ver el conflicto". Un oficial español de similar graduación defiende la posición de nuestro Ejército: "Efectivamente, esto es una guerra. Hay una coalición y nosotros hemos asumido el papel de ir de perfil; dedicarnos a la reconstrucción; no combatimos, estamos en lo logístico".
En Afganistán conviven dos dispositivos militares muy diferentes. El primero es la Operación Libertad Duradera, organizada por Estados Unidos para invadir Afganistán tras el ataque contra las Torres Gemelas. Cuenta con unos 30.000 soldados americanos y tiene como objetivo acabar con el terrorismo. Lo explica uno de sus mandos, el coronel Greg Julian: "Nuestro trabajo es capturar y matar a los talibán; localizar sus redes e instalaciones y destruirlas. No trabajamos en una región precisa. Estamos donde se nos necesita. Nuestras operaciones se basan en localizar, entrar, actuar y salir. Queremos hacer de Afganistán un país estable y libre de los terroristas que nos atacaron el 11-S. Nos jugamos la seguridad de nuestros hijos".
En tres meses, Libertad Duradera echó a los talibán del poder. Sin gran esfuerzo. En 2002, en plena guerra, la coalición sólo tuvo 69 bajas. Afganistán era, en teoría, un caso cerrado. A mediados de 2002 el presidente George W. Bush posó su mirada en Irak. Lo invadió a comienzos de 2003 y retiró gran parte de sus tropas en Afganistán. Y todo el impulso político y económico para el cambio en este país. Bush se equivocó. Cantó victoria demasiado pronto. Para sus estrategas neocons había llegado el momento de pasar al segundo paso de la campaña de Afganistán: la reconstrucción. La llevarían a cabo sus socios de la OTAN.
Al otro lado del espejo de la Operación Libertad Duradera está ISAF, el dispositivo militar occidental en suelo afgano, bajo mando de la OTAN y de las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU. Cuenta con 62.000 soldados de 42 países (la mitad americanos) repartidos en comandos regionales con la misión de "ayudar al Gobierno afgano a establecer un ambiente seguro en el país y conducir operaciones de estabilización junto al Ejército afgano, en cuyo desarrollo, entrenamiento y equipamiento estamos implicados". El capitán de navío inglés Mark Durkin simplifica esa jerga estratégica: "ISAF no es una operación contraterrorista, sino para dar seguridad al país. Tratamos de crear un espacio de seguridad y desarrollo. Y si en el transcurso de nuestras misiones nos llevamos por delante a unos pocos terroristas, mejor que mejor".
El modelo de desarrollo que Occidente quería aplicar en Afganistán era el Plan Marshall, que había reinventado Alemania tras la II Guerra Mundial reconstruyendo su ejército e infraestructuras, reanimando la economía y creando una nueva estructura política. La diferencia es que en 1945 la guerra había terminado en Alemania. Y en Afganistán no. Pacificar es más complicado que invadir. En los tres últimos años ha dado la vuelta la tortilla. Hay una ofensiva talibán en todos los frentes. Este año han muerto 160 soldados. Y así es imposible la estabilización. Muchos oficiales occidentales dudan de cuál es hoy su misión en Afganistán: luchar o reconstruir. Y todo bajo el escrutinio de la opinión pública, que no está dispuesta a ver cómo sus soldados regresan en ataúdes y cómo cientos de civiles afganos mueren a causa de los bombardeos contra la insurgencia. Un callejón sin salida.
"Y sin paz es imposible el desarrollo de este país", reflexiona el comandante Amoriello, de la Brigada italiana Folgore destacada en Herat. "Estamos atados de pies y manos. Para nosotros, un muerto es un problema, y para los talibán, propaganda. Y si son 1.000, mejor para ellos. Porque saben que causan un enorme descontento entre su población. Y entre la nuestra. El 90% de los muertos son civiles y tenemos que reducir a cero el número de bajas porque tiran por tierra nuestro trabajo de pacificación".
¿Es o no es una guerra? Si no lo es, lo parece. A las cuatro de la madrugada, un contingente del Ejército español sale de la base Camp Arena, a las afueras de Herat, para escoltar un convoy hasta Qala-e-Naw, un villorrio a poco más de un centenar de kilómetros donde España realiza misiones de reconstrucción. No hay carretera. Este recorrido supondrá 14 horas de calvario por caminos imposibles. En tierra de nadie. Y bajo la amenaza de un atentado. Sólo se para a repostar. Setenta soldados viajan a bordo de un BMR (blindado medio sobre ruedas). Uno de los vehículos es una ambulancia. Otro incorpora una unidad de ingenieros para desactivar trampas explosivas. La patrulla está comandada por el capitán Pérez Ortiz, un treintañero de espesa barba tribal. Cada infante va equipado con chaleco, casco y fusil de asalto HK G36E. Dentro del vehículo, ametralladoras y lanzagranadas listas para ser empleadas. "Hay diversos procedimientos, según el ataque que recibamos. Si es un explosivo, un suicida o una emboscada. Según la situación, saldríamos por patas disparando o desembarcaríamos y nos haríamos fuertes". "Ésta es la guerra de ahora, la que no se estudiaba en las academias. La que mata en Afganistán", explica un suboficial.
En un BMR como estos y en una misión idéntica perdió la vida no lejos de aquí la soldado Idoia Rodríguez en 2007, víctima de una mina anticarro; y unos meses más tarde, el brigada Juan Andrés Suárez y el cabo Rubén Alonso, al empotrar un suicida su coche bomba contra el convoy en el que viajaban. "No lo piensas, pero tampoco te lo quitas de la cabeza", explica uno de estos soldados. Tras horas de camino su aspecto es terrible: los uniformes sucios, los ojos febriles, el polvo cubriéndoles el rostro. Peor que el cansancio es el estrés. La presencia invisible del enemigo. El último tramo del recorrido, atravesando núcleos urbanos, les destroza los nervios. "En esta zona es más fácil que los insurgentes nos ataquen y huyan. Y con las elecciones encima esto se va a poner muy feo". Una hora después, cuando alcanzan Camp Arena, alguno apenas se sostiene en pie. Pero están vivos.
Dentro de cinco semanas, el próximo 20 de agosto, tiene que cuadrar todo el trabajo que 1.300 soldados españoles y miles más de todo el mundo llevan a cabo en Afganistán. Si las elecciones tienen una alta participación, se desarrollan pacíficamente y son limpias, habrá una esperanza. Daoud Ali Najafi, máxima autoridad electoral del país, es optimista. "Se han registrado 4,5 millones de nuevos votantes, frente a los comicios de hace 5 años. El país quiere votar. Quiere cambios. El 44% del total de inscritos son mujeres. Y el 25% de los escaños están reservados para ellas. ¿No le parece una buena noticia?".
Lo es. Una gran noticia. La estrategia de represión que siguieron los talibán contra las mujeres durante los cinco años que detentaron el poder recuerda a la de los nazis con los judíos. La filosofía del régimen era que ser mujer es algo sucio, vergonzoso, inhumano. Bajo ese argumento les arrebataron sus derechos civiles; les privaron del acceso a la sanidad, la educación y el mercado laboral; las segregaron en transportes y oficinas; las obligaron a vestir el burka y recluyeron en sus domicilios; después comenzaron los castigos físicos y, por fin, las ejecuciones públicas.
Por eso, hoy, a las cinco de la tarde, es emocionante plantarse a la salida de un colegio de niñas y permanecer un rato. Dos millones han vuelto a las aulas. Estas alumnas visten túnicas negras y velos pálidos sobre el pelo. Pero montan el mismo escándalo que todos los niños del mundo. Algunas se deslizan el pañuelo hasta la coronilla y se remangan el chador para jugar. Y a uno se le escapa una sonrisa.
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