Testigo del horror: Las reinas de Saba
LAURA RESTREPO
LAURA RESTREPO
El País Semanal, 09/08/2009;
Las reinas de Saba La escritora colombiana Laura Restrepo ha viajado a los campos de refugiados en Yemen. Miles de mujeres y niños llegan hasta allí desde las costas del Cuerno de África. Huyen de la guerra, el hambre y el odio. Tercera entrega de esta serie con la que Médicos Sin Fronteras y 'El País Semanal' quieren rescatar del olvido a las víctimas de la violencia.
Vienen subiendo, y son miles. Mujeres con sus hijos. Saben que muchas morirán por el camino, o que tendrán que dejar enterrados a sus hijos. Pero la decisión está tomada, y no pararán hasta encontrar un lugar donde la vida les abra por fin la puerta. Cueste lo que cueste, y por encima de quien se interponga. Si te paras aquí, en la costa sur de Yemen, vas a verlas venir: el Cuerno de África entero parece estar subiendo. En pateras, por el desierto a pie, mendigando a través de las antiguas ciudades. Me dice Habiba -somalí, comadrona graduada y querida amiga mía- que cuando escucha la palabra refugiados no piensa en hombres. Cierra los ojos y ve mujeres con niños.
-Habiba -le pregunto-, ¿no serás tú la reina de Saba?
¡¿What?!
Cuando Médicos Sin Fronteras me propone visitar los campos de refugiados africanos en la República árabe de Yemen, lo primero que hago es releer un texto de 1934 en el que André Malraux cuenta cómo abordó un pequeño avión para sobrevolar esa región en busca de una mujer de 3.000 años de edad. Se trataba de la legendaria reina de Saba, soberana del incienso y de la mirra, nacida en algún punto incierto entre Yemen, Etiopía y Somalia. Poco después de su expedición, Malraux le anunciaba al mundo que había avistado desde el aire los vestigios del mítico imperio de Saba. Y sin embargo, a ella, a la Reina, nunca la encontró.
Nos acercarnos en jeep a Adén, en el extremo sur de Yemen. Ubicado sobre el golfo que lleva su mismo nombre, Adén mira hacia las desoladas costas del Cuerno de África, que le quedan a menos de 150 millas náuticas de distancia. Es el primer puerto que existió sobre el planeta. Allí fueron enterrados Caín y Abel, y construida el Arca de Noé, o al menos así está escrito; allí Arthur Rimbaud comerció con café, traficó con armas y renunció a escribir versos. Por las ventanas del jeep sólo vemos arena. Estamos en medio de ese mismo desierto yemení que en la historia antigua se tragó al ejército romano de Aecio Galo. Y de repente, como salida de la nada, aparece la reina de Saba. Es ella, no hay duda. Pero no la legendaria, sino la de carne y hueso. Y no la real, de realeza, sino la real de realidad.
Viene descalza, en medio de un grupo de 15 o 20 caminantes. Flaubert la imaginó vestida en brocado de oro con faralaes de perlas, azabaches y zafiros, pero no es así. Trae la ropa hecha jirones, arena en la boca, la mirada ausente y el cuerpo quemado por el sol y la sal. Se diría que es etíope por el color de su piel, que llaman nilótico en la suposición de que el tono, de un dorado tostado, es el mismo que el de las aguas del Nilo. Le preguntamos hacia dónde va. "A Arabia Saudí", responde. Pero no tiene brújula, ni guía, ni fuerzas, y no sabe que camina justamente en la dirección opuesta.
Como ella, miles de etíopes y somalíes echan a andar desierto adentro a la buena de Dios, o de la mano de Alá, retando a la fatalidad y ahuyentando demonios. Han cruzado el golfo en una de las travesías más arriesgadas e inhumanas que se puedan concebir. Vienen huyendo de la guerra, del hambre y del odio, o como diría Malraux, de las tres caras de la muerte.
Trono de arena. Volvemos a ver a la señora de Saba unas horas más tarde, en la playa, pero esta vez es somalí. Antiguos textos abisinios la llaman Makeda. El Corán la llama Belkis y la presenta "en un trono magnífico". Pero ella asegura llamarse Ayanna, trae un bebé en brazos y está sentada en la arena. Hace parte de los new arrivals, o recién llegados, tras un landing, o desembarco, traídos por los smugglers, o traficantes de personas. Los propios somalíes bautizan su éxodo con estos nombres en inglés; a fin de cuentas, aprendieron el idioma durante los años de dominación británica, una de tantas que han tenido que sobrellevar. También los franceses, los italianos, los rusos y Ronald Reagan saquearon su tierra, la convirtieron en campo de batalla y tras el retiro de las tropas la dejaron sembrada de armas, las mismas que luego fueron desenterradas por los asesinos locales: señores de la guerra, narcos, violadores, tiranos, piratas, clanes enfrentados, milicias vengadoras, smugglers. Hoy, las grandes naciones ni asoman por Somalia; la han dejado librada a la impiedad de su suerte. Nadie puede con ella, ardiente luna silenciosa que a todos espanta. En 1992, cuando ya el exterminio y la hambruna la habían arrasado, el mundo pareció apiadarse y mandó por fin ayuda humanitaria. Con resultados desastrosos: a los siete meses de su arribo, las fuerzas de Naciones Unidas la abandonaban, ametrallando en su huida a población civil desde helicópteros. A todos derrota la indómita Somalia, pero a quien más derrota, castiga y desangra es a sí misma. Me recita Habiba un viejo dicho somalí: "Con mi hermano contra el resto de la familia. Con mi familia contra mi clan. Con mi clan contra los demás clanes. Todos los clanes juntos contra el resto del mundo". Conozco el fenómeno. También yo provengo de un país, Colombia, hundido en un atolladero histórico donde nos devoramos los unos a los otros. No por nada Colombia y Somalia comparten el mismo paralelo sobre el globo terráqueo.
El bebé que Ayanna sostiene en brazos está vivo. Milagrosamente. Pese a estar exhausta y atónita, ella repite una letanía de frases secas, cortas. Dice a quien quiera oírla, o se dice a sí misma, que su niño venía llorando en el barco. Los smugglers le advirtieron que lo tirarían al mar si no lo callaba, pero cómo iba a callarlo, si ni agua tenía para darle. El niño siguió llorando y lo tiraron. Ella se tiró detrás, pudo agarrarlo antes de que se ahogara y nadó con él hasta la costa. Pero en el barco se le quedaron sus otros dos hijos. Luego los encontró, allí en la playa, vivos también. Uno de los refugiados que venían con ella en el barco los había ayudado a alcanzar la orilla.
No todos corren con la misma suerte. Barcos en los que sólo cabrían 30 o 40 personas son atiborrados con 120 o 150, en travesías que suelen durar entre tres y cinco días. Las soportan sin comer ni beber, a rayo de sol, entre orines, heces y vómitos propios y ajenos. A quien se mueva o proteste, los smugglers le descerrajan un correazo por la cabeza, la cara, la espalda, abriéndole la carne con la hebilla metálica del cinturón. Para no ser interceptados por la patrulla costera yemení, los barcos llegan de noche, dan media vuelta antes de alcanzar la orilla para emprender el regreso y en ese momento arrojan al agua su carga humana. En medio de la ciega negrura, algunos se ahogan porque no saben nadar. Otros, porque vienen entumidos tras permanecer tanto tiempo inmóviles y encogidos. Los hay que desaparecen nadando mar adentro, porque en la costa desierta no hay una luz que los guíe. Los etíopes llevan la peor parte. En el barco los hacinan abajo, en la bodega para el pescado, donde no es raro que mueran de asfixia, y una vez en Yemen no se les reconoce status de refugiados políticos, como sí a los somalíes. Por capricho de las convenciones internacionales, los etíopes son considerados simples migrantes económicos, y en cuanto tales pueden ser deportados.
Cuando emprenden el viaje, todos ellos saben del horror que les espera. No sólo lo saben, sino que duran meses juntando los 80 o 100 dólares que les cobran por el pasaje. "En el mar es posible que te mueras", me dice Habiba, "pero si te quedas en Somalia, es seguro que te matan".
Traídos por las aguas. Habiba huyó de Somalia hace siete años, también ella en patera, y hoy trabaja con los equipos de Médicos Sin Fronteras que patrullan la costa yemení a la espera de landings. Socorren a los recién llegados con primeros auxilios, agua, biscuits ricos en proteínas, ropa seca y chanclas de caucho, y les ofrecen transporte hasta un centro médico en la vecina Ahwar, donde podrán permanecer mientras se reponen. Al menos del cuerpo. Del extremo sufrimiento, la desesperanza y la muerte de los suyos, nadie podrá curarlos. Me cuentan que, hace unas semanas, entre los refugiados venía una muchacha muy bella. ¿Acaso no sería ella la reina de Saba? A lo mejor -condesciende Habiba-, pero al llegar a Yemen, los traficantes le impidieron bajarse del barco junto con los demás. Ella gritó, se volvió loca, intentó tirarse al agua, pero la amarraron. Se la llevaron de vuelta para violarla a su antojo.
Hussein, otro de los integrantes de MSF, me habla de la madrugada del pasado 15 de diciembre. "Imposible olvidar esa fecha", dice. "Al llegar a casa me bañé, al otro día me bañé dos veces. Pero por más que me bañe, esa fecha no la olvido. Habíamos salido a patrullar por la costa y hacia las siete de la mañana divisamos siluetas. ¡Landing! Venían como zombis", dice Hussein, "desnudos, con la expresión en blanco. Estaban muy mal, peor que otras veces. No reaccionaban. Al fin uno nos dijo lo que ya sospechábamos, que había volcado la patera en la que venían con otros 130 pasajeros. Atendimos a los vivos, corrimos hacia el mar y a lo largo de la playa fuimos encontrando los cadáveres. Muchos. Conté 57. Entre ellos había niños, adolescentes, mujeres embarazadas. Los cangrejos ya se estaban comiendo sus cuerpos. Los fuimos arrastrando lejos del agua, los tomamos fotos para que después sus familiares pudieran identificarlos, los metimos en bolsas plásticas. Trabajamos hasta que se cerró la oscuridad y no nos permitió seguir haciéndolo. Regresamos a la playa a primera hora del día siguiente y vimos que el mar había traído más cuerpos".
Los tres pisos de tu culpa. Jameelah lleva más de ocho años en el campo de Kharaz y sigue tan enferma como el día en que desembarcó. Las dolencias ya no están en su cuerpo, pero las carga en el alma. Se vino dejando atrás a su madre y a sus cinco hermanos. Trajo consigo a su único hijo, que murió durante la travesía de un golpe que le asestaron en la cabeza. A partir de entonces, tan pronto logra dormirse, Jameelah cae en una pesadilla que la martiriza. Sueña que un yenil, o demonio, la arrastra hacia una construcción de tres pisos donde la somete a juicio. En el primer piso, la condena por la muerte del hijo. En el segundo piso, la condena por abandonar a la madre y los hermanos. En el último piso también la condena, pero al despertar, ella no logra recordar por qué motivo era juzgada esa tercera vez. Jorge, uno de los psicólogos de MSF, le da un cuaderno y le pide "Jameelah, escribe tu sueño". Ella lo hace. Jorge lee y le dice: "Ahora vamos a preparar tu defensa. La próxima vez vas a explicarle al yenil que viniste a Yemen para trabajar y enviarle dinero a tu madre, que no la abandonaste, ni tampoco a tus hermanos, y que a tu hijo no lo mataste tú, lo mataron los smugglers. Dile a ese yenil que no haces nada contra tu familia, al contrario, has intentado darle mejor vida, aunque la posibilidad no esté en tus manos". El sueño de Jameelah se ha seguido repitiendo, pero ahora el yenil la absuelve en el primero y el segundo piso. Sin embargo en el tercero la condena, y ella sigue sin saber de qué la acusa. "La culpabilidad de las víctimas es un pozo sin fondo", me dice Jorge, el psicólogo.
¿Salomón usaba guantes?
Está escrito que Makeda salió de Saba y cruzó el desierto en busca de Salomón, de quien le habían dicho que era un rey sabio. Las sabias están más bien aquí, pienso al visitar el consultorio médico en el campo de refugiados del ACNUR en Kharaz, en pleno desierto, a tres horas por carretera de Adén. Los médicos son dos muchachas yemeníes, la doctora Jazmin y la doctora Leila. Según la usanza en el país, ambas van tapadas con abaya y toca negras de la cabeza a los pies, salvo una mínima ranura por la cual pueden verte, y tú a ellas puedes verles los ojos. Jazmin debe de pertenecer a un clan más tradicionalista que Leila, porque lleva puesto, además, un par de guantes negros que no se quita en público. "No siempre es fácil atender a las refugiadas", me dice. "Si sólo lidiaras con enfermedades, vaya y pase, pero tienes que enfrentarte a algo casi incurable, los prejuicios atávicos".
Yo miro sus guantes, miro el denso velo que le oculta la cara, y no puedo creer lo que estoy escuchando. Afortunadamente, ella, sin darse por aludida, me sigue explicando. Me dice que en el campo hay una somalí destrozada por un dilema. Vivía en Mogadiscio cuando una tarde, al regresar a su casa, fue violada por los seis o siete integrantes de una milicia etíope. No sólo la violaron una y otra vez, sino que la hirieron con cuchillo, le rompieron un brazo de un culatazo y la abandonaron cuando la creyeron muerta. Es lo habitual allí: ultrajar a las mujeres de otro clan es una de las formas que asume la venganza. Alguien la encontró en coma, se las arregló para hacerla ver por un médico, y ella sobrevivió. Pero se convirtió en motivo de shame, vergüenza, para su familia somalí, por haber sido violada por etíopes. Luego se dio cuenta de que había quedado embarazada, y huyó de Somalia por temor a que sus propias gentes mataran a la criatura al nacer. Dejó en casa a sus cuatro hijos, logró cruzar el golfo y se presentó en el campo de Kharaz, pidiendo asilo. Allí, las doctoras Jazmin y Leila le atendieron el parto. El niño, que nació bien, tenía la piel oscura de los etíopes, así que con sólo verlo, cualquier somalí reconocería en él la sangre ajena. Desde Mogadiscio, la abuela le rogaba a la mujer que abandonara en Yemen al niño etíope y que volviera a casa a hacerse cargo de los otros cuatro, que estaban pasando hambre. Ella sabía bien que con el bebé no podría regresar. ¿Qué hacer? Estaba enferma de confusión, de angustia, de soledad. Los dos médicos tomaron el problema en sus manos. Le ayudaron a conseguir trabajo para que pudiese enviarles dinero a los hijos que dejó en Somalia, mientras permanece en Yemen con el más pequeño. Y le asignaron una madre sustituta que cuida al pequeño de tanto en tanto, mientras ella visita a los otros en Moga. Ni el propio Salomón hubiera salido con una solución tan salomónica.
La casa de las mendigas. En el calor lento de las seis de la tarde se fermenta un olor denso y ahumado a cardamomo y canela, a basura, orines e incienso. Estamos ahora en el laberinto de pasadizos de la barriada de Al Bassateen, en las goteras de Adén, donde sólo viven somalíes y half-castes, o yemeníes con sangre somalí. Desde hace un rato alguien me sigue, tirándome de la manga. Es una mujer con un recién nacido en brazos. Es una alyawm, una limosnera. "Vete a casa", le dice Habiba, "tu niño está demasiado pequeño, ¿cuánto tiene de nacido?". "Cuatro días", responde la mujer, "lo parí aquí mismo, en la calle". Nos lleva a donde vive, la casa de las mendigas. Doce o trece mujeres comparten un pequeño patio de tierra y a medio techar. Algunas se ven descarnadas y enfermas, y una de ellas no se mueve ya: espera acurrucada en un rincón, con la boca abierta y los ojos atónitos, a que le llegue la muerte. Syrad, la más enérgica y saludable, nos ofrece té. "En Al Bassateen, mendigar es el único oficio para una viuda", dice. Si le pides limosna a un hombre yemení, se siente en la obligación de dártela. Es musulmán, la religión se lo ordena. Pero si es muy negociante, te pueden decir: "Toma estas monedas, tómalas; pero si me la chupas, te doy el triple".
Le pregunto a otra de ellas qué espera de la vida, y responde que nada. "Recién llegada de Somalia tenía sueños", dice, "porque pensaba que aquí la vida podía ser mejor. Ahora sé que no es mucho mejor. Bueno, sí, tengo un sueño, uno pequeño, el sueño de cada día: que alguien me dé una limosna".
Caminamos luego hasta el famoso Bloque Tres, el sector de las dhillos, o prostitutas. Nos permiten entrar a una de las casas. En realidad es un patio casi igual al de las mendigas, pero en éste las mujeres son más jóvenes y han pegado en los muros afiches de Bollywood. Se envuelven el cuerpo en coloridas futas, llevan los brazos pintados de gena, anillos en los dedos de las manos y los pies, ajorcas en los tobillos y brazaletes en las muñecas. Nos ofrece el té un muchacho depilado y maquillado que parece ser de inferior rango porque las mujeres le dan órdenes. Colocan en torno al patio colchonetas de espuma de caucho, traen pequeños cojines para que Habiba y yo estemos más cómodas y rocían el ambiente con desodorante floral en spray. Ahora sí -escribo en mi libreta-, me encuentro entre las auténticas reinas de Saba, con todo, y almohadones, perfumes y joyas.
Al principio ni mencionan su oficio, pero poco a poco aflojan y van contando las ventajas y los sinsabores de la vida que llevan. "Por aquí es costumbre que te paguen con comida", dicen. "Te invitan a cenar y sales de ahí con el estómago lleno y las manos vacías. Otros te enciman el khat. Algunos clientes sólo piden que les dejes pasar la noche contigo. Se acuestan a tu lado y no hacen nada, salvo mascar khat. Están consumidos por el khat, que a la larga los deja impotentes. No les importa, lo siguen mascando, y nosotras también. Conseguimos suficiente khat para estar alegres, y suficiente comida para mantenernos vivas. Pero rara vez podemos juntar dinero para mandar a Somalia. Una opción mejor es trabajar en hoteles. Los taxistas te llevan hasta los hoteles a cambio de una mamada, y al regreso, igual. Como por aquí es raro ver un billete, los trabajos se pagan en especie. En el hotel limpias los cuartos, tiendes las camas, trapeas los pasillos y estás ahí para cumplir la voluntad del huésped. Cada tanto, el dueño nos lleva a un hospital a que nos revisen la sangre. Cuando caen huéspedes de Arabia Saudí, traen dinero en los bolsillos, y nosotras podemos mandar algo a casa para nuestros hijos".
De repente se enciende la algarabía en el Bloque Tres. Se ha armado la trifulca y de todas las puertas salen mujeres dando gritos. Un cliente quiso volarse sin pagar, la damnificada dio la voz de alarma y ahora corren tras él. Lo alcanzan y le propinan una paliza. Aparentemente, sólo le cae encima una lluvia de puños, pero en realidad le causan heridas con los brazaletes de metal que llevan en las muñecas.
Un televisor y una cama. Es posible que Saná sea la ciudad más bella del planeta. Como sacada de Las mil y una noches, dicen las guías de turismo, y lo compruebas tan pronto atraviesas la vieja muralla por Bab al Yemen y te cae encima todo el prodigio del medioevo oriental. Afuera de la muralla, sin embargo, es otro el cantar: una modernidad destartalada, sucia e inconexa, con Internet lento y tráfico energúmeno. El último rincón de este adefesio urbanístico es la barriada popular de Safía, donde en una habitación sin muebles me esperan 15 mujeres, largas y esbeltas, a punta de hambre. Son algunas de las somalíes que sobreviven en la capital limpiando casas durante el día, y hacinándose de noche con sus hijos en habitaciones como ésta. Van cubiertas como las yemeníes, pero a medida que conversamos, se quitan la ropa negra y debajo aparecen las coloridas telas africanas. Iprah lleva un brazo enyesado; fue atropellada por un coche en las calles de Saná y no logró que la atendieran en ningún hospital hasta una semana después, cuando encontró a familiares que aceptaron pagar su cuenta. Yurop tiene la frente y una oreja quemadas. Hace un par de años intentó quitarse la vida por el medio tradicional de suicidio femenino en su tierra, que consiste en rociarse con combustible y prender un fósforo. Se lo impidieron unas vecinas, sofocando el fuego con mantas de lana.
Está escrito que cuando la reina de Saba se iba acercando a lomo de elefante, bajo su parasol rojo con campanitas de plata y respirando por la boca porque le oprimía el pecho un corsé de pedrería, era tal el esplendor que irradiaba, que la multitud, deslumbrada, se postraba en tierra a su paso. No les pasa otro tanto a las reinas de Safía, acostumbradas a soportar un sonoro "vete al infierno" cuando preguntan si necesitan quien haga la limpieza. "Desconfían de nosotras. Nos acusan de groseras y ladronas, y abusan. El otro día me quejé ante una señora: 'Vigila a tu marido', le dije, 'quiere violarme'. Me respondió: 'Y qué problema te haces, dale lo que quiere, ¿acaso no te pagamos en esta casa?".
Las 15 mujeres están agotadas. Son ya las nueve pasadas de la noche, hace poco regresaron de sus rondas por la ciudad y acaban de alimentar a sus hijos con las sobras de comida que pudieron recoger. ¿Con qué sueñan, muchachas? Les pregunto antes de despedirme, y a coro me responden: "Con una cama y un televisor". Y cómo no, comento, después de semejante jornada cualquiera quisiera echarse en una cama y poner la mente en blanco frente a una pantalla. "No, no es eso". Yurop me explica: "La cama es para encadenar a los niños, ¿entiendes? No nos queda otro remedio. Tenemos que dejarlos solos durante todo el día, y si salen a la calle, cualquier cosa puede sucederles. La única solución es dejarlos amarrados a las patas de una cama. Cuando regresamos a la noche están hechos un desastre, lo primero que hacemos es lavarlos. Están orinados, cagados, lloran a gritos, se han peleado entre ellos, no han comido nada. El televisor es para que se entretengan mientras nos esperan".
La humanidad sólo cuenta con unas cuantas líneas escritas que dan testimonio de la existencia de la reina de Saba: alguna referencia en la Biblia, poco más en el Corán, menciones en textos apócrifos, manuscritos perdidos en alguna biblioteca, un reportaje de André Malraux. Y unas ciertas cartas. También en Safía me entregan una docena de estas cartas. Le sucede a cualquier extranjero que se asome por Kharaz, por Ahwar, por Al Bazateen: sale con los bolsillos llenos de cartas que las refugiadas escriben en inglés y llevan a todos lados en bolsitas plásticas. Están copiadas a mano y van dirigidas a todos, a ninguno, a quien quiera escuchar. Pueden ser escuetas biografías de una o dos páginas, o anuncios de se busca: un hijo perdido en medio de la guerra, un esposo que emigró y no da señales de vida. Puede ser el nombre de una medicina que no logran conseguir para un hermano que se queda ciego, o para una abuela que sufre de los nervios. Puede ser también la denuncia de una violación en tal barrio, de una matanza en tal pueblo. Las más breves son apenas un nombre y una ubicación, me llamo tal, me encuentro en tal lugar. Cada una de estas cartas es un llamado imperceptible, un improbable acto de fe, como el "aquí estuvo fulano" que un desaparecido raya con la uña en el muro de una celda.
Vienen subiendo, y son miles. Mujeres con sus hijos. Saben que muchas morirán por el camino, o que tendrán que dejar enterrados a sus hijos. Pero la decisión está tomada, y no pararán hasta encontrar un lugar donde la vida les abra por fin la puerta. Cueste lo que cueste, y por encima de quien se interponga. Si te paras aquí, en la costa sur de Yemen, vas a verlas venir: el Cuerno de África entero parece estar subiendo. En pateras, por el desierto a pie, mendigando a través de las antiguas ciudades. Me dice Habiba -somalí, comadrona graduada y querida amiga mía- que cuando escucha la palabra refugiados no piensa en hombres. Cierra los ojos y ve mujeres con niños.
-Habiba -le pregunto-, ¿no serás tú la reina de Saba?
¡¿What?!
Cuando Médicos Sin Fronteras me propone visitar los campos de refugiados africanos en la República árabe de Yemen, lo primero que hago es releer un texto de 1934 en el que André Malraux cuenta cómo abordó un pequeño avión para sobrevolar esa región en busca de una mujer de 3.000 años de edad. Se trataba de la legendaria reina de Saba, soberana del incienso y de la mirra, nacida en algún punto incierto entre Yemen, Etiopía y Somalia. Poco después de su expedición, Malraux le anunciaba al mundo que había avistado desde el aire los vestigios del mítico imperio de Saba. Y sin embargo, a ella, a la Reina, nunca la encontró.
Nos acercarnos en jeep a Adén, en el extremo sur de Yemen. Ubicado sobre el golfo que lleva su mismo nombre, Adén mira hacia las desoladas costas del Cuerno de África, que le quedan a menos de 150 millas náuticas de distancia. Es el primer puerto que existió sobre el planeta. Allí fueron enterrados Caín y Abel, y construida el Arca de Noé, o al menos así está escrito; allí Arthur Rimbaud comerció con café, traficó con armas y renunció a escribir versos. Por las ventanas del jeep sólo vemos arena. Estamos en medio de ese mismo desierto yemení que en la historia antigua se tragó al ejército romano de Aecio Galo. Y de repente, como salida de la nada, aparece la reina de Saba. Es ella, no hay duda. Pero no la legendaria, sino la de carne y hueso. Y no la real, de realeza, sino la real de realidad.
Viene descalza, en medio de un grupo de 15 o 20 caminantes. Flaubert la imaginó vestida en brocado de oro con faralaes de perlas, azabaches y zafiros, pero no es así. Trae la ropa hecha jirones, arena en la boca, la mirada ausente y el cuerpo quemado por el sol y la sal. Se diría que es etíope por el color de su piel, que llaman nilótico en la suposición de que el tono, de un dorado tostado, es el mismo que el de las aguas del Nilo. Le preguntamos hacia dónde va. "A Arabia Saudí", responde. Pero no tiene brújula, ni guía, ni fuerzas, y no sabe que camina justamente en la dirección opuesta.
Como ella, miles de etíopes y somalíes echan a andar desierto adentro a la buena de Dios, o de la mano de Alá, retando a la fatalidad y ahuyentando demonios. Han cruzado el golfo en una de las travesías más arriesgadas e inhumanas que se puedan concebir. Vienen huyendo de la guerra, del hambre y del odio, o como diría Malraux, de las tres caras de la muerte.
Trono de arena. Volvemos a ver a la señora de Saba unas horas más tarde, en la playa, pero esta vez es somalí. Antiguos textos abisinios la llaman Makeda. El Corán la llama Belkis y la presenta "en un trono magnífico". Pero ella asegura llamarse Ayanna, trae un bebé en brazos y está sentada en la arena. Hace parte de los new arrivals, o recién llegados, tras un landing, o desembarco, traídos por los smugglers, o traficantes de personas. Los propios somalíes bautizan su éxodo con estos nombres en inglés; a fin de cuentas, aprendieron el idioma durante los años de dominación británica, una de tantas que han tenido que sobrellevar. También los franceses, los italianos, los rusos y Ronald Reagan saquearon su tierra, la convirtieron en campo de batalla y tras el retiro de las tropas la dejaron sembrada de armas, las mismas que luego fueron desenterradas por los asesinos locales: señores de la guerra, narcos, violadores, tiranos, piratas, clanes enfrentados, milicias vengadoras, smugglers. Hoy, las grandes naciones ni asoman por Somalia; la han dejado librada a la impiedad de su suerte. Nadie puede con ella, ardiente luna silenciosa que a todos espanta. En 1992, cuando ya el exterminio y la hambruna la habían arrasado, el mundo pareció apiadarse y mandó por fin ayuda humanitaria. Con resultados desastrosos: a los siete meses de su arribo, las fuerzas de Naciones Unidas la abandonaban, ametrallando en su huida a población civil desde helicópteros. A todos derrota la indómita Somalia, pero a quien más derrota, castiga y desangra es a sí misma. Me recita Habiba un viejo dicho somalí: "Con mi hermano contra el resto de la familia. Con mi familia contra mi clan. Con mi clan contra los demás clanes. Todos los clanes juntos contra el resto del mundo". Conozco el fenómeno. También yo provengo de un país, Colombia, hundido en un atolladero histórico donde nos devoramos los unos a los otros. No por nada Colombia y Somalia comparten el mismo paralelo sobre el globo terráqueo.
El bebé que Ayanna sostiene en brazos está vivo. Milagrosamente. Pese a estar exhausta y atónita, ella repite una letanía de frases secas, cortas. Dice a quien quiera oírla, o se dice a sí misma, que su niño venía llorando en el barco. Los smugglers le advirtieron que lo tirarían al mar si no lo callaba, pero cómo iba a callarlo, si ni agua tenía para darle. El niño siguió llorando y lo tiraron. Ella se tiró detrás, pudo agarrarlo antes de que se ahogara y nadó con él hasta la costa. Pero en el barco se le quedaron sus otros dos hijos. Luego los encontró, allí en la playa, vivos también. Uno de los refugiados que venían con ella en el barco los había ayudado a alcanzar la orilla.
No todos corren con la misma suerte. Barcos en los que sólo cabrían 30 o 40 personas son atiborrados con 120 o 150, en travesías que suelen durar entre tres y cinco días. Las soportan sin comer ni beber, a rayo de sol, entre orines, heces y vómitos propios y ajenos. A quien se mueva o proteste, los smugglers le descerrajan un correazo por la cabeza, la cara, la espalda, abriéndole la carne con la hebilla metálica del cinturón. Para no ser interceptados por la patrulla costera yemení, los barcos llegan de noche, dan media vuelta antes de alcanzar la orilla para emprender el regreso y en ese momento arrojan al agua su carga humana. En medio de la ciega negrura, algunos se ahogan porque no saben nadar. Otros, porque vienen entumidos tras permanecer tanto tiempo inmóviles y encogidos. Los hay que desaparecen nadando mar adentro, porque en la costa desierta no hay una luz que los guíe. Los etíopes llevan la peor parte. En el barco los hacinan abajo, en la bodega para el pescado, donde no es raro que mueran de asfixia, y una vez en Yemen no se les reconoce status de refugiados políticos, como sí a los somalíes. Por capricho de las convenciones internacionales, los etíopes son considerados simples migrantes económicos, y en cuanto tales pueden ser deportados.
Cuando emprenden el viaje, todos ellos saben del horror que les espera. No sólo lo saben, sino que duran meses juntando los 80 o 100 dólares que les cobran por el pasaje. "En el mar es posible que te mueras", me dice Habiba, "pero si te quedas en Somalia, es seguro que te matan".
Traídos por las aguas. Habiba huyó de Somalia hace siete años, también ella en patera, y hoy trabaja con los equipos de Médicos Sin Fronteras que patrullan la costa yemení a la espera de landings. Socorren a los recién llegados con primeros auxilios, agua, biscuits ricos en proteínas, ropa seca y chanclas de caucho, y les ofrecen transporte hasta un centro médico en la vecina Ahwar, donde podrán permanecer mientras se reponen. Al menos del cuerpo. Del extremo sufrimiento, la desesperanza y la muerte de los suyos, nadie podrá curarlos. Me cuentan que, hace unas semanas, entre los refugiados venía una muchacha muy bella. ¿Acaso no sería ella la reina de Saba? A lo mejor -condesciende Habiba-, pero al llegar a Yemen, los traficantes le impidieron bajarse del barco junto con los demás. Ella gritó, se volvió loca, intentó tirarse al agua, pero la amarraron. Se la llevaron de vuelta para violarla a su antojo.
Hussein, otro de los integrantes de MSF, me habla de la madrugada del pasado 15 de diciembre. "Imposible olvidar esa fecha", dice. "Al llegar a casa me bañé, al otro día me bañé dos veces. Pero por más que me bañe, esa fecha no la olvido. Habíamos salido a patrullar por la costa y hacia las siete de la mañana divisamos siluetas. ¡Landing! Venían como zombis", dice Hussein, "desnudos, con la expresión en blanco. Estaban muy mal, peor que otras veces. No reaccionaban. Al fin uno nos dijo lo que ya sospechábamos, que había volcado la patera en la que venían con otros 130 pasajeros. Atendimos a los vivos, corrimos hacia el mar y a lo largo de la playa fuimos encontrando los cadáveres. Muchos. Conté 57. Entre ellos había niños, adolescentes, mujeres embarazadas. Los cangrejos ya se estaban comiendo sus cuerpos. Los fuimos arrastrando lejos del agua, los tomamos fotos para que después sus familiares pudieran identificarlos, los metimos en bolsas plásticas. Trabajamos hasta que se cerró la oscuridad y no nos permitió seguir haciéndolo. Regresamos a la playa a primera hora del día siguiente y vimos que el mar había traído más cuerpos".
Los tres pisos de tu culpa. Jameelah lleva más de ocho años en el campo de Kharaz y sigue tan enferma como el día en que desembarcó. Las dolencias ya no están en su cuerpo, pero las carga en el alma. Se vino dejando atrás a su madre y a sus cinco hermanos. Trajo consigo a su único hijo, que murió durante la travesía de un golpe que le asestaron en la cabeza. A partir de entonces, tan pronto logra dormirse, Jameelah cae en una pesadilla que la martiriza. Sueña que un yenil, o demonio, la arrastra hacia una construcción de tres pisos donde la somete a juicio. En el primer piso, la condena por la muerte del hijo. En el segundo piso, la condena por abandonar a la madre y los hermanos. En el último piso también la condena, pero al despertar, ella no logra recordar por qué motivo era juzgada esa tercera vez. Jorge, uno de los psicólogos de MSF, le da un cuaderno y le pide "Jameelah, escribe tu sueño". Ella lo hace. Jorge lee y le dice: "Ahora vamos a preparar tu defensa. La próxima vez vas a explicarle al yenil que viniste a Yemen para trabajar y enviarle dinero a tu madre, que no la abandonaste, ni tampoco a tus hermanos, y que a tu hijo no lo mataste tú, lo mataron los smugglers. Dile a ese yenil que no haces nada contra tu familia, al contrario, has intentado darle mejor vida, aunque la posibilidad no esté en tus manos". El sueño de Jameelah se ha seguido repitiendo, pero ahora el yenil la absuelve en el primero y el segundo piso. Sin embargo en el tercero la condena, y ella sigue sin saber de qué la acusa. "La culpabilidad de las víctimas es un pozo sin fondo", me dice Jorge, el psicólogo.
¿Salomón usaba guantes?
Está escrito que Makeda salió de Saba y cruzó el desierto en busca de Salomón, de quien le habían dicho que era un rey sabio. Las sabias están más bien aquí, pienso al visitar el consultorio médico en el campo de refugiados del ACNUR en Kharaz, en pleno desierto, a tres horas por carretera de Adén. Los médicos son dos muchachas yemeníes, la doctora Jazmin y la doctora Leila. Según la usanza en el país, ambas van tapadas con abaya y toca negras de la cabeza a los pies, salvo una mínima ranura por la cual pueden verte, y tú a ellas puedes verles los ojos. Jazmin debe de pertenecer a un clan más tradicionalista que Leila, porque lleva puesto, además, un par de guantes negros que no se quita en público. "No siempre es fácil atender a las refugiadas", me dice. "Si sólo lidiaras con enfermedades, vaya y pase, pero tienes que enfrentarte a algo casi incurable, los prejuicios atávicos".
Yo miro sus guantes, miro el denso velo que le oculta la cara, y no puedo creer lo que estoy escuchando. Afortunadamente, ella, sin darse por aludida, me sigue explicando. Me dice que en el campo hay una somalí destrozada por un dilema. Vivía en Mogadiscio cuando una tarde, al regresar a su casa, fue violada por los seis o siete integrantes de una milicia etíope. No sólo la violaron una y otra vez, sino que la hirieron con cuchillo, le rompieron un brazo de un culatazo y la abandonaron cuando la creyeron muerta. Es lo habitual allí: ultrajar a las mujeres de otro clan es una de las formas que asume la venganza. Alguien la encontró en coma, se las arregló para hacerla ver por un médico, y ella sobrevivió. Pero se convirtió en motivo de shame, vergüenza, para su familia somalí, por haber sido violada por etíopes. Luego se dio cuenta de que había quedado embarazada, y huyó de Somalia por temor a que sus propias gentes mataran a la criatura al nacer. Dejó en casa a sus cuatro hijos, logró cruzar el golfo y se presentó en el campo de Kharaz, pidiendo asilo. Allí, las doctoras Jazmin y Leila le atendieron el parto. El niño, que nació bien, tenía la piel oscura de los etíopes, así que con sólo verlo, cualquier somalí reconocería en él la sangre ajena. Desde Mogadiscio, la abuela le rogaba a la mujer que abandonara en Yemen al niño etíope y que volviera a casa a hacerse cargo de los otros cuatro, que estaban pasando hambre. Ella sabía bien que con el bebé no podría regresar. ¿Qué hacer? Estaba enferma de confusión, de angustia, de soledad. Los dos médicos tomaron el problema en sus manos. Le ayudaron a conseguir trabajo para que pudiese enviarles dinero a los hijos que dejó en Somalia, mientras permanece en Yemen con el más pequeño. Y le asignaron una madre sustituta que cuida al pequeño de tanto en tanto, mientras ella visita a los otros en Moga. Ni el propio Salomón hubiera salido con una solución tan salomónica.
La casa de las mendigas. En el calor lento de las seis de la tarde se fermenta un olor denso y ahumado a cardamomo y canela, a basura, orines e incienso. Estamos ahora en el laberinto de pasadizos de la barriada de Al Bassateen, en las goteras de Adén, donde sólo viven somalíes y half-castes, o yemeníes con sangre somalí. Desde hace un rato alguien me sigue, tirándome de la manga. Es una mujer con un recién nacido en brazos. Es una alyawm, una limosnera. "Vete a casa", le dice Habiba, "tu niño está demasiado pequeño, ¿cuánto tiene de nacido?". "Cuatro días", responde la mujer, "lo parí aquí mismo, en la calle". Nos lleva a donde vive, la casa de las mendigas. Doce o trece mujeres comparten un pequeño patio de tierra y a medio techar. Algunas se ven descarnadas y enfermas, y una de ellas no se mueve ya: espera acurrucada en un rincón, con la boca abierta y los ojos atónitos, a que le llegue la muerte. Syrad, la más enérgica y saludable, nos ofrece té. "En Al Bassateen, mendigar es el único oficio para una viuda", dice. Si le pides limosna a un hombre yemení, se siente en la obligación de dártela. Es musulmán, la religión se lo ordena. Pero si es muy negociante, te pueden decir: "Toma estas monedas, tómalas; pero si me la chupas, te doy el triple".
Le pregunto a otra de ellas qué espera de la vida, y responde que nada. "Recién llegada de Somalia tenía sueños", dice, "porque pensaba que aquí la vida podía ser mejor. Ahora sé que no es mucho mejor. Bueno, sí, tengo un sueño, uno pequeño, el sueño de cada día: que alguien me dé una limosna".
Caminamos luego hasta el famoso Bloque Tres, el sector de las dhillos, o prostitutas. Nos permiten entrar a una de las casas. En realidad es un patio casi igual al de las mendigas, pero en éste las mujeres son más jóvenes y han pegado en los muros afiches de Bollywood. Se envuelven el cuerpo en coloridas futas, llevan los brazos pintados de gena, anillos en los dedos de las manos y los pies, ajorcas en los tobillos y brazaletes en las muñecas. Nos ofrece el té un muchacho depilado y maquillado que parece ser de inferior rango porque las mujeres le dan órdenes. Colocan en torno al patio colchonetas de espuma de caucho, traen pequeños cojines para que Habiba y yo estemos más cómodas y rocían el ambiente con desodorante floral en spray. Ahora sí -escribo en mi libreta-, me encuentro entre las auténticas reinas de Saba, con todo, y almohadones, perfumes y joyas.
Al principio ni mencionan su oficio, pero poco a poco aflojan y van contando las ventajas y los sinsabores de la vida que llevan. "Por aquí es costumbre que te paguen con comida", dicen. "Te invitan a cenar y sales de ahí con el estómago lleno y las manos vacías. Otros te enciman el khat. Algunos clientes sólo piden que les dejes pasar la noche contigo. Se acuestan a tu lado y no hacen nada, salvo mascar khat. Están consumidos por el khat, que a la larga los deja impotentes. No les importa, lo siguen mascando, y nosotras también. Conseguimos suficiente khat para estar alegres, y suficiente comida para mantenernos vivas. Pero rara vez podemos juntar dinero para mandar a Somalia. Una opción mejor es trabajar en hoteles. Los taxistas te llevan hasta los hoteles a cambio de una mamada, y al regreso, igual. Como por aquí es raro ver un billete, los trabajos se pagan en especie. En el hotel limpias los cuartos, tiendes las camas, trapeas los pasillos y estás ahí para cumplir la voluntad del huésped. Cada tanto, el dueño nos lleva a un hospital a que nos revisen la sangre. Cuando caen huéspedes de Arabia Saudí, traen dinero en los bolsillos, y nosotras podemos mandar algo a casa para nuestros hijos".
De repente se enciende la algarabía en el Bloque Tres. Se ha armado la trifulca y de todas las puertas salen mujeres dando gritos. Un cliente quiso volarse sin pagar, la damnificada dio la voz de alarma y ahora corren tras él. Lo alcanzan y le propinan una paliza. Aparentemente, sólo le cae encima una lluvia de puños, pero en realidad le causan heridas con los brazaletes de metal que llevan en las muñecas.
Un televisor y una cama. Es posible que Saná sea la ciudad más bella del planeta. Como sacada de Las mil y una noches, dicen las guías de turismo, y lo compruebas tan pronto atraviesas la vieja muralla por Bab al Yemen y te cae encima todo el prodigio del medioevo oriental. Afuera de la muralla, sin embargo, es otro el cantar: una modernidad destartalada, sucia e inconexa, con Internet lento y tráfico energúmeno. El último rincón de este adefesio urbanístico es la barriada popular de Safía, donde en una habitación sin muebles me esperan 15 mujeres, largas y esbeltas, a punta de hambre. Son algunas de las somalíes que sobreviven en la capital limpiando casas durante el día, y hacinándose de noche con sus hijos en habitaciones como ésta. Van cubiertas como las yemeníes, pero a medida que conversamos, se quitan la ropa negra y debajo aparecen las coloridas telas africanas. Iprah lleva un brazo enyesado; fue atropellada por un coche en las calles de Saná y no logró que la atendieran en ningún hospital hasta una semana después, cuando encontró a familiares que aceptaron pagar su cuenta. Yurop tiene la frente y una oreja quemadas. Hace un par de años intentó quitarse la vida por el medio tradicional de suicidio femenino en su tierra, que consiste en rociarse con combustible y prender un fósforo. Se lo impidieron unas vecinas, sofocando el fuego con mantas de lana.
Está escrito que cuando la reina de Saba se iba acercando a lomo de elefante, bajo su parasol rojo con campanitas de plata y respirando por la boca porque le oprimía el pecho un corsé de pedrería, era tal el esplendor que irradiaba, que la multitud, deslumbrada, se postraba en tierra a su paso. No les pasa otro tanto a las reinas de Safía, acostumbradas a soportar un sonoro "vete al infierno" cuando preguntan si necesitan quien haga la limpieza. "Desconfían de nosotras. Nos acusan de groseras y ladronas, y abusan. El otro día me quejé ante una señora: 'Vigila a tu marido', le dije, 'quiere violarme'. Me respondió: 'Y qué problema te haces, dale lo que quiere, ¿acaso no te pagamos en esta casa?".
Las 15 mujeres están agotadas. Son ya las nueve pasadas de la noche, hace poco regresaron de sus rondas por la ciudad y acaban de alimentar a sus hijos con las sobras de comida que pudieron recoger. ¿Con qué sueñan, muchachas? Les pregunto antes de despedirme, y a coro me responden: "Con una cama y un televisor". Y cómo no, comento, después de semejante jornada cualquiera quisiera echarse en una cama y poner la mente en blanco frente a una pantalla. "No, no es eso". Yurop me explica: "La cama es para encadenar a los niños, ¿entiendes? No nos queda otro remedio. Tenemos que dejarlos solos durante todo el día, y si salen a la calle, cualquier cosa puede sucederles. La única solución es dejarlos amarrados a las patas de una cama. Cuando regresamos a la noche están hechos un desastre, lo primero que hacemos es lavarlos. Están orinados, cagados, lloran a gritos, se han peleado entre ellos, no han comido nada. El televisor es para que se entretengan mientras nos esperan".
La humanidad sólo cuenta con unas cuantas líneas escritas que dan testimonio de la existencia de la reina de Saba: alguna referencia en la Biblia, poco más en el Corán, menciones en textos apócrifos, manuscritos perdidos en alguna biblioteca, un reportaje de André Malraux. Y unas ciertas cartas. También en Safía me entregan una docena de estas cartas. Le sucede a cualquier extranjero que se asome por Kharaz, por Ahwar, por Al Bazateen: sale con los bolsillos llenos de cartas que las refugiadas escriben en inglés y llevan a todos lados en bolsitas plásticas. Están copiadas a mano y van dirigidas a todos, a ninguno, a quien quiera escuchar. Pueden ser escuetas biografías de una o dos páginas, o anuncios de se busca: un hijo perdido en medio de la guerra, un esposo que emigró y no da señales de vida. Puede ser el nombre de una medicina que no logran conseguir para un hermano que se queda ciego, o para una abuela que sufre de los nervios. Puede ser también la denuncia de una violación en tal barrio, de una matanza en tal pueblo. Las más breves son apenas un nombre y una ubicación, me llamo tal, me encuentro en tal lugar. Cada una de estas cartas es un llamado imperceptible, un improbable acto de fe, como el "aquí estuvo fulano" que un desaparecido raya con la uña en el muro de una celda.
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