Ciudad de Dios, por fin en paz
El Gobierno del Estado de Río de Janeiro consigue extirpar la violencia y el narcotráfico que asolaba la favela carioca más conflictiva
FRANCHO BARÓN - Río de Janeiro - EP; 17/09/2009;
El Gobierno del Estado de Río de Janeiro consigue extirpar la violencia y el narcotráfico que asolaba la favela carioca más conflictiva
FRANCHO BARÓN - Río de Janeiro - EP; 17/09/2009;
Favela Ciudad de Dios, jueves 3 de septiembre, diez de la mañana. Hace justo un año, estar apostado a esa hora en la plaza que sirve de acceso principal al suburbio carioca era sinónimo de jugarse la vida. En Ciudad de Dios, que sirvió de escenario a la laureada película que narra con descarnado realismo la espiral de violencia que viven muchas de estas ratoneras humanas, campaba a sus anchas hasta noviembre de 2008 el Comando Vermelho (Comando Rojo), una de las bandas criminales más virulentas y poderosas de Río de Janeiro.
Los vecinos narran cómo a plena luz del día era común cruzarse por las angostas callejuelas con chavales imberbes, drogados y armados hasta los dientes con fusiles de asalto AK-47 y AR-15, escopetas de caza en ristre, culatas de pistolas de grueso calibre asomando por el elástico del bañador... Eran imágenes cotidianas que se veían con la normalidad que amanece todos los días. El narcotráfico se autoerigió durante 45 años como un poder fáctico que suplantaba al Estado e impartía su particular doctrina y administraba sus propias leyes.
La atmósfera de pánico generalizado la remataban los hombres de los cuerpos de élite de las policías civil y militar de Río (CORE y BOPE). Cada cierto tiempo ocupaban las calles de la favela para desarticular los puntos de venta de droga, incautarse de armas y estupefacientes, detener vivos o muertos a los jefes del narcotráfico y volver a abandonar el lugar a su suerte.
Era una realidad asumida por todos que en estas brutales operaciones se podían producir víctimas colaterales con una facilidad pasmosa: el fuego cruzado con armamento de guerra en los meandros de una favela, donde la densidad de población es muy elevada y las paredes de las casuchas tienen la resistencia de un simple ladrillo, casi siempre se cobraba alguna vida inocente. Hasta tal extremo que los vecinos no sabían a qué temerle más, si a tiranía de los narcos o a las intervenciones de la policía. Y no eran pocos los que preferían lo primero.
Hoy, en la misma plaza de acceso a la Ciudad de Dios, dos jóvenes agentes de las recientes Unidades de Policía Pacificadora (UPP) charlan relajadamente con Kiscylla, una linda mulata de 17 años que nació en la comunidad y que hasta el pasado mes de febrero jamás había cruzado una palabra agradable con un uniformado. "Esta plaza era un desierto, nadie se atrevía a pasar por aquí a esta hora del día así que ni te cuento lo que pasaba de noche", comenta, divertida.
La novedosa estrategia del Gobierno del Estado de Río de Janeiro para extirpar la violencia sinfín de este suburbio pasó por tres fases: primero, lanzó una ofensiva contra el narcotráfico capitaneada por el Batallón de Operaciones Especiales (BOPE) de la policía militar. Durante tres meses, los soldados persiguieron a los criminales con el objetivo de detenerlos, liquidarlos o forzarlos a abandonar la favela.
Una vez consumada la primera fase, el 16 de febrero, desembarcó en la Ciudad de Dios una Unidad de Policía Pacificadora formada inicialmente por 180 efectivos ?hoy ya son 273?, que ocuparon el espacio dejado por los narcos. Su misión, de duración ilimitada, consistía en marcar presencia y garantizar el buen desarrollo de la tercera fase: la entrada del poder público con sus servicios sociales.
Hoy, en una cancha de futbol de la favela, un grupo de niños disputa alegremente un partido. El árbitro es el sargento Muniz, de la policía militar, que hace varios meses cambió el fusil y el chaleco antibalas por un silbato y ropa deportiva. Su misión ahora consiste en sacar a los chavales de la desidia de la calle y motivarlos en el deporte. "Antes de que llegáramos, la mayoría de estos chicos eran delincuentes potenciales. Vivían una realidad en la que pasearse por la calle con un fusil significaba ser respetado, manejar dinero y ligar con las mejores chicas. Esto se acabó. Ahora les enseñamos que la gente decente hace otras cosas, como estudiar, trabajar o hacer deporte", explica el militar.
Como Muniz, casi todos los policías comunitarios que patrullan las calles de Ciudad de Dios llaman a los vecinos por su nombre; pacientes, se paran en las esquinas para escuchar los problemas y las quejas de la gente, o pasan horas en una plaza enseñando a los niños de la comunidad cómo se vuela una cometa.
"Muchas de las incidencias que nos llegan ahora no tienen nada que ver con irregularidades o delitos: son urgencias sanitarias o broncas conyugales. A veces desarrollamos un trabajo más de asistente social que de policía", explica el capitán Felipe Magalhães dos Reis, que dirige los trabajos de la Policía Pacificadora en las favelas de Babilonia y Chapéu Mangueira, en pleno barrio de Leme.
El proyecto ya se ha implantado con éxito en cinco favelas cariocas (Doña Marta, Ciudad de Dios, Jardim Batam, Babilonia y Chapéu Mangueira), y las autoridades tienen la intención de extenderlo a otras tantas que aún sufren el flagelo del narcotráfico y las milicias. El problema es la falta de efectivos con un perfil adecuado, ya que se pretende que estos agentes salgan directamente de la academia y no arrastren los vicios de la policía militar, tristemente conocida por sus elevados niveles de corrupción.
Desde el anonimato, varios vecinos de Ciudad de Dios no ocultan su temor ante el hecho de que elementos del narcotráfico siguen escondidos en algunas casas de la favela. Aunque reprimida en su expresión más obscena, la venta de drogas continúa produciéndose a hurtadillas. Por esta razón, la policía comunitaria aún sufre algunos problemas de integración en la comunidad.
Lo explica con claridad un comerciante de la favela: "Esta policía surge de una decisión política. Pero los políticos cambian, y con ellos sus decisiones. Cuando esto suceda, la policía se marchará y los narcos regresarán. Pero los que seguiremos aquí somos nosotros, y quien haya colaborado con la policía lo pagará caro".
Los vecinos narran cómo a plena luz del día era común cruzarse por las angostas callejuelas con chavales imberbes, drogados y armados hasta los dientes con fusiles de asalto AK-47 y AR-15, escopetas de caza en ristre, culatas de pistolas de grueso calibre asomando por el elástico del bañador... Eran imágenes cotidianas que se veían con la normalidad que amanece todos los días. El narcotráfico se autoerigió durante 45 años como un poder fáctico que suplantaba al Estado e impartía su particular doctrina y administraba sus propias leyes.
La atmósfera de pánico generalizado la remataban los hombres de los cuerpos de élite de las policías civil y militar de Río (CORE y BOPE). Cada cierto tiempo ocupaban las calles de la favela para desarticular los puntos de venta de droga, incautarse de armas y estupefacientes, detener vivos o muertos a los jefes del narcotráfico y volver a abandonar el lugar a su suerte.
Era una realidad asumida por todos que en estas brutales operaciones se podían producir víctimas colaterales con una facilidad pasmosa: el fuego cruzado con armamento de guerra en los meandros de una favela, donde la densidad de población es muy elevada y las paredes de las casuchas tienen la resistencia de un simple ladrillo, casi siempre se cobraba alguna vida inocente. Hasta tal extremo que los vecinos no sabían a qué temerle más, si a tiranía de los narcos o a las intervenciones de la policía. Y no eran pocos los que preferían lo primero.
Hoy, en la misma plaza de acceso a la Ciudad de Dios, dos jóvenes agentes de las recientes Unidades de Policía Pacificadora (UPP) charlan relajadamente con Kiscylla, una linda mulata de 17 años que nació en la comunidad y que hasta el pasado mes de febrero jamás había cruzado una palabra agradable con un uniformado. "Esta plaza era un desierto, nadie se atrevía a pasar por aquí a esta hora del día así que ni te cuento lo que pasaba de noche", comenta, divertida.
La novedosa estrategia del Gobierno del Estado de Río de Janeiro para extirpar la violencia sinfín de este suburbio pasó por tres fases: primero, lanzó una ofensiva contra el narcotráfico capitaneada por el Batallón de Operaciones Especiales (BOPE) de la policía militar. Durante tres meses, los soldados persiguieron a los criminales con el objetivo de detenerlos, liquidarlos o forzarlos a abandonar la favela.
Una vez consumada la primera fase, el 16 de febrero, desembarcó en la Ciudad de Dios una Unidad de Policía Pacificadora formada inicialmente por 180 efectivos ?hoy ya son 273?, que ocuparon el espacio dejado por los narcos. Su misión, de duración ilimitada, consistía en marcar presencia y garantizar el buen desarrollo de la tercera fase: la entrada del poder público con sus servicios sociales.
Hoy, en una cancha de futbol de la favela, un grupo de niños disputa alegremente un partido. El árbitro es el sargento Muniz, de la policía militar, que hace varios meses cambió el fusil y el chaleco antibalas por un silbato y ropa deportiva. Su misión ahora consiste en sacar a los chavales de la desidia de la calle y motivarlos en el deporte. "Antes de que llegáramos, la mayoría de estos chicos eran delincuentes potenciales. Vivían una realidad en la que pasearse por la calle con un fusil significaba ser respetado, manejar dinero y ligar con las mejores chicas. Esto se acabó. Ahora les enseñamos que la gente decente hace otras cosas, como estudiar, trabajar o hacer deporte", explica el militar.
Como Muniz, casi todos los policías comunitarios que patrullan las calles de Ciudad de Dios llaman a los vecinos por su nombre; pacientes, se paran en las esquinas para escuchar los problemas y las quejas de la gente, o pasan horas en una plaza enseñando a los niños de la comunidad cómo se vuela una cometa.
"Muchas de las incidencias que nos llegan ahora no tienen nada que ver con irregularidades o delitos: son urgencias sanitarias o broncas conyugales. A veces desarrollamos un trabajo más de asistente social que de policía", explica el capitán Felipe Magalhães dos Reis, que dirige los trabajos de la Policía Pacificadora en las favelas de Babilonia y Chapéu Mangueira, en pleno barrio de Leme.
El proyecto ya se ha implantado con éxito en cinco favelas cariocas (Doña Marta, Ciudad de Dios, Jardim Batam, Babilonia y Chapéu Mangueira), y las autoridades tienen la intención de extenderlo a otras tantas que aún sufren el flagelo del narcotráfico y las milicias. El problema es la falta de efectivos con un perfil adecuado, ya que se pretende que estos agentes salgan directamente de la academia y no arrastren los vicios de la policía militar, tristemente conocida por sus elevados niveles de corrupción.
Desde el anonimato, varios vecinos de Ciudad de Dios no ocultan su temor ante el hecho de que elementos del narcotráfico siguen escondidos en algunas casas de la favela. Aunque reprimida en su expresión más obscena, la venta de drogas continúa produciéndose a hurtadillas. Por esta razón, la policía comunitaria aún sufre algunos problemas de integración en la comunidad.
Lo explica con claridad un comerciante de la favela: "Esta policía surge de una decisión política. Pero los políticos cambian, y con ellos sus decisiones. Cuando esto suceda, la policía se marchará y los narcos regresarán. Pero los que seguiremos aquí somos nosotros, y quien haya colaborado con la policía lo pagará caro".
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