’Quo vadis’, Irán?/Joschka Fischer,
Traducido por Carlos Manzano
EL PAÍS, 08/09/09;
Irán está desaprovechando la mayor oportunidad que ha tenido desde la revolución de 1979 e incluso en los últimos cien años. Dicha oportunidad se llama Barack Obama. Esa oportunidad la ofrece la política de la mano tendida a Irán de Obama.
Sin embargo, hay pocos indicios -por no decir ninguno- de que los dirigentes de Irán vayan a aprovecharla porque para ellos la oferta de Obama representa también un gran peligro. Nada temen tanto como abrirse y reducir la tensión con Estados Unidos. De hecho, el régimen iraní acogió con agrado a George W. Bush y su Gobierno neocon porque le permitía cerrar filas y, al mismo tiempo, le brindaba acceso a Irak y Afganistán.
Como todos los modernizadores parciales en los regímenes autoritarios, los dirigentes de Irán desean economía, tecnología e infraestructuras avanzadas, pero no libertad, democracia y Estado de derecho. El drama de las manifestaciones de masas y su represión tras las fraudulentas elecciones de junio ha expuesto un conflicto fundamental dentro de la minoría dominante iraní sobre el rumbo de la República Islámica: ¿aspira el país a una mayor apertura o al aislamiento? Ahora prevalecen los aislacionistas.
Aunque la revolución del ayatolá Jomeini en 1979 se proclamó islámica, en esencia fue -y sigue siendo- una revolución nacional. Su objetivo fundamental era la independencia de Irán respecto a las potencias extranjeras. Treinta años después, el ofrecimiento de Obama permitiría a Irán no sólo consolidar su independencia mediante la reconciliación con Estados Unidos, sino también estar a la altura de su cada vez mayor importancia en su región y en la política mundial. El sueño del resurgimiento de Irán podría hacerse realidad junto con las potencias regionales y mundiales más importantes, en lugar de acabar en la pesadilla de la confrontación.
La revolución iraní contra el sah no fue la primera revolución islámica, sino una de las últimas rebeliones anticoloniales del Tercer Mundo: el fin, más que el principio, de una era histórica. Una de las primeras revoluciones de esa clase -y, desde luego, la más importante- se produjo en China en 1949. Siguieron numerosos movimientos de liberación nacional en Asia, África y América Latina. Solían ser de orientación antioccidental y con razón.
Muchas de esas revoluciones optaron por el modelo económico soviético, que combinaba una economía controlada por el Estado con un grado mínimo de integración en el mercado mundial. Muchos de esos países pagaron un alto precio por ello.
Los dirigentes de Irán harían bien en estudiar esos casos cuidadosamente. De hecho, la propia Unión Soviética acabó desplomándose por su economía de escasez, no por falta de misiles y cabezas nucleares. La abundancia de petróleo y gas natural de ese país no pudo impedir su fin. Pero parece que los dirigentes de Irán no quieren aprender las lecciones de la Historia: el gobierno mediante las bayonetas raras veces da resultado a largo plazo.
Todos los modernizadores parciales de China, Rusia, Vietnam y otros países comparten el temor a las “revoluciones de colores”, las conmociones no violentas que en los últimos años propiciaron la llegada de la democracia a Georgia, Ucrania y Líbano. Para evitar la modernización política, esos países han optado por la liberalización económica y la integración en el mercado mundial.
Aún quedan unos pocos Estados “socialistas” no reformados -Corea del Norte y Cuba- y hay incluso un par de nuevos acólitos -Venezuela y Bolivia-. Pero esos países no pueden desarrollarse aisladamente y carecen de una potencia mundial que les sirva de referencia. Lo único que dejarán tras ellos será esperanzas defraudadas y facturas impagadas.
El presidente Mahmud Ahmadineyad se siente más atraído por los restos de las revoluciones anticoloniales de América Latina que por la comunidad de Estados islámicos. El resultado de esa posición se ensombrece aún más si los iraníes se comparan con India, Brasil y Turquía. El impresionante éxito de estos países ha demostrado cuáles son las condiciones que permiten ser una potencial regional o incluso mundial en el siglo XXI.
A medio plazo, el competidor principal de Irán en la región no será Israel ni sus vecinos árabes, sino Turquía. Mientras que Irán reprime la libertad interior, recurre a una política exterior de desestabilización regional y se centra en la fabricación de armas nucleares, que reducirá en lugar de aumentar su seguridad, Turquía está experimentando un proceso de modernización amplia y lograda. Gracias a ello, Turquía, y no Irán, lleva camino de ser la principal potencia de Oriente Próximo.
Este otoño se deben adoptar decisiones importantes porque el proceso de enriquecimiento de uranio sigue sin pausa en Irán. Este país está acercándose a la línea roja que indicaría su capacidad para producir armas nucleares. Así que sus dirigentes deben decidir si aceptan la mano tendida por Obama o conducen a la región a una nueva fase de confrontación. Un vistazo a los libros de Historia podría ayudarles a adoptar la decisión.
Sin embargo, hay pocos indicios -por no decir ninguno- de que los dirigentes de Irán vayan a aprovecharla porque para ellos la oferta de Obama representa también un gran peligro. Nada temen tanto como abrirse y reducir la tensión con Estados Unidos. De hecho, el régimen iraní acogió con agrado a George W. Bush y su Gobierno neocon porque le permitía cerrar filas y, al mismo tiempo, le brindaba acceso a Irak y Afganistán.
Como todos los modernizadores parciales en los regímenes autoritarios, los dirigentes de Irán desean economía, tecnología e infraestructuras avanzadas, pero no libertad, democracia y Estado de derecho. El drama de las manifestaciones de masas y su represión tras las fraudulentas elecciones de junio ha expuesto un conflicto fundamental dentro de la minoría dominante iraní sobre el rumbo de la República Islámica: ¿aspira el país a una mayor apertura o al aislamiento? Ahora prevalecen los aislacionistas.
Aunque la revolución del ayatolá Jomeini en 1979 se proclamó islámica, en esencia fue -y sigue siendo- una revolución nacional. Su objetivo fundamental era la independencia de Irán respecto a las potencias extranjeras. Treinta años después, el ofrecimiento de Obama permitiría a Irán no sólo consolidar su independencia mediante la reconciliación con Estados Unidos, sino también estar a la altura de su cada vez mayor importancia en su región y en la política mundial. El sueño del resurgimiento de Irán podría hacerse realidad junto con las potencias regionales y mundiales más importantes, en lugar de acabar en la pesadilla de la confrontación.
La revolución iraní contra el sah no fue la primera revolución islámica, sino una de las últimas rebeliones anticoloniales del Tercer Mundo: el fin, más que el principio, de una era histórica. Una de las primeras revoluciones de esa clase -y, desde luego, la más importante- se produjo en China en 1949. Siguieron numerosos movimientos de liberación nacional en Asia, África y América Latina. Solían ser de orientación antioccidental y con razón.
Muchas de esas revoluciones optaron por el modelo económico soviético, que combinaba una economía controlada por el Estado con un grado mínimo de integración en el mercado mundial. Muchos de esos países pagaron un alto precio por ello.
Los dirigentes de Irán harían bien en estudiar esos casos cuidadosamente. De hecho, la propia Unión Soviética acabó desplomándose por su economía de escasez, no por falta de misiles y cabezas nucleares. La abundancia de petróleo y gas natural de ese país no pudo impedir su fin. Pero parece que los dirigentes de Irán no quieren aprender las lecciones de la Historia: el gobierno mediante las bayonetas raras veces da resultado a largo plazo.
Todos los modernizadores parciales de China, Rusia, Vietnam y otros países comparten el temor a las “revoluciones de colores”, las conmociones no violentas que en los últimos años propiciaron la llegada de la democracia a Georgia, Ucrania y Líbano. Para evitar la modernización política, esos países han optado por la liberalización económica y la integración en el mercado mundial.
Aún quedan unos pocos Estados “socialistas” no reformados -Corea del Norte y Cuba- y hay incluso un par de nuevos acólitos -Venezuela y Bolivia-. Pero esos países no pueden desarrollarse aisladamente y carecen de una potencia mundial que les sirva de referencia. Lo único que dejarán tras ellos será esperanzas defraudadas y facturas impagadas.
El presidente Mahmud Ahmadineyad se siente más atraído por los restos de las revoluciones anticoloniales de América Latina que por la comunidad de Estados islámicos. El resultado de esa posición se ensombrece aún más si los iraníes se comparan con India, Brasil y Turquía. El impresionante éxito de estos países ha demostrado cuáles son las condiciones que permiten ser una potencial regional o incluso mundial en el siglo XXI.
A medio plazo, el competidor principal de Irán en la región no será Israel ni sus vecinos árabes, sino Turquía. Mientras que Irán reprime la libertad interior, recurre a una política exterior de desestabilización regional y se centra en la fabricación de armas nucleares, que reducirá en lugar de aumentar su seguridad, Turquía está experimentando un proceso de modernización amplia y lograda. Gracias a ello, Turquía, y no Irán, lleva camino de ser la principal potencia de Oriente Próximo.
Este otoño se deben adoptar decisiones importantes porque el proceso de enriquecimiento de uranio sigue sin pausa en Irán. Este país está acercándose a la línea roja que indicaría su capacidad para producir armas nucleares. Así que sus dirigentes deben decidir si aceptan la mano tendida por Obama o conducen a la región a una nueva fase de confrontación. Un vistazo a los libros de Historia podría ayudarles a adoptar la decisión.
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