Publicado en Milenio Diario, 2012-08-26
Cuando el periodismo aún se parecía al Periodismo, y eras un redactor novato que pisaba por primera vez la redacción, había dos personajes a los que mirabas con un respeto singular, mayor que el que te inspiraban los redactores jefes en mangas de camisa con tirantes y una botella de whisky metida en un cajón de la mesa, o los grandes reporteros con firma en primera página, a cuyas leyendas soñabas con unir un día la tuya. Los dos personajes a los que más podía respetar un joven periodista eran el corrector de estilo y el redactor veterano. El primero solía ser un señor mayor con la mesa cubierta de libros y diccionarios, encargado de revisar todos los textos para detectar errores ortográficos o gramaticales antes de que se convirtieran en plomo de linotipia. A veces, a medio redactar un artículo, te levantabas e ibas a plantearle una duda. Solían ser cultos, educados y pacientes. A uno del diario Pueblo —lamento no recordar ya su nombre— debo desde 1973 un truco para no equivocarme nunca, después, al manejar debe y debe de. Cuando es obligación, me dijo, pon siempre debe. Cuando es suposición, debe de. Tampoco he olvidado su aclaración sobre leísmo y loísmo: Lo violó a él, la violó a ella, les violó la correspondencia.
El
otro personaje era el redactor veterano. El primer día de trabajo,
cuando te internabas entre aquel incesante tableteo de máquinas de escribir y
teletipos mirando en torno con aire de parvulito desamparado, siempre había un
fulano de cierta edad, sonrisa fatigada y ojos vivos, que señalaba la mesa que
tenía al lado y decía: “Siéntate aquí, chaval”. Así lo hacías; y de él, en los
siguientes días y meses, aprendías sobre tu oficio más que cuanto escuelas de
periodismo y universidades podían enseñarte jamás. Solía tratarse de
periodistas curtidos en la redacción; hombres en su mayor parte, aunque no
faltaban mujeres. Anónima infantería, toda ella, sin demasiado futuro.
Veteranos maduros, desprovistos ya de ilusiones o esperanzas, seguros de que su
carrera profesional no iría mucho más lejos de aquella mesa y de la
desvencijada Olivetti que había encima. Conscientes, a esas alturas, de que
nunca llegarían a redactores jefe, y tal vez ni siquiera a jefes de sección.
Ese periodista veterano solía ser poco gregario, vagamente cínico, con un punto
de simpática misantropía. Respetado por todos, aunque a menudo se mantuviera
algo aparte de los compañeros que aún tenían ambición y esperanza. Y tú,
intuyendo que era precisamente él quien poseía las claves del oficio, la
experiencia y las certezas que te faltaban, te dejabas adoptar con aplicación y
respeto, procurando hacerte digno de su estima. Aprendiendo a la vez de sus
conocimientos, su cinismo y su ternura. Yéndote luego de madrugada, al cierre
de la edición, a tomar con él una copa —ese personaje solía beber hasta el
amanecer— y formular las preguntas oportunas para hacerlo hablar, y contarte.
Para escuchar de su boca los secretos fundamentales del oficio y de la vida. Y
él lo hacía con gusto, cómplice, generoso como si tu futuro empezase
exactamente allí donde terminaba el suyo. Contagiándote el amor por el oficio,
la fiebre que en su juventud tuvo, y que al hablar le afloraba todavía, pese a
los desengaños, en las palabras y la sonrisa. Y el día que, al fin, firmabas en
primera página, te miraba orgulloso como un padre miraría a un hijo, o un
maestro a un alumno aventajado. Sabiendo que tu triunfo también era suyo.
Ya no
hay gente así en las redacciones. Ni corrector de estilo, ni viejos maestros
con la clave del gran periodismo en los ojos cansados. Ni
siquiera quedan apenas redacciones. Los tiempos cambiaron mucho las cosas, los
periódicos de papel mueren despacio, las ediciones digitales sustituyen a los
grandes rotativos que antes se apilaban en los quioscos —edición especial:
Franco ha muerto—, y los propietarios de medios informativos, prensa, radio y
televisión, hace tiempo jubilaron a esa clase de gente. Nadie quiere
correctores de un estilo que no importa un carajo, y que además se consigue
gratis, aunque de manera torpe e imperfecta, con los correctores informáticos.
Tampoco hacen falta, ni conviene tenerlos cerca, molestos veteranos que abran
los ojos a la carne de cañón barata que ahora exigen las empresas: jóvenes
becarios mal pagados, pendientes de una pantalla de ordenador, nutridos con notas
de prensa y mediante Internet, que ni siquiera duran allí lo suficiente para
enseñar al joven que los sustituirá en el periodismo superficial e
irresponsable, al que nuestro tiempo nos condena. Sin nadie que el primer día
de trabajo, al señalar una mesa cercana y decir “siéntate aquí, chaval” le abra
generoso, desinteresado, las puertas del que en otro tiempo fue el oficio más
hermoso del mundo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario