La
vuelta a Jesús/José María Carrascal, periodista.
ABC
| 20 de marzo de 2013
De
cuantas declaraciones ha hecho hasta la fecha el nuevo Papa, me quedaría con la
que hizo a los 114 cardenales que le habían elegido: «Si no confesamos a Jesús,
nos convertiremos en una ONG piadosa». Frase que esconde una doble advertencia
a una Iglesia donde pugnan dos corrientes: no se trata de ser conservadores o
aperturistas. Nuestra única guía debe ser el mensaje de Jesús. Si nos olvidamos
de sus palabras o de sus obras, no pasaremos de ser una organización laica más
de ayuda a los necesitados. La Iglesia tiene que ser eso, y algo más. Tiene que
ser una referencia ética para la sociedad, tanto desde el púlpito como desde la
vida privada. Y Jesús es la referencia de la Iglesia. Con lo que el Papa
Francisco, en vez de tomar partido por los ortodoxos o los renovadores, vuelve
a la fuente original del cristianismo.
Algo
que nos obliga a plantearnos, veintiún siglos después, cuál fue el mensaje
original de Jesús, para descubrir, sin mayores conocimientos históricos y
teológicos, que, partiendo de una antiquísima religión, el judaísmo –cimentada
en un Dios único, espiritual, y regida por diez mandamientos «natural es » e
innumerables normas de convivencia–, predicó ir más lejos, para acercar el ser
humano a su Creador y a sus congéneres. Concretamente, Jesús predica:
—La
igualdad de todos los hombres, al ser todos ellos hijos de Dios. Esto, que hoy
nos parece obvio –de labios afuera al menos, en el corazón y cerebro habría ya
que aquilatar–, significaba en aquel tiempo y lugar romper el concepto de
«pueblo elegido» que se habían asignado los judíos. De ahí que sorprendiesen
sus palabras y escandalizase ver a Jesús familiarizar con los «gentiles»,
gentes de otras religiones, despertando enormes recelos entre la clase
sacerdotal, que acabaría exigiendo su muerte.
—La
segunda innovación de Jesús fue su comprensión con los débiles, con los
pecadores incluso, a quienes exigió sólo el arrepentimiento y no volver a
pecar. Superando con ello las durísimas penas de la entonces vigente Ley del
Talión o la muerte por lapidación. Su «el que esté libre de pecado que tire la
primera piedra» marca un antes y un después en la actitud de los hombres hacia
las acciones ajenas que no aprueban. La misericordia entra así a formar parte
de las virtudes humanas.
—No
contento con eso, da un paso más y nos pide no sólo perdonar a nuestros
enemigos, sino también poner la otra mejilla si nos dan una bofetada. Con lo
que traspasa ya las fronteras de lo natural –pues la reacción casi refleja en
este caso es devolver el golpe–, para entrar en los dominios de lo
sobrenatural, de lo divino. El hombre capaz de dominar sus instintos se convierte
así en hijo de Dios. Su frase «mi reino no es de este mundo» define el carácter
celestial de su prédica. La Iglesia que funda tiene, junto a los inevitables y
numerosos pecadores, miembros tocados por esa aura de divinidad que les inclina
a dedicar su vida a los demás y van desde los primeros mártires a Teresa de
Calcuta, que llevan el precepto «amarás a tu prójimo como a ti mismo» al
extremo de dedicarles su propia vida, lo que requiere fuerzas sobrehumanas.
Fueron
estos cambios tan radicales en las relaciones entre los hombres, que
significaron un salto cuántico en la historia y cultura de la humanidad, un
auténtico terremoto que precipitó el derrumbamiento del mundo antiguo, pagano,
con nuevos protagonistas, normas y valores, acompañados del correspondiente
caos.
Los
contemporáneos, naturalmente, no se dieron cuenta de ello, empezando por los
propios discípulos, que le respondían confusos cuando Jesús les preguntaba qué
se decía de él, «un profeta», «el Mesías», sin acertar que estaban en el alumbramiento
de una nueva era, de la que iban a ser parteros.
Veintiún
siglos después, vuelve a reinar el mismo desconcierto. Hemos avanzado en el
aspecto técnico de tal forma, que lo que hoy nos parece natural hace sólo cien
años nos hubiera parecido milagro. Somos capaces de ver lo que ocurre a enormes
distancias, trasplantamos órganos, nos trasladamos de un continente a otro en
pocas horas, incluso hemos ido a la Luna. Pero los grandes problemas de la
humanidad, la convivencia, las guerras, el hambre, la opresión, continúan. Con
el añadido de que nos hemos hecho más escépticos y cínicos, tras ver el
desplome de tantas utopías y la poca eficacia de la mayoría de nuestras
fórmulas para resolverlos, la democracia incluida.
Dentro
de la Iglesia católica forcejean dos corrientes que proclaman para sí la
legitimidad de la herencia. La conservadora y la liberal, la teología dogmática
y la de la liberación. Los últimos Papas han venido decantándose por la
primera, pero el forcejeo sigue, en un mundo cada vez más injusto y volátil. En
tal coyuntura, el Colegio Cardenalicio ha echado mano de un obispo llegado de
lejos, pero con extenso conocimiento de lo que ocurre, especialmente en los
lugares más olvidados. Y este les ha dicho que la solución no está en volver al
latín ni en meter guitarras en las iglesias, en restablecer la rigidez de los
sacramentos ni en olvidarse de ellos, sino en reevangelizar la Iglesia. No se
trata de crear una nueva ONG ni de que los sacerdotes vuelvan a las sotanas,
sino de predicar, no desde el púlpito, sino desde el ejemplo diario, a ras de
calle, el mensaje de Jesús. No todos los católicos van a poder hacerlo, pero
todos tienen el deber de intentarlo, muy especialmente la jerarquía
eclesiástica, que debe ser modelo de integridad, rectitud –¡ay, esas
complacencias con los hermanos descarriados!–, compromiso con sus fieles e
independencia hacia los poderes políticos, económicos, culturales y sociales.
A
los viejos enemigos de la Iglesia, el materialismo, el marxismo y el
escepticismo, el nuevo Papa ha añadido el populismo, esa mezcla de nacionalismo
y demagogia que arrasa en Hispanoamérica y puede arrasar en Europa al socaire
de la crisis. Después de haberse enfrentado con él en su país, el Papa
Francisco cree que la vuelta a Jesús es también su remedio. Con lo que
demuestra ser un hombre no sólo de principios, sino también con sentido común.
Lo que más necesita el mundo de nuestros días.
Sólo
hace falta que le hagamos caso.
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