Los
países imaginados/Gustavo Martín Garzo
El
País | 20 de enero de 2013
La
atención a lo real, dice Hannah Arendt, es una forma de virtud. Pero ¿qué es lo
real, a qué nos obliga esa atención? ¿Tiene sentido en los tiempos que corren
contar, por ejemplo, un cuento de fantasmas, hablar de anillos que dan la
invisibilidad, de miembros que siguen viviendo separados de sus cuerpos, de
amantes que, como en la bella película Sueño de amor eterno,se encuentran en
sus sueños? ¿De qué nos sirve escuchar historias así? Aún más, ¿prestarles
atención no es una forma de evitar nuestro compromiso con una realidad que no
deja de reclamarnos? El mundo se ha vuelto tan doloroso y sus problemas tan
acuciantes que nos parece que esas historias, por muy bellas que puedan
parecer, poco o nada tienen que decirnos.
Tenemos
hambre de realidad porque todo se ha vuelto extraño e irreal. Por eso pedimos a
los libros que nos hablen del mundo en que vivimos y nos ayuden a entenderlo.
Sin embargo, más allá de los problemas concretos que nos acosan, y que tienen
que ver con las injusticias y los abusos que se comenten cada día, los hombres
y mujeres actuales siguen asistiendo al nacimiento de los niños, se pierden en
los laberintos del amor, visitan en sueños lugares incompresibles, conversan en
secreto con los muertos, se sienten interrogados por la mirada de los animales.
¿Por qué los libros no deberían hablar de todo esto? “Sabes tanto de mí y no me
comprendes, escribe Antonio Porchia. Saber no es comprender. Podríamos saberlo
todo y no comprender nada”.
El
hombre vive en la materia y necesita la ciencia para comprenderla y la técnica
para transformarla; pero vive también entre representaciones y para
comprenderse a sí mismo y a los demás necesita historias que le pongan en
contacto con lo más oculto y postergado de sí mismo. Todo es doble en nuestro corazón.
Vivimos entre la razón y la locura, entre el principio del placer y el
principio de realidad, entre el mundo del doctor Jekyll y el de mister Hyde,
que no tiene por qué ser necesariamente un malvado. Mister Hyde representa lo
excéntrico, lo que no cabe en el mundo real. La literatura debe hablarnos del
doctor Jekyll y del mundo que le rodea, pero sería incompleta si no lo hiciera
a la vez de mister Hyde, de su deambular en la noche, de sus extravagancias y,
por qué no, de sus ocultas delicadezas. De esos otros que también somos y de
los asuntos peligrosos en que tantas veces andamos metidos.
Alberto
Manguel, en su prólogo a El país imaginado, la novela de Eduardo Berti,
recuerda una leyenda china en que una joven que vive en el pueblo con sus
padres se enamora tan locamente de un viajero que, incapaz de saber si debe de
seguirle o no, se desdobla en dos. Una de ellas continúa viviendo en el pueblo
con los suyos, mientras la otra viaja por el mundo con su amante. Pasan los
años y un buen día ésta siente tanta nostalgia de lo que dejó atrás que decide
regresar a su pueblo. Y cuando lo hace, se encuentra con aquella de la que se
separó al marcharse y vuelven a juntarse y a ser una sola mujer.
Esta
fábula bien podría ser una metáfora de lo que nos pasa al vivir, ya que siempre
somos dos, el que vive en el mundo real entregado a sus ocupaciones, y el que
somos por las noches cuando los demás duermen. El que se queda en casa y el que
no deja de buscar a esos hermanos y hermanas perdidas que viven en sus sueños.
Eduardo
Berti habla en El país imaginado de todo esto. Su novela es en realidad un
cuento de fantasmas, pues ese país imaginado al que se refiere su título no es
otro que la muerte. Su protagonista es una joven que se enamora de otra
muchacha con la que se encuentra en un parque, donde lleva a su pájaro para que
aprenda a cantar. La novela habla del deslumbramiento del amor adolescente,
pero es también un diálogo entre la muchacha y su abuela muerta. El mundo está
mal hecho, le dice la protagonista a su abuela. Y ésta le contesta: El mundo no
está terminado de hacerse, nunca lo hace. Nada es una sola cosa en esta
delicada novela y así no tardaremos en descubrir que ese país imaginado en que
las dos jóvenes se encuentran es a la vez el país de la muerte y el país del
amor. Esa duplicidad es una característica de todos los países imaginados.
Eduardo Berti habla en su libro de una provincia del sur de China donde existió
una escritura que solo usaban las mujeres. La escritura de los hombres les
estaba vedada y ellas inventaron una lengua suya y secreta, que se transmitía
de madres a hijas, o entre las cuñadas, y de la que se servían para hablar de
aquellas que eran a espaldas de sus maridos y padres. Esa lengua perdida es la
lengua de la literatura, la lengua que utilizan esos otros que somos para
hacerse escuchar.
Los
hombres y mujeres a quienes les quitan sus casas, los que no consiguen trabajo,
los que tienen que cuidar a sus enfermos sin la ayuda de nadie o emigrar a
países cuya lengua y costumbres desconocen, son algo más que un número en las
estadísticas oficiales. Todos ellos guardan en su interior vidas que no logran
hacer reales, y la tarea de la literatura es levantar la cartografía de esas
vidas que esperan despertar alguna vez. Esas vidas nada tienen que ver con la
que tantas veces llevamos en este mundo tan desagradable en el que estamos
presos. Bancos que roban a sus clientes, turbios especuladores de bolsa,
paraísos fiscales que administran los mismos que nos piden austeridad y
resignación, listas de los hombres más ricos del mundo, caciques que tocan el
trombón, ministros de cultura entregados a la tauromaquia, asesores de la
inanidad, vendedores ufanos del bien común son los personajes de esa ficción
absurda que llamamos realidad. ¿Qué pensarían ustedes de alguien que elegido
por sus vecinos para dirigir el museo de su ciudad se dedicara a vender los
cuadros con la nada inocente idea de que es en las casas particulares donde van
a estar mejor cuidados? ¿Merece la pena escuchar una y otra vez la historia de
cómo unos pocos ávidos de riqueza desmantelan el mundo de todos? No, no lo
merece.
La
realidad está enferma y necesitamos el elixir de esa flor misteriosa que sólo
en los países imaginados florece. Sólo así nos curaremos de nuestro extravío.
Necesitamos soñadoras de provincias, buscadores de perlas, bodas entre vivos y
difuntos, niños que hablen con los animales, casas con siete tejados, cabezas
que canten en un plato, ballenas blancas, artistas del hambre, lazarillos que
nos devuelvan a los lugares de la abundancia y el deseo. Seres como la mujer
alta de uno de los últimos poemas de Antonio Ferres.
El
poeta anciano se pregunta en ese poema si aún tendrá tiempo para alcanzar uno
de aquellos prados de la verdad de los que hablaban los griegos, e imagina a
una mujer alta que le lleva de la mano a un café de París o “a una ciudad
verdadera / que vive en otro tiempo”, como si esa criatura imaginada fuera la
única que pudiera dar realidad a sus sueños. Y escribe: “Quiero avanzar / por
los paseos abiertos / en parques donde juegan niños / que soñarán el Universo.
/ Quiero que mi sangre lata / junto a esa muchacha tan alta / que corre los
senderos”. ¿No querría usted lo mismo, querido lector?
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