Contra
el suicidio de la universidad/Jordi Gracia es profesor y ensayista.
El
País, 21 de junio de 2013
Lo
que a Ortega le ha pasado en los últimos setenta años tiene aroma de dramón
bíblico. Ha sido víctima asidua de la dependencia beata que repudió tantas
veces (aunque la fomentó también) y se le ha usado para casi todo sin mucho
sentido del decoro y casi siempre precisamente para aquello que no servía ya,
aunque hubiese servido en su momento.
Un
clásico de esa dependencia es Misión de la Universidad. El prólogo de Jesús
Hernández al libro recién publicado en Anagrama (pero escrito al menos dos años
antes por varios autores) titulado La universidad cercada. Testimonios de un
naufragio, echa mano de él innumerablemente. Pero lo peor es que sus razones de
1930 son inválidas en una grandísima medida para los tiempos actuales. Podrán
inspirar alguna idea o alguna reflexión marginal, sí, pero esa universidad y la
nuestra son hermanas marcianas, como sospechan Fernández-Rañada, Francesc de
Carreras o Emilio Lamo de Espinosa.
El
libro se propone dar explicación a un hecho grave: la voluntaria jubilación y
el cansancio desengañado (y justificado) de tantos profesores de primer nivel
en múltiples áreas del saber universitario. ¿Por qué han preferido irse cuanto
antes muchos de ellos, para flagrante pérdida de quienes nos quedamos? Las
respuestas son múltiples, y casi todos los textos tienen miga de algún tipo: la
autobiográfica, siempre interesantísima, la testimonial sin más, la tentativa
analítica, la prudentemente nostálgica, la añorante de una radicalidad
ideológica, la presuntuosamente despectiva de los desastres del presente, la
aséptica y cautelosa ante la dificultad de decir algo sustancial, la
resignadamente melancólica, la decididamente sumida en la desolación. El título
no refleja en absoluto esa pluralidad de respuestas. La universidad cercada no
dice lo que dicen varios de ellos ni todos sienten que esté acosada por un
mundo que no la quiere, y de ahí el naufragio del subtítulo (otra vez aroma
Ortega, pero para decir lo contrario que quiso decir).
No
tiene razón el título, pero son muchas las buenas razones de varios de los
participantes y destaco entre ellos, además de los mencionados, las
contribuciones de José Luis Pardo, Víctor Pérez Díaz, Manuel Pérez Ledesma y
Gabriel Tortella. No es un galimatías. Es una forma concentrada de expresar la
complejidad enrevesada del asunto y la precipitación abusiva de otros
analistas, en particular los humanísticos. Pero en mi perspectiva, las
humanidades en los últimos 40 años disfrutaron precisamente de la competencia
de quienes hoy se han jubilado feliz o resignadamente, y eso fue, me parece, un
correctivo sustancial a la enteca, precaria y monopolística área de estudios
humanísticos de cualquier etapa anterior, tan o más endogámica que la actual y
a menudo de talante ya no autoritario, sino directamente feudal (con rémoras
que, por supuesto, subsisten, para vergüenza de quienes estamos en ella). Digo
lo que sabe cualquier profesional cualificado que hoy tenga entre 40 y 60 años
en la universidad española (en historia, en filología, en filosofía) y no haya
sucumbido a la depresión del vendaval de la crisis sumado al vendaval de
cambios del mundo en el que vivimos. O que no crea que los nombres de Vicens
Vives, Aranguren, Tierno Galván o Martín de Riquer fueron la norma de aquella
universidad.
Y
aquí es donde entra la fecundidad de puntos de vista más técnicos y concretos,
y muy en particular los de Lamo de Espinosa. Por una razón fundamental: expone
admirablemente las razones que explican la percepción desfondada sobre la
universidad actual, pero explica mejor todavía los errores estructurales y
concretos donde el diagnóstico deja de ser percepción genérica para convertirse
en anatomía de la realidad universitaria. Y por supuesto su efecto es
estimulante y movilizador, programático y comprometido, pese al desencanto ante
el presente que casi todos comparten (después de haber batallado durante más de
30 años precisamente para hacer mejor la universidad).
Pero
es que ya no le toca a él ni a ellos hacerlo, aunque harían bien quienes
piensan en mejorar la institución en leerle porque atina que da gusto, incluso
cuando no se le entiende. Sí: no se le entiende porque la estructura de
funcionamiento del sistema universitario se nos escapa a una ingente cantidad
de profesores incapaces de asumir qué tipo de infernal maquinaria es una
universidad democrática y masificada. No pasamos, la mayoría, de ser víctimas
de una proyección comprensible, pero imprudente: traducimos en crítica integral
a la universidad lo que en el fondo es reflejo a veces muy mecánico de la
experiencia propia en esta o aquella sonrojante oposición o en este o aquel
cargo y sus trapicheos impúdicos.
Y
sin embargo, algunas cosas siguen siendo ciertas y seguras, y la primera de
todas es la demencial propensión de los últimos gobiernos agobiados por la
crisis a retirar, rebajar, disminuir, podar la fragilísima realidad
universitaria e investigadora que creó la transición de marras como deber
colectivo y compromiso civil, sobre todo de la izquierda. La primera evidencia
de ese salto cualitativo está en la nómina de colaboradores del libro, entre
otros muchos que estuvieron en la universidad hasta ayer. Los datos y las
encuestas más distanciadas, y menos trucadas por la experiencia de cada cual,
dicen que hay ámbitos científicos donde existen equipos de investigación con
propuestas potentes y de impacto internacional.
Respetar
ese salto cualitativo —con o sin Bolonia— es empezar a defender el presente
hiperfrágil y vulnerable o, mejor dicho, directamente maltratado por un puñado
de decisiones políticas y económicas muy irresponsables. La fragilidad de
nuestro sistema tiene causas históricas y sistémicas y la elevación de la
universidad pasa por no cejar en ese ruta reciente, pese a sus conocidísimas
imperfecciones, que son graves pero también subsanables con voluntad política:
desde la ausencia de competitividad y perfil propio entre las universidades
hasta el claustrofóbico sistema de cooptación de profesorado. Pero mientras
tanto es seguro que empobrecer la investigación y entorpecer o abortar
proyectos por razones de ahorro es un pecado en cualquier sitio y un pecado
capital en España. Y ese pecado es pecado porque está mucho más infiltrado en
el corazón de la derecha que de la izquierda. Detrás de las decisiones sobre
investigación sí hay ideología, como la hubo en la JAE, liberal y progresista,
y como la hubo en el CSIC de la postguerra, reaccionario y retrógrado. Entender
qué aporta la investigación (y la libertad de investigación) es también
ideología.
La
derecha conservadora ha remado declaradamente peor que la izquierda porque hay
algo que todavía no ha interiorizado esa derecha: ni la democratización de la
universidad y su generalizada bajada de nivel son un mal ni son una lacra de
los tiempos abyectos que vivimos (sin valores, etcétera). Al revés: son la
afortunada condición democrática de su existencia, y con ella hay que contar.
Pero no para extinguirla como a un mal bicho o el mal mayor, sino para
protegerla e incluso para ampliarla a quienes ni en sueños piensan hoy que
algún día puedan pisarla.
Pero
esa es la buena noticia; la mala es que ella sola no sirve para nada y se
degrada en mera escolarización secundaria o repetición de saberes miméticos sin
que funcione su complemento nutritivo más valioso, que es la investigación y la
exigencia académica. Desproteger a ambas es desfondar el edificio y fomentar un
retroceso letal de la función pública que tímidamente había empezado a cumplir
la universidad: investigación de calidad, elitista, exigente, imaginativa,
crítica y libre. Quizá la ruptura con el sistema universitario franquista no se
culminó en la transición, pero sería suicida reventar ahora la reforma lenta y
real en la que anduvieron la mayoría de los nombres de este libro, más un buen
puñado de los que no están en él.
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