Confianza
o sospecha/Olegario González de Cardedal, teólogo.
ABC, 21 de junio de 2013;
En
la mitad del siglo pasado aparecía en Francia un grupo de escritores, agrupados
bajo el título «la nueva novela». La obra de uno de los miembros del grupo,
Nathalie Sarraute, lleva por título «La era del a sospecha». En el mismo
contexto cultural años después P. Ricoeur acuña la expresión « maestros de la
sospecha » para encuadrar bajo ella a los pensadores del siglo XIX y comienzos
del XX que sometieron a crítica radical la cultura y los valores vigentes.
Feuerbach realiza la crítica de la teología; Nietzsche, de la moral, y Freud,
frente a tantos proyectos de razón pura, voluntad pura, sensibilidad pura
(Kant, Cohen…), quita el velo para identificar los abismos de impureza que
pueblan los sótanos del corazón humano. Estas sospechas no anularon las
realidades esenciales de la vida humana; las purificaron de mucho lastre de mal
pensamiento, mala fe, mala acción.
Entretanto,
los antropólogos y psicólogos habían mostrado que el ser humano, a diferencia
del animal, en su desvalimiento original nace del todo remitido al acogimiento
y atención que le otorguen los demás. Las caricias de los primeros meses y la
atención de los primeros años forman la trama y urdimbre sobre las cuales se
apoya la vida creciente. Ese apoyo en el otro se explicita como confianza y no
para momentos aislados, sino como confianza fundamental ( Grundvertrauen). Ella
es en el orden del espíritu para cada uno lo que en el orden de la naturaleza
son para la humanidad el cielo y la tierra, el techo y el suelo sobre los que
nos apoyamos. Ellos convierten la vida en una evidencia, que no necesitamos
cada uno fundar a cada momento. Confianza en lo que nos da origen, sostiene,
acompaña y espera. Eso es ser hombre.
¿Cuándo
se pierde la confianza y se invierte en sospecha? Cuando las personas,
realidades o instituciones a las que uno se había confiado muestran su
incapacidad para sostenernos, como resultado de un fallo, infidelidad, engaño,
ocultamiento o traición personal. Comenzamos entonces a dudar, porque
barruntamos que algo no está en orden, que la verdad se nos ha ocultado, que
hay por medio intereses oscuros, que las personas a quienes nos habíamos
confiado no son de fiar. Aparecen entonces uno tras otros la suspicacia, el
rencor, el rechazo, el odio. El final es una situación donde la integración es
sucedida por el distanciamiento y la colaboración, por el individualismo, en
una especie de retirada de la responsabilidad comunitaria al sálvese quien
pueda. A la cohesión sigue la disgregación.
¿No
es esta la situación de España? Del gozo confiado en los decenios inmediatos a
la Constitución de 1978 hemos pasado a la puesta en duda de la historia
anterior o a la memoria glorificadora de ciertos momentos de esa historia, a la
desaparición del horizonte de un proyecto español, que en la diversidad
unificara los empeños y esperanzas de todos, a una disgregación de regiones,
grupos y propuestas, que no enriquecen la unidad en la diversidad, sino que se
empeñan en afirmarse en la distancia y en la ruptura. Pareciera que al viejo
principio de que la unidad hace la fuerza, unidad especialmente necesaria ante
los proyectos de la Unión Europea y de la globalización, le hubiera sucedido un
nuevo principio: cada uno por separado es más eficaz y solo él puede defender
lo propio.
¿Por
qué hemos pasado del régimen de confianza generalizada al régimen de sospecha
generalizada? Porque han ocurrido cosas demasiado graves, que han depauperado,
herido y ofendido la buena voluntad de quienes habiendo confiado en sus
dirigentes se han visto expoliados y traicionados. Hechos manifiestos: cinco
millones en paro; corrupción de individuos con autoridad pública y de
instituciones; falta de control por parte de los encargados de él; cesión ante
poderes o instancias de rango superior; impunidad manifiesta de hechos
gravísimos; no defensa de una legalidad que se ve públicamente preterida y no
se hace nada frente a ella; plegamiento de los grandes partidos políticos a
minorías parlamentarias para permanecer en el poder con detrimento en muchos
casos del bien común y un desdibujamiento de la Constitución; pederastia en la
Iglesia; ausencia de una palabra de verdad, ilusión y fortaleza por parte de la
inteligencia y la universidad; la justicia rápida y manifiesta para pequeños
delitos y la dilación inacabable para los grandes desfalcos; jueces que luchan
entre sí por el prestigio publicitado; grupos de información y periódicos que
son muy críticos derramando hiel en los temas de cultura, ética y religión que
no se pueden volver contra su poder pero que, mansos y cariñosos, derraman miel
con los grandes grupos económicos, y que por ejemplo no dicen una sola palabra
cuando ciertos responsables de bancos en quiebra se van a su casa con una
indemnización de ochenta o más millones de euros dejando en la pobreza a tantos
laboriosos y medianos ahorradores.
No
podemos ocultar los hechos, ni trivializarlos ni sublimarlos en favor de
futuras utopías. La confianza solo se recuperará con la verdad puesta sobre la
mesa, con el castigo de los culpables, con la devolución del dinero robado o
apropiado por vías ilegales. No valen las meras respuestas formales. Muchas
cosas habrán podido ser legales, pero no pueden ser consideradas morales. Y
cuando una persona, institución o nación entra en crisis profunda hay que salir
de lo formal, de lo virtual, de lo administrativo inmediato a las verdades
reales, que devuelven la justicia y la dignidad a los afectados. ¿Quién nos
asegura que ante tales hechos de falta de trabajo, sentimiento de haber sido
traicionados, pérdida de ahorros, comprobación de desfalcos y ERE fraudulentos
en instituciones públicas, no sobrevenga un estallido social de consecuencias
imprevisibles?
¿Cómo
superar esa situación que nos pone ante el abismo? No podemos negar los hechos
ni sucumbir a una ingenuidad mortal. Tampoco podemos pasar de la sospecha y
rechazo legítimos a una suspicacia permanente y a la negación de la
colaboración. En tal situación lo primero es la necesidad de que los poderes
públicos ofrezcan una información veraz y permanente a la luz de la cual
recobren nuestra adhesión y puedan exigirnos colaboración. Luego la
clarificación de responsabilidades; la trasparencia en los números; la
independencia de la justicia y la honestidad profesional. Es necesaria una
regeneración de las personas, de los grupos, de las instituciones. Cada sujeto
en su lugar debe considerarse responsable único, creer en su propia dignidad,
aguantar su lote de esfuerzo y aportar esperanza. Una vez hecho esto, otorgar
confianza a quienes gobiernan, siendo conscientes de los múltiples aspectos de
la gobernación, interiores y exteriores, que escapan a su competencia jurídica
en unos casos y profesional en otros. Hecho esto, al régimen de sospecha y
suspicacia generalizadas debe suceder el régimen de confianza y colaboración.
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