Las
normas de Howard/Kenneth Weisbrode, miembro del Consejo Atlántico de Estados Unidos Traducción: José María Puig de la Bellacasa.
La
Vanguardia, 28 de junio de 2013
El
reciente anuncio del presidente Obama de que Estados Unidos comenzaría a armar
a los rebeldes sirios ha sido acogido con una consternación y desaprobación
casi completa en los ánimos de casi todo el mundo, aparte de un puñado de
líderes de la oposición siria que han suplicado ayuda. Mucha gente ha
preguntado: ¿por qué? ¿Por qué reciben tan poco apoyo y tan tarde? ¿O bien no
lo han estado obteniendo ya? Si es así, ¿por qué anunciarlo públicamente? ¿Se
dispone de un plan de mayor envergadura, de una estrategia? Si es así, ¿cuál
puede ser, aparte de confiar en que el asunto tenga el mejor desenlace posible?
Si no es así, ¿por qué involucrarse en una guerra civil tan complicada con
todos los costes previsibles?
La
postura negativa sobre la última cuestión constituye, de hecho, el enfoque que
suele darse tradicionalmente a la posibilidad de una intervención. Lo expresó,
tal vez, del mejor modo posible el historiador militar británico Michael
Howard. Nunca, dijo, intervengan en una guerra civil ajena, porque el asunto
acabará mal. Si es absolutamente necesario intervenir, en tal caso elijan un
lado y apóyenlo con todos los recursos propios disponibles. Y si de todos modos
hay que elegir un lado, entonces hay que elegir el lado con más probabilidades
de salir victorioso.
Según
parece, Obama –se deduce al menos de lo poco que ha revelado de su postura
sobre el conflicto– ha quebrantado todas las recomendaciones de Howard. A pesar
de todas las críticas que ha recibido la opción adoptada por Obama, no se le
suele tener por persona irreflexiva e irresponsable. En consecuencia, podemos
seguir preguntándonos sobre cuáles son sus propósitos y sobre qué planes tiene
en el asunto que nos ocupa, además de cuáles pueden ser las implicaciones de
todo ello.
La
opinión más amable sostiene que Obama ha decidido enviar armas a las fuerzas
del general Salim Idris con el fin de reforzar su influencia en la que se
supone será una negociación larga sobre un nuevo régimen siempre y cuando el
gobierno de Bashar el Asad caiga finalmente o se produzca realmente un punto
muerto. El gran riesgo, por supuesto, es que sea necesario un apoyo mucho más
fuerte e intenso, que incluya una intervención militar directa, para evitar ese
resultado. Y ahora que EE.UU. ha empezado a ayudar a los rebeldes de manera
pública, la cuestión de su propia credibilidad (ese amo terrible en cualquier
guerra) queda en evidencia. Resulta difícil imaginarse que el apoyo de EE.UU.
queda limitado a lo prometido por Obama –armas pequeñas y municiones– si la
situación se pone fea para las fuerzas de Idris, no sólo frente a las fuerzas
de El Asad y de Hizbulah, sino también con respecto a los yihadistas
respaldados por otros; a saber, Arabia Saudí y Qatar, a quienes EE.UU., según
Obama, gustaría ver bajo control.
Un
punto de vista menos benévolo dice que Obama se ha visto obligado a actuar por
la presión de la opinión pública, para incluir algunas reprensiones mordaces
del senador John McCain y del expresidente Clinton, que rayaban en tacharlo de
débil, cobarde e irresponsable. Los que conocen a Obama saben que él no es
ninguna de estas cosas, pero ni los líderes más fuertes pueden oponerse
eternamente a las peticiones de intervención cuando llegan a ser tan intensas
en su círculo íntimo hasta el punto de ser ensordecedoras. De hecho, todos los
presidentes estadounidenses desde William McKinley que han llevado a cabo una
intervención militar –con la excepción de Roosevelt en 1941– lo hicieron tras
experimentar una gran presión popular y después de insistir una y otra vez en
que se oponían firmemente a ella.
En
el caso presente, la mayoría de los estadounidenses no tiene interés en
absoluto en intervenir en la guerra civil en Siria, incluso después de que
fuera atravesada la tontamente autoimpuesta línea roja de Obama sobre el empleo
de armas químicas. En consecuencia, a los estadounidenses les extrañó que un
presidente que ha insistido en la prudencia y que optó a la reelección
manifestándose tan resueltamente contrario a una intervención militar en
Oriente Medio cambiara de opinión.
Y
una visión menos benevolente, asimismo, sostiene que Obama continúa la cínica
política descrita en su día por miembros de la Administración Bush como algo
parecido a papel matamoscas. Es decir, cuanto más tiempo dure la guerra civil
siria, en mayor medida Hizbulah y sus homólogos suníes –los yihadistas
procedentes de Iraq y de otros lugares– serán atraídos al combate y a
eliminarse allí entre ellos en vez de en otro lugar. Pero esto es ya demasiado
cinismo. No hay un número limitado de activistas en el mundo que EE.UU. o
cualquier otra potencia puedan contener en una guerra siria sin fin.
De
hecho, ha sucedido y seguirá sucediendo lo contrario, tanto aquí como en las
inmediaciones de Iraq, de Líbano, y es que cuanto más tiempo se prolongue este
conflicto, más violento y costoso será, y de modo más exacerbado se propagará
su naturaleza sectaria. Las guerras civiles, especialmente las que se libran
por parte interpuesta, tienen casi siempre este efecto exponencial; ninguna es
totalmente calculable y controlable. Por eso Howard nos instó a mantenernos
alejados de ellas, si no tenemos realmente otra opción.
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