Brasil
se revuelve/Rut Diamint, profesora de Relaciones Internacionales en la Universidad Torcuato Di Tella de Buenos Aires, y Laura Tedesco, profesora de Ciencia Política en la Universidad de Saint Louis / Madrid Campus.
Publicado en La
Vanguardia, 27 de junio de 2013:
En
los años setenta, la sociología explicaba que los sectores sociales que logran
cubrir sus necesidades básicas tienden a reclamar al Estado demandas más
precisas. Esa interpretación puede ayudarnos a entender las protestas en
Brasil. La expansión de la clase media y el aumento del poder adquisitivo de
muchos ciudadanos ha sobrepasado con creces la capacidad de infraestructura del
Estado brasileño. La satisfacción por acceder a la escuela, al hospital o tener
trabajo ha dado paso a la frustración por la mala calidad de los servicios
públicos.
No
obstante, las movilizaciones han sorprendido. El 7 de junio unas 1.500 personas
protestaron en São Paulo por el aumento del transporte público que llevó el
billete de 3 reales a 3,20. Días más tarde, casi un millón de personas se
movilizaron para mostrar su enfado con el aumento, tarifario, la corrupción
endémica, las carencias de los servicios públicos y los gastos del Gobierno
para la Copa del Mundo de fútbol en el 2014 y los Juegos Olímpicos en el 2016.
Sorprenden
las protestas, porque los últimos gobiernos han desplegado la imagen de un
Brasil potencia, un actor global mimado por los grandes poderes. Vale
preguntarse: ¿por qué salen a las calles los ciudadanos de Brasil que tuvieron
en Lula al político más popular del mundo –de acuerdo con las palabras del
presidente Barack Obama–? ¿Por qué están indignados cuando su país ha mejorado
la distribución del ingreso? ¿Por qué gritan “¡No nos representan!” cuando las
encuestas mostraban hasta hace muy poco que la presidenta Dilma Rousseff tenía
una popularidad cercana al 75%?
El
presidente Lula fue muy exitoso al construir la idea de una nación con poder
global, apoyado en un crecimiento económico sostenido y en los logros sociales
del plan Bolsa Família, que permitió el ingreso de más de 30 millones de
personas pobres a la clase media. Sin embargo, las protestas dejan en descubierto
los desafíos que han creado esos logros. Por ejemplo, el número de usuarios de
los autobuses urbanos ha aumentado desde el 2003 en un 142%, pero el número de
autobuses sólo se duplicó. A pesar de que el servicio está subvencionado por
los ayuntamientos, es caro. El habitante de São Paulo paga la tarifa más cara
del mundo en relación con su salario. Los éxitos parecen chocar abruptamente
con carencias en infraestructura pública, transporte, educación y salud. Por
otra parte, los logros no son suficientes: 16 millones de personas todavía
viven en condiciones de extrema pobreza.
Las
respuestas a nuestros interrogantes obligan entonces a repensar la dimensión de
los éxitos. Brasil se ha convertido en un gigante, algo que su tamaño por sí
solo ya admitía, pero lo es más para el mundo que para sus propios ciudadanos.
Hasta
ahora los brasileños habían contemplado en silencio los casos de corrupción que
afectaron al Gobierno de Lula y al de Rousseff. Es justo reconocer que durante
su primer año en la presidencia, Rousseff destituyó a siete ministros por casos
de corrupción. Sin embargo, la corrupción sobrevuela las desmedidas iniciativas
desarrolladas para el Mundial del 2014 y los Juegos del 2016. Los excesivos
gastos, sumados al aumento del transporte, se convirtieron en una combinación
insoportable para el brasileño que todos los días sufre la ineficiencia de lo
público.
Lo
positivo de estas protestas es que pueden dinamizar y mejorar la calidad de la
democracia. La presidenta Dilma Rousseff ha reaccionado de una manera diferente
a otros gobiernos acorralados por movimientos sociales y ha legitimado las
protestas al decir que deben ser escuchadas. En reuniones con gobernadores,
alcaldes y representantes de los manifestantes, Rousseff propuso alcanzar
acuerdos fiscales, en educación, salud y transporte. Fue más allá y propuso un
referéndum para convocar una Asamblea Constituyente que debata una reforma
política. Frente a las críticas por la constituyente, Rousseff ha dado marcha
atrás. Su reacción abre puertas al diálogo y muestra que ha interpretado que el
descontento no debe ser ignorado.
Es
posible que la presidenta Rousseff recuerde que protestas como estas derivaron,
en otros contextos, en un deterioro democrático. En 1989, otros ciudadanos se
manifestaron en contra del aumento de tarifas del transporte público y Caracas
vivió días de furia que dejaron demasiados muertos. En aquellos días la clase
política venezolana no supo interpretar el mensaje del Caracazo. Sólo Hugo
Chávez entendió su significado. El resto ya se conoce.
El
Gobierno brasileño ha estado dispuesto a escuchar y a proponer reformas que
deben concretarse en el corto plazo. Por ahora, parecería que la clase política
brasileña parece haber entendido que las protestas no se han agotado con el
ahorro de los 20 centavos, porque han sido disparadoras de otras demandas. Una
de las pancartas que portaban los ciudadanos paulistas puede sintetizar un
sentimiento general que debe ser escuchado: “No son los centavos, son los
derechos”.
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