El Tanque: “El
Gobierno sabe quién maneja Tepito”
El
controvertido padre de Jerzy Ortiz, uno de los 12 desaparecidos del DF, recibe
a EL PAÍS en una cárcel de Sonora
Jorge
Ortiz, alias El Tanque, dice que no es una “paloma blanca” pero tampoco “un
gigante del crimen”
PABLO
DE LLANO, reportero.
El
País, 28 JUN 2013
Jorge
Ortiz, alias El Tanque, atendió este jueves a EL PAÍS en la cárcel de
Hermosillo, en el Estado de Sonora, una zona desértica en el norte de México. A
las diez de la mañana la temperatura pasaba de los 30 grados e iba de camino
hacia los 40. En un patio abierto los presos hablaban con sus visitantes. Unos
con una guitarra tocaban y entonaban canciones de amor de banda norteña. Ortiz
está en forma: tiene 42 años, mide 1.80, pesa 100 kilos de músculo. Vestía
sencillo. Una playera blanca, unos jeans y unos tenis blancos. Por las mangas
de la camisa le salían de ambos brazos dos tatuajes de dragones. Dice que le
gusta “la mística de lo oriental”. A cada poco se acercaba un preso a la mesa
ofreciendo alguna manualidad para ganarse unos pesos. Ortiz le pide a uno que
espere a que termine la entrevista.
–Ahorita,
cuando acabemos, hermanito.
–Órale
mi Tanque –le responde el presidiario ambulante.
Desde
que su mujer, Leticia Ponce, vino a verlo en noviembre desde México DF, Ortiz,
hasta este jueves, solo había recibido una visita. Fue hace dos semanas, cuando
un agente de la fiscalía del Distrito Federal recorrió los 1,800 kilómetros que
separan a la capital mexicana de Hermosillo para interrogarlo. El Tanque es el
padre de Jerzy Ortiz, un chico de 16 años que fue raptado junto con otros 11
jóvenes hace un mes a la salida de un after-hours del DF. Las autoridades
manejan la hipótesis de que este rapto colectivo se debe a disputas de bandas
de narcomenudeo de Tepito, el barrio bravo de la capital, del que son la
mayoría de los desaparecidos, y el pasado de este preso, al que se le señala
como un antiguo peso pesado del hampa en Tepito, ha hecho que corra la idea de
que el levantón de los 12 tenía a su hijo Jerzy como objetivo. Jorge Ortiz dice
que el funcionario ante el que declaró era un abogado pulcro de camisa de
cuadros y pantalón beis.
–¿Qué
le preguntó?
–Me
preguntó que si yo le había cedido el control a mi hijo, y yo le dije que de
qué control me hablaba, si llevo cinco años en cárceles fuera del DF. Solo
habló puras incoherencias.
–¿Qué
más le preguntó?
–Me
dijo que si yo había dejado enemigos en Tepito. Si hubiera dejado enemigos ya
hubieran atentado contra mi familia hace años.
–Se
ha rumorado que usted sigue mandando desde la cárcel.
–Eso
son cosas que se inventa el Gobierno del DF. Ellos para lavarse las manos lo
que hacen es quemar más a los que ya han quemado. El Gobierno sabe bien quién
maneja el barrio, cómo corre el agua por allá.
Y
explica que antes cada quien vendía por su lado y no había un monopolio del
narcomenudeo, y que en su tiempo no se hablaba de La Unión –uno de los grupos
que ha sido señalado ahora como presunto implicado en el secuestro colectivo—
ni de grupos como tal.
Jorge Ortiz
lleva sin salir de la cárcel desde el 2003, cuando lo encerraron por extorsión
y delincuencia organizada. Hasta 2008 estuvo en una prisión de la capital
y desde entonces ha pasado por cinco cárceles de otras partes del país: cuatro
federales, en las que hubo periodos en que estuvo en módulos de máxima
seguridad, y una estatal, esta misma de Sonora, a donde llegó hace un año, y
donde no siente tanto peligro como en otras. “Para mí esto es como un jardín de
niños”. Ortiz dice que pasó por prisiones peores: “Las duras son esas en las
que no sabes si mañana vas a amanecer, en las que hay gente que ya no tiene
salida, que nunca van a salir y que te matan por un peso. En esas tienes que
andar con un ojo al gato y otro al garabato”. De la de Veracruz tiene quejas
específicas. Dice que se pasaba mucho frío y que daban tan poco y tan mal de
comer –“Un caldo con cinco chayotes y unos frijoles, eso era todo”– que entró
pesando 97 kilos y en dos meses estaba en 75. La de Durango le pareció mejor.
Dice que los fines de semana les ponían una película.
–¿Recuerda
alguna?
–La
vida es bella. Cada vez que la veo me pone triste.
–¿Puede
explicar de qué trata?
–Es
la historia de un judío que se lo llevan a un campo de concentración y que es
un tipo astuto y se lleva a su hijo con él, y como están en guerra le dice que
todo es un juego, y que tienen que hacer puntos para que les den un tanque de
guerra.
-Hablando
de tanques. ¿Quién le puso su apodo?
–Un
chamaco de Tepito. Decía, mira, este está como un tanque, y así me quedó. No sé
qué habrá sido de aquel chamaquito, tiene muchos años que no sé nada de él.
De
nuevo se acerca un preso. “Mi Tanque”, dice como saludo, y pide fuego para
encenderse un cigarrillo.
A
Ortiz le quedan ocho años de condena. Aspira a que se la reduzcan por buen
comportamiento y que lo dejen libre en un año. Además afirma que la condena que
está cumpliendo es injusta. Dice que no se ha podido probar que hubiese
extorsionado a nadie. Lo que reconoce a medias es su condena anterior. De 1998
a 2002 estuvo preso por tráfico de droga. Lo acepta a medias porque, según él,
cuando lo detuvieron ya llevaba un tiempo sin traficar y lo que hicieron fue
ponerle encima unas dosis que no eran suyas. Cuenta que en los noventa pasó
unos años de “necesidad” en los que vendió cocaína para salir adelante. En esa
época, según dice, iba armado con un revólver de calibre 38.
–¿Y
cuánta coca vendía a la semana?
–Poquito,
en aquellos tiempos no se vendía mucho. Unos 25 gramos a la semana.
El
Tanque dice que no es una “paloma blanca” pero tampoco “un gigante del crimen”.
Se considera un tipo que cometió errores pero que los pagó multiplicados
injustamente a la enésima potencia, y subraya que él nunca ha matado a nadie.
Admite, eso sí, que conoce bien el mundo de la mafia. Por esta razón no alcanza
a entender la lógica del secuestro en que se llevaron a su hijo. Se pasa veinte
minutos hablando de posibles explicaciones. Primero se pregunta cómo pudieron
llevarse a 12 personas en una zona de “perímetro turístico”. Luego dice que el
Gobierno “sabe cómo está la situación” –pero que hay “algo” que no quieren que
salga a la luz pública–. También especula con que haya sido una operación de un
cartel grande en apoyo de una banda local a la que quiere usar para adueñarse
en la capital de una zona de tráfico de droga.
Lo
que no entiende es qué tenía en la cabeza el grupo que raptó a 12 tipos en
medio de la capital, sabiendo que eso iba a poner todos los focos sobre el
asunto. “Uno no sabe”, dice, “hay que buscarle la razón por todos los lados”.
El Tanque solo afirma que él no tiene nada que ver y que su hijo adolescente no
es un delincuente. También cree que Jerzy no está muerto. “He estado pidiéndole
a Dios que me cuide a mi niño, y mi padre Dios dice que está vivo. Puede estar
tirado en el piso, amarrado de las manos y los pies, pero creo que mi hijo no
está muerto”. En 1998, durante su primera estancia en prisión, Jorge Ortiz se
convirtió del catolicismo al evangelismo.
Un
convicto rapado, tatuado y con ropas holgadas de rapero se acerca a ofrecer un
par de tortuguitas talladas en madera. El Tanque le pide con suavidad que se
vaya. Parece un hombre con los nervios templados. Su tórax y sus bíceps son
como los de un acorazado, pero su presencia no es desasosegante, a diferencia
de la de algunos presos enclenques que andan por el patio con cien recovecos en
la mirada.
Ortiz
tiene los dientes frontales de arriba semi hundidos. “Se me deformaron desde
chico, porque me chupaba mucho el dedo”. En su familia, según cuenta, eran
cinco hermanos y sus padres, y vivían en dos habitaciones de cuatro por cuatro.
Su madre vendía fritangas en la calle y su padre, que falleció hace diez años de
un infarto, era fayuquero, como se le llama en México a los que venden
productos que no han pagado aduana. Vivían en Tepito. A los ocho años él empezó
a trabajar de limpiabotas, o bolero, y fue a la escuela hasta los 13. Ortiz
recuerda que en su infancia y en su primera juventud el barrio era menos
violento. Dice que de niños jugaban al fútbol americano en la calle hasta las
cuatro de la madrugada sin miedo a que les pasase nada. Las tacleadas las
hacían sobre el cemento, pero según dice se divertían. Ahora bien, aquel Tepito
también era bronco. El Tanque recuerda que de niño le impresionó mucho que una
noche vio una pelea a machetazos afuera de una pulquería. “Eran dos señores.
Los machetes sacaba chispas, y yo veía la sangre regándose por todos los lados”,
dice Ortiz sentado en el patio de la cárcel.
Este
hombre de fama negra afirma sin mover una pestaña que él es un hombre pacífico.
Dice que nunca fue “peleón”. Incluso afirma que si a su hijo Jerzy le sucediese
lo peor, él no buscaría venganza. El Tanque dedica las primeras horas de la
mañana en la cárcel a hacer ejercicio para liberar estrés y durante el resto
del día lo que más le gusta es leer. Estos días se está leyendo un libro que le
regaló otro preso: La Cabaña, de William P. Young.
“Es la historia de una familia de Ohio que se
va un día de campo y le secuestran a una hija. La matan y ellos encuentran el
vestido lleno de sangre. El padre pierde la fe en todo. Pero un día llega una
carta a su buzón en la que le dicen que vaya a una cabaña, y en la firma ponen
Papá, que es como le llamaba su esposa a Dios. Él toma la decisión de ir a la
cabaña. Está vieja, destrozada. No hay nadie. En el suelo ve una mancha de
sangre de su hija. Empieza a renegar y agarra un palo y empieza a destrozar los
muebles que quedaban en la cabaña, y al final cae de agotamiento en el piso. Al
salir de la cabaña nota que le da un destello de luz, se voltea y ve que la
cabaña está hermosa. Entonces le abre la cabaña una mujer afroamericana, grande
y gorda, y le dice que ella es Papá. Él dice, qué onda. Y sale de otro lado una
mujer vietnamita y dice soy el Espíritu Santo. Luego aparece un judío que es
carpintero y le dice que él es Jesús. Y ahí voy, en esa parte del libro”.
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