Tregua
de maras, la ‘revolución lumpen’/Joaquín Villalobos fue guerrillero salvadoreño y es consultor para la resolución de conflictos internacionales.
El
País, 17 de junio de 2013:
La
confrontación entre los sicarios de Pablo Escobar y el Estado colombiano fue
calificada por algunos como una “insurrección plebeya” o como la lucha de una
clase social de carácter criminal que buscaba ser reconocida. Los recursos y la
base social que poseían los carteles no dejan duda de que aquello fue mucho más
que un problema de ley y orden. El Estado colombiano se vio obligado a crecer y
transformar profundamente sus instituciones para poder derrotar la amenaza
criminal. Las maras en Guatemala, Honduras y El Salvador son igualmente un
potente engendro social que podría calificarse como una rebelión lumpen que
puede obligar a la transformación positiva de esos Estados o destruirlos.
La
tregua de las maras en El Salvador es el experimento más avanzado de
administración del delito en el continente. El drástico descenso de los
homicidios en un 52% dio crédito intelectual a la tregua. Este resultado
convirtió la rehabilitación de delincuentes en el componente fundamental de la
política de seguridad del Gobierno y dejó la protección de los ciudadanos en
segundo plano. El control de la violencia ya no dependió de las capacidades del
Estado, sino de la voluntad de los pandilleros.
Las
maras son grupos de características tribales que surgieron de la fusión de la
cultura estadounidense de pandillas con la cultura salvadoreña de violencia. El
fenómeno creció a consecuencia de migraciones masivas que han destrozado el
tejido social, acabando con familia, escuela y comunidad, pilares del control
social y de la formación en los valores que permiten la convivencia.
Funcionarios
del actual Gobierno de izquierda asumieron la idea de que las maras eran
“víctimas de la injusticia social” y ese camino llevó a la “tregua”. Carlos
Marx usó la palabra “putrefacción” para referirse al lumpen como el nivel más
bajo de la escala social y lo señaló como no confiable. A diferencia de los
trabajadores, que poseen valores como la solidaridad y la laboriosidad, el
lumpen es esencialmente egoísta y vividor. Al asumir la tregua entre grupos
criminales como política de seguridad, se le dio reconocimiento social y
político a los lumpen que mantienen aterrorizada a la clase trabajadora en los
barrios pobres. Con la tregua, estos sectores de izquierda se compadecieron de
los lumpen y olvidaron a los proletarios, dándole carácter “revolucionario” a
las maras.
Esto
derivó en que asesinos en serie, violadores y descuartizadores aparecieran en
entrevistas televisadas y en reportajes de periódicos, ofrecieran conferencias
de prensa, emitieran comunicados, recibieran delegaciones internacionales,
tuvieran columnistas y voceros de apoyo y polemizaran con quienes se les
oponían. Queriendo o sin querer, los defensores de la tregua han estado
reproduciendo con criminales el acuerdo de paz que en el pasado hizo El
Salvador con insurgentes. Cuando se reconoce socialmente al marero, se premia el
delito y se desprecia la honestidad. La promoción de la tregua está trastocando
valores fundamentales y borrando la línea que separa el bien del mal. Ahora, en
los barrios pobres los ciudadanos ejemplares no son los buenos estudiantes, ni
los emprendedores exitosos, ni los abnegados líderes comunales, ni los
trabajadores laboriosos: son los mareros criminales.
El
descenso de homicidios es la principal defensa de la tregua; sin embargo, los
muertos también se reducen cuando alguien va ganando un conflicto. Los
homicidios de las maras responden a dos razones: a la guerra entre pandillas
para controlar territorios y a la necesidad que tienen las maras de mantener
atemorizados a quienes viven en esos territorios. Luchan por territorios para
aumentar la capacidad de extorsionar y matan gente en esos territorios para
asegurarse el pago de las extorsiones. Por tanto, el homicidio está subordinado
a la extorsión, y este último es el delito principal. La esencia de la
extorsión es el miedo al criminal y la desconfianza hacia la capacidad del
Estado de proteger.
La
tregua de maras logró bajar los homicidios porque las pandillas se dividieron
los territorios bajo intermediación de terceros con anuencia del Estado, con
ello ya no necesitaron matarse. En segundo orden, porque cuando el Gobierno les
reconoce públicamente y sin ambages su poder, los ciudadanos quedan sometidos a
ese poder criminal. Es decir, la tregua ha institucionalizado el miedo en los
ciudadanos, profundizado la desconfianza en el Estado y legitimado la extorsión
como un impuesto criminal. Las pandillas han preservado organización, comando y
control; reclutamiento, control territorial, capacidad de financiarse, y se
están transformando en crimen organizado. Toda tregua, cuando no está
resolviendo un conflicto lo está acrecentando, porque permite acumular fuerzas.
En este caso, dado que el Estado inició la tregua sin un plan para
fortalecerse, serían las pandillas las están acumulando fuerzas.
La
baja de homicidios ha favorecido la imagen externa del Gobierno, pero la tregua
es altamente impopular en el país, porque el problema principal de los
ciudadanos no es que los pandilleros se maten entre ellos, sino el terror que
sufren por los asaltos, las violaciones sistemáticas de sus hijas, el
reclutamiento de niños, las desapariciones y las extorsiones a que las maras
los someten. Las encuestas señalan claramente que los salvadoreños consideran
que la situación de seguridad ha empeorado, a pesar de la enorme disminución de
los homicidios. ¿Cómo algo supuestamente tan positivo puede ser tan impopular?
En realidad, aunque los homicidios han bajado, el poder criminal ha crecido y
esto lo entienden perfectamente quienes viven en barrios pobres y usan el transporte
público.
El
argumento principal para justificar la tregua es que existen 70.000 pandilleros
y 500.000 personas en su entorno cercano. Un funcionario dijo que bien podían
ser un “partido político”. Esos datos supondrían que son siete veces lo que fue
la guerrilla del FMLN, y que el 8% de los salvadoreños apoya a quienes los
matan, asaltan y extorsionan. Esos números serían muy graves para un país como
México o Colombia, y si fueran ciertos para El Salvador el problema sería
irresoluble. La situación es muy delicada, pero hay más miedo que criminales;
ni estos son 70.000, ni tienen 500.000 simpatizantes. Se trata de una minoría
con gran poder de intimidación debido a la enorme debilidad del Estado. La
solución entonces es fortalecer al Estado para que la seguridad de los
ciudadanos no dependa de la voluntad de los mareros. La tregua pudo haber sido
un instrumento táctico, discreto y secundario de la rehabilitación, pero nunca
debió ser la estrategia de seguridad pública.
Los
mareros se han multiplicado porque las élites económicas son insensibles al
desastre social que deja su modelo de exportación de personas y recepción de
remesas. La gente pobre y trabajadora no tiene por qué pagar las consecuencias
de esa injusticia y aguantar a las maras: protegerlos es una obligación. El
principal obstáculo para solucionar la cuestión es el mito de Estado débil,
pequeño y barato que dejaron los ajustes estructurales. Este problema no lo
resolverá ni la mano invisible del mercado, ni la caridad internacional, ni la
reconversión milagrosa de los pandilleros. Si no se fortalecen las capacidades
policiales y sociales del Estado, podría triunfar la revolución de las maras y
El Salvador acabar convertido en un Estado lumpen.
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