Contra
la actitud intimidatoria de Erdogan/Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige www.freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover Institution, Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: Ideas y personajes para una década sin nombre.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Publicado en El
País, 17 de junio de 2013:
Otro
año más, otro país más, otra plaza más: después de la plaza de San Wenceslao en
Praga, la plaza de la Independencia en Kiev, la plaza Azadi en Teherán, la
plaza Roja en Moscú y la plaza de Tahrir en El Cairo, ahora nos encontramos con
la plaza de Taksim en Estambul. Todas ellas se muestran al mundo entero a
través de unas imágenes fotográficas icónicas. Aquí, es esa joven con un
vestido rojo, Ceyda Sungur, profesora de la Universidad Técnica de Estambul,
mientras un policía antidisturbios le arroja gas lacrimógeno desde cerca. Los
símbolos nacionales, las banderas y los colores cambian —verde en Irán, naranja
en Kiev, rojo en Estambul—, pero la esencia de la imagen es la misma. Una joven
moderna, urbana, seguramente laica, se enfrenta al hombre armado, con casco,
sin rostro. Él representa a las fuerzas de la reacción, el autoritarismo y la
dominación, ya sea al servicio de los ayatolás, el presidente Vladímir Putin o
ese sultán frustrado que es el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan.
Vemos
esta iconografía de la protesta pacífica, y sabemos de inmediato de qué lado
estamos. Estamos con ellos. Ellos son de los nuestros; nosotros somos su gente.
Influidos por el poder de sugestión de las imágenes visuales seleccionadas por
las televisiones y los responsables de fotografía de los periódicos, así como
por las preferencias colectivas espontáneas de las redes sociales, tenemos el
sentimiento semiconsciente de que estamos ante una misma y larga lucha.
En
cierto modo, ese sentimiento no está del todo descaminado. Existe hoy en el
mundo entero una especie de Quinta Internacional de hombres y mujeres jóvenes,
más preparados, que en su mayoría residen en ciudades, que se reconocen y se
entienden en todas partes, desde Shanghái hasta Caracas y desde Teherán hasta
Moscú. Como la generación de 1968, tienen algo en común, pero esta vez se
extiende a todo el planeta. En parte, porque viajan mucho, viven y estudian en
varios sitios. Aquí, en Berlín, acabo de ver a una estudiante turcoalemana o
germanoturca que participó en las protestas, llamada Ebru Dursun, explicar con
calma a los teleespectadores, en un alemán impecable, qué está ocurriendo y a
qué aspiran los manifestantes como ella.
En
otro aspecto, este sentimiento nos puede arrastrar a una deriva peligrosa. Cada
una de esas plazas representa un momento distinto en un contexto muy diferente,
y los resultados también han sido de lo más variado. En la plaza de Taksim,
hasta que la limpiaron de forma brutal con cañones de agua, gas lacrimógeno y
porrazos de la policía, había también gente de la minoría aleví del país,
“musulmanes anticapitalistas”, hinchas de fútbol de tres clubes rivales,
sufíes, anarquistas y yoguis. Todos estaban unidos en una misma causa: impedir
que Erdogan sea un nuevo sultán, como sucedería si el año que viene logra
convertirse en un presidente ejecutivo y reforzado.
Cuando
el primer ministro regresó a Turquía, después de un viaje al extranjero, se
subió a su autobús de dos pisos y proclamó a sus partidarios: “Desde aquí
saludo a las ciudades hermanas de Estambul: Sarajevo, Bakú, Beirut, El Cairo,
Skopje, Bagdad, Damasco, Gaza, Ramala, La Meca y Medina”. Vaya lista. La
mayoría de los dirigentes políticos sucumben a la soberbia cuando llevan más de
10 años en el poder. Erdogan, que siempre tuvo una personalidad autoritaria, lo
ha hecho desde su reelección en 2011, tras la cual apartó a sus asesores más
independientes, pero su soberbia está adquiriendo dimensiones gigantescas. Una
consecuencia es ya innegable: aunque permanezca en el poder, su reputación
internacional nunca se recobrará. Con sus diatribas sobre “el fin de la tolerancia”
y sobre los “vándalos”, “provocadores” y “terroristas”, ha pasado de ser un
modelo de esperanza para la región a un símbolo del miedo.
También
debemos dejar claro lo que no es este fenómeno. Una pancarta improvisada en la
zona que los manifestantes llamaban “Resistambul” decía “Ahora, Tahrir es
Taksim”. Pero Taksim nunca ha sido Tahrir, ni mucho menos Tiananmen, porque
Turquía no es una dictadura. Es una democracia electoral. Una democracia muy
imperfecta, desde luego, con un Estado de derecho debilitado, insuficientes
derechos para las minorías y unos medios de masas intimidados o manipulados
—Turquía ha encarcelado a más periodistas que China—, pero una democracia. Y en
las últimas elecciones, Erdogan obtuvo el 50% del voto popular.
Otra
cosa que tampoco es la protesta en Turquía, es lo que sugiere en tono siniestro
Erdogan: una especie de conspiración occidental. Puede que los manifestantes a
los que nos gusta enfocar con las cámaras asuman los valores que consideramos
europeos y occidentales, pero no como resultado de ninguna política de Europa
ni Occidente. Hace 10 años, cuando la gente en Turquía creía todavía que la
Unión Europea pensaba verdaderamente cumplir su promesa de negociaciones para
su entrada, habría podido parecer que unas manifestaciones de ese tipo eran
parte de un largo recorrido nacional “hacia Europa”. Pero ahora esa fe en el
atractivo de la pertenencia a la UE está muy desvaída. De modo que, si los
turcos adoptan esos valores, lo hacen por los principios, no como medio para
lograr ningún fin geopolítico o económico. Lo irónico es que ese cambio puede
ser positivo, porque entonces lo que estamos viendo es una batalla turca por
las libertades turcas, nada más y nada menos.
Hace
unos días pregunté a un astuto observador político turco, recién llegado de
Estambul, qué debían hacer los dirigentes europeos como reacción a “Taksim”. Su
respuesta fue: nada. Que sean los propios turcos. Me mostré de acuerdo con él,
pero hoy ya no puedo estarlo. Ante la arrogancia con que Erdogan intimida a su
pueblo, los líderes europeos deben alzar la voz, aunque, como le sucedió al
comisario de Ampliación de la UE, Stefan Füle, el aspirante a sultán se quite
los auriculares de la traducción simultánea mientras está oyendo el mensaje.
No
obstante, debemos encontrar un justo medio. Tenemos que mostrar una solidaridad
total con quienes están defendiendo unos valores que compartimos, con esas
jóvenes de las fotos a las que reconocemos de manera instintiva como parte de
“nosotros”. De hecho, hay algunos que son verdaderamente “nosotros”, en el
sentido estricto de que viven al menos parte del tiempo en Europa y son
ciudadanos europeos.
Ahora
bien, al mismo tiempo, debemos reconocer que no son ellos quienes ganaron las
últimas elecciones ni probablemente ganarán las próximas. Desde el punto de
vista político, un resultado realista es que venza el presidente actual,
Abdullah Gül, junto con los moderados pertenecientes a su corriente del partido
en el Gobierno. Incluso en una democracia liberal más genuina, el “modelo turco”
no sería una especie de República Francesa en el Mediterráneo Oriental. En el
mejor de los casos sería una combinación de laicismo y democracia, con el
reconocimiento del islam como religión mayoritaria. Entonces podría volver a
ser un polo de atracción para gran parte de Oriente Próximo, además de
candidato serio a la Unión Europa. Si Turquía avanza en esa dirección en los
próximos años, en parte como consecuencia de este momento en Taksim, los
manifestantes reprimidos con gas no habrán derramado sus lágrimas en vano.
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