El
juicio del ‘caso Faisán’/Antonio García-Pablos de Molina, catedrático de Derecho Penal y director del Instituto de Criminología de la Complutense.
Publicado en El
Mundo | 26 de septiembre de 2013;
¿Por
qué razón no podría ser yo juez? A menudo me he preguntado: ¿Hubiera sido un
buen médico? ¿Y un juez?. Lo primero lo tengo claro porque lo paso peor con una
sencilla analítica que en el quirófano. Nada, descartado. Pero, ¿y un juez?
Pues leyendo en los periódicos el resumen de las primeras sesiones del famoso
asunto del «chivatazo» a ETA de dos policías de a pie, que desbarató en 2006 la
detención del aparato extorsionador de la banda criminal con la que entonces
negociaba el Gobierno del Sr. Zapatero…Me irrito, me indigno, me sube la
tensión arterial y se alteran todas las funciones de mi sensible sistema
neurovegetativo. Tengo la molesta sensación de que se están riendo de mí, bueno
de mí, del sentido común, de la Justicia y de todos. Y claro, un buen juez no
debe irritarse (las iras de la Ley es solo una metáfora) oiga lo que oiga, ni
–dicho sea en términos rigurosamente coloquiales– «dar un puñetazo en la mesa»,
como yo hubiera dado. Es más, un buen juez no se debe guiar por la intuición,
los sentimientos –que también los tiene– sino que, ha de aplicar objetivamente
la Ley, atendiendo a las pruebas que se han practicado en el juicio, aunque
éste, según palabras del fiscal, «tuviese un cierto tufo a conspiración», a
mascarada mafiosa más propia de El Padrino.
Nadie
en su recto juicio puede comprender, pienso que dos sacrificados policías
–insisto, de a pie– secunden una sui géneris estrategia política de pacto con
la banda armada del Gobierno, cuando éste negocia con ETA; y que lo hagan, sin
más, por su cuenta y riesgo, sin haber recibido previamente las oportunas
instrucciones políticas de sus mandos, y de la autoridad. No tiene sentido.
No
comprendo, tampoco, que el fiscal les exhortase a que «delataran» a sus
superiores; o que reconociese que el supuesto encuentro invocado, como
coartada, por uno de los policías, fuera «una falacia dentro de un bulo
envuelto en una mentira» (sic); o que una determinada testigo «ha mentido en el
juicio para favorecer…» a aquél… Sin recordarles previamente las penas que
señala el Código a los autores del delito de falso testimonio y, en su caso,
proceder en consecuencia. Si mentir descaradamente es tan barato…la Justicia
penal se desacredita y pierde todo su potencial intimidatorio. Se convierte en
una inofensiva representación teatral, en un sainete.
Por
último, si –como parece– el fiscal general del Estado dio instrucciones por
escrito al fiscal del caso para que acuse por el grave delito de colaboración
con banda armada a los policías que ocupaban en solitario el banquillo, no se
comprende que «prefiriese» (sic), no obstante, una condena por el delito de
revelación de secretos, que el Código castiga con una pena benigna. Pues según
reiterada jurisprudencia el «chivatazo» no puede equipararse a la mera
filtración de un documento administrativo cualquiera por parte del funcionario,
sino que se trata de un supuesto de colaboración con la banda armada, delito
que no exige compartir los fines de la organización criminal, ni la adhesión a
su ideología.
Por
eso yo no podría ser un buen juez, está claro. Y no quisiera verme en el lugar
de los magistrados del caso Faisán… Porque ni con altas dosis de Bromacepan
(Lexatín) superaría las sesiones que restan sin –dicho sea una vez más en
términos coloquiales– «dar un puñetazo en la mesa».
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