El
milagro del sol/A ndrés Trapiello es escritor.
El
País | 24 de octubre de 2013;
“El
milagro del sol, anunciado por Nuestra Señora de Fátima en varias ocasiones,
fue un acontecimiento extraordinario que tuvo lugar el 13 de octubre de 1917 en
la campiña de Cova da Iria, cerca de Fátima, Portugal, atestiguado por entre
30.000 y 45.000 testigos, según Avelino Almeida, que escribía para el periódico
portugués O’Século, y un máximo de 100.000, estimados por el doctor Joseph
Garrett, profesor de la Universidad de Ciencias Naturales de Coimbra, ambos
presentes ese día. Según varias declaraciones de testigos, después de una
llovizna se despejó el cielo y el sol lució como un disco opaco que giraba en
el cielo, oscilando en dirección a la Tierra trazando un patrón de zig-zag (…)
Atemorizadas, algunas personas que observaban esto creyeron llegado el fin del
mundo. Los testigos aseguraron también que el suelo y sus ropas, que habían
estado mojados por la lluvia, se habían secado completamente. (…) El fenómeno
tampoco estuvo supeditado al tiempo y el espacio, ya que el papa Pío XII vio el
milagro del sol 37 años después, en 1950 y desde los jardines del Vaticano,
como confirmación del Cielo en un momento decisivo en el cual él iba a
proclamar un dogma ex catedra”.
Con
el respeto debido a las personas que creyeron y creen aún en el carácter
sobrenatural de aquel fenómeno, hay algo en todo él que recuerda a lo que está
sucediendo ahora en Cataluña: millones de personas (de errática cuantificación
también) parecen estarse allí viendo girar el sol, un sol catalán desde luego,
que amenaza con caer sobre el resto de España, aniquilándola al tiempo que
aniquilándose, por aquello que recordaba Sancho Panza: “Si da el cántaro en la
piedra o la piedra en el cántaro, mal para el cántaro”.
Como
entonces, doctores de reputadas universidades han encontrado bases científicas
para acreditar el nacionalismo y un número indeterminado de intelectuales y
artistas han desenterrado también razones emocionales con las que hormigonar al
pueblo, así como una legión de publicistas que difunden unas y otras, resumidas
en el hoy célebre “derecho a decidir” como dogma igualmente ex catedra.
Sobre
la legitimidad o ilegitimidad de este derecho ha habido en este periódico
sobradas opiniones de personas mucho más cualificadas que uno, de modo que
podemos dejarlo de momento a un lado, no sin declarar de paso el pálpito de
todos aquellos corazones que sin ser catalanes aseguran tener también el mismo
derecho a decidir en ese asunto.
Otra
de las similitudes de lo que está ocurriendo con aquel “milagro del sol” la
tenemos en lo que se conoce como la espiral de los acontecimientos: estos no
solo avanzan girando sobre sí mismos, sino que se aceleran a medida que se
aproximan al centro u ombligo, arrastrando a él y devorando todo cuanto
alcanzan a su paso, instituciones, protocolos, constituciones, tratados, ideas,
personas, dando lugar a nuevos acontecimientos. Acaso por eso se ha dicho con
razón que las aspiraciones que parecían inalcanzables y utópicas hace solo
cuatro años se han devaluado a mayor velocidad que el marco alemán de
entreguerras, y así los mismos nacionalistas que hace cuatro años suspiraban
por las cebollas de Egipto de un concierto fiscal o una solución federal para
sus aspiraciones de autogobierno, hoy, impulsados por el viento de los
ventiladores que ellos mismos han pagado y colocado en su popa, los reputan de
despreciables cantos de sirena y los desdeñan.
Así
es como se ha llegado, formando parte de la misma sugestión, a creer que el
“derecho a decidir” es ya una independencia in pectore, dando por hecho y fuera
del orden natural de las cosas que no será aceptado ningún otro resultado que
el de la independencia, toda vez que ese derecho solo podrán ejercerlo los
catalanes, a ser posible independentistas (el recuerdo de los referéndums
secesionistas canadienses perdidos o la suspensión de la autonomía del Ulster
planea sin embargo sobre la realidad como la corneja que ensombreció al Cid con
sus malos agüeros).
Que
esa ficción es legítima, en tanto que ficción, no le cabe la menor duda a
nadie. Pero resulta extraño, al menos para uno, la poca previsión o el fingir
que más allá del derecho a decidir, el pueblo catalán (no vamos a entrar ahora
en el peliagudo asunto ese de definir quién o qué es pueblo y quién o qué es
catalán) hallará tras el proceso independentista un amanecer radiante (casi
falangista, estamos tentados de decir), un sol que habrá dejado de girar
iluminando al pueblo elegido como jamás lo había hecho antes en parte alguna.
Sea,
concedamos: Cataluña ha decidido ya, como no podía ser de otro modo, su
independencia. Lo ha logrado prodigiosamente al margen de la legalidad
constitucional y los tratados de la Unión, que se rendirán como ante milagro,
rodilla en tierra. Concedamos también que el resto de los españoles, muchos de
los cuales se sentirán expoliados, lo aceptan impávidos y sin resentimiento (y
en el mejor de los escenarios posibles: nada de boicoteo a los productos
catalanes, el Barça jugando la Liga española y puestos fronterizos, los
imprescindibles).
Claro
que habrá algunos pequeños inconvenientes. ¿En qué gran proceso no los ha
habido? El primero, el de la nacionalidad. Algunos nacionalistas hablan ya de
conceder doble nacionalidad a quienes no quieran perder la española, pero no se
ha dicho nada de aquellos que se resistan a tener la catalana (habrá que
persuadirlos) ni de aquellos otros que, viviendo fuera de Cataluña, quieran ser
catalanes (con derecho a voto). La moneda: se le dará un nombre apropiado y
significativo y será una moneda fuerte, pese a las reticencias de algunos
mercados (habrá que persuadirlos). La lengua, asunto para entonces casi
irrelevante: el catalán será la oficial, y el castellano, en la intimidad. Lo
del Ejército parece solventado: como Suiza, algo simbólico, tal vez unas
docenas de guardias para el Vaticano (después de la canonización de los 500
mártires de la Cruzada, “en su mayor parte catalanes”, como recordó una de las
autoridades catalanas asistentes al acto, las relaciones con el Vaticano son
inmejorables). La salida de la Guardia Civil, policía y diferentes funcionarios
del Estado del territorio catalán creará una pequeña inflación en el
funcionariado catalán, que se corregirá sin duda en poco tiempo.
Financiación
de la deuda: el carácter pacífico, ejemplar y milagroso del proceso habrá
generado una gran confianza en todos los mercados, que acudirán jubilosos en
masa, paliando así el grave problema del paro del periodo preindependentista,
ocasionado por el cerrilismo del Estado español y la obstrucción al “derecho a
decidir”. Lo mismo puede decirse de las empresas que suspirarán por radicarse
en Cataluña, corrigiendo el mal efecto de las que la abandonaron cobardemente
tal y como habían anunciado (no obstante, también persuadirlas). Aunque Dalí
legara su museo al Estado español y no a la Generalitat, los españoles
entenderán que al surrealismo de Dalí fuera de Figueras podría sucederle lo que
al vino Albariño más allá del puerto de Manzaneda, de modo que el Estado
español se avendrá buenamente a dejarlo donde está; lo mismo que todas sus
dependencias, millones de metros cuadrados en zonas privilegiadas de sus
ciudades, como delegaciones gubernamentales y cuarteles, que a falta de
Ejército, se destinarán a Centros Nacionales de Persuasión.
Y
por supuesto, en ese horizonte las nuevas autoridades catalanas no contemplan
ninguna hostilidad comercial, financiera, industrial de su vecina España, que,
persuadida del espíritu solidario de los independentistas, se abstendrá de
competir con Cataluña en asuntos que han sido de su exclusividad
tradicionalmente (el cava, los telares, la política portuaria del Mediterráneo,
los Juegos Olímpicos, la industria editorial en español o la corchotaponera, el
cava). Etcétera. Ni que decir tiene que la espiral de los hechos avanza en
paralelo a la espiral de la sugestión colectiva; a más velocidad de aquellos,
más se incrementa esta, sin saber, llegados a un punto, cuál de las dos
espirales implementa a cuál.
Un
día la visión se desvanecerá y muchos se preguntarán: ¿qué vimos? Y otros:
¿estábamos ciegos? Tal vez ese día alguien recuerde que, en efecto, antes de la
independencia los catalanes pagaban más (como los madrileños, por cierto) no
porque fuesen catalanes, sino porque eran más ricos; y que estos, los ricos, no
se sabe cómo sugestionaron a tantas gentes haciéndoles creer durante un tiempo,
hasta que llegó la independencia, que antes que pobres eran catalanes. Lo
probable es que después de la independencia estos mismos vuelvan a ser lo que
siempre fueron: antes que catalanes, pobres.
A
No hay comentarios.:
Publicar un comentario