El
Revolcadero: nosotros los pobres, ellos los ricos/
MARCELA
TURATI
Revista
Proceso
No. 1926, 28 de septiembre de 2013;
Herederos
de las tierras originales de El Revolcadero, atacados por el fenómeno Manuel y
afectados por las grandes construcciones erigidas en la zona, recuerdan que la
expropiación de sus terrenos para conformar Punta Diamante fue ilegal por no
apegarse al principio de utilidad pública. Habitantes y comerciantes de la
región, limitados al área denominada El Pueblito y aislados ahora por las
aguas, reprochan al actual gobernador de Guerrero haber destruido un puente y
advierten que no admitirán ser reubicados hasta que se haga otro tanto con los
ricos…
ACAPULCO,
Gro.- “Revolcadero nesecita ayuda”, se lee en la improvisada manta que da paso
al brazo de tierra con locales cerrados donde hubo artesanías, ropa playera y
marisquerías hasta que la crecida de la laguna Negra esculcó, zarandeó y se
robó lo que encontró a su paso para botarlo en el mar. Atrás quedaron palmeras
y un restaurante que parece submarino, donde el tinaco es la escotilla que se
asoma del agua.
Como
si el mar se hubiera entretenido en sacar cubos de arena, hasta al piso de
cemento le quitó la tierra que este pueblito tenía debajo. Ahora, sus ocupantes
caminan de puntitas.
Este
no es un sitio más de los que el ciclón Manuel arrasó con saña. Es el lugar
donde Tarzán, el Hombre Mono, fue visto meciéndose entre las lianas que aún
caen de los frondosos árboles y bañándose en los manantiales que bajan del
monte pedregoso. Es el sitio donde Luis Miguel y Lucerito se prodigaron
arrumacos cuando eran adolescentes. Y además de haber sido escenario de
películas, era el paradero turístico por excelencia, donde se dejaban ver
artistas y políticos.
Esta
parcela de paraíso, bautizada como “Punta Diamante”, de tan codiciada atrajo a
varios políticos mexicanos –empezando por Juan Francisco Ruiz Massieu, los
Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo y Diego Fernández de Cevallos– y carga una
larga historia de disputas por la propiedad que se inició con una expropiación
a la que le siguieron ventas, reventas, litigios legales y protestas que
continúan hasta estos días.
“Ya
vinieron a decirnos que nos van a reubicar porque es zona de alto riesgo. Desde
la expropiación quieren hacerla zona de ricos. Si te fijas hay pura casa de
ricos. Siempre les ha interesado a ellos, a los inversionistas; por eso nos
quieren sacar”, resume Enedina Palma, la lideresa de Unión de Prestadores de
Servicios, Meseros de la Zona Federal Playa Revolcadero, A.C., que abarca un
tramo de esa playa y otro de la sección Diamante.
La
mujer se dice la legítima heredera del fundador de El Pueblito, Sabino Palma
Rodríguez, a quien, asegura, el gobierno le expropió sus terrenos en 1989,
cuando José Francisco Ruiz Massieu (padre de la actual secretaria de Turismo
federal) era gobernador, sin que –según los distintos herederos que reclaman la
propiedad, se autoproclaman legítimos y acusan a los demás de impostores– nunca
fuera indemnizado.
El
presidente Miguel de la Madrid avaló el decreto expropiatorio a pesar de los
señalamientos de que desarrollar infraestructura para gente adinerada no cumple
las condiciones de ley por lo que se refiere al causal de utilidad pública, que
fue refrendado durante el salinismo (Proceso 703). Raúl Salinas, el “hermano
incómodo”, tenía mucho interés por ese megaproyecto, que fue causa de conflicto
con Ruiz Massieu (Proceso 958).
Cuando
se instaló El Pueblito, el Grupo Mexicano de Desarrollo construyó un puente de
acceso, con lo que se convirtió en el paradero favorito de los autobuses
cargados de turistas. Los locales los entregó el Fideicomiso Acapulco, en
tiempos de la expropiación.
“Desde
esa vez les interesaba el área”, comenta la mujer.
La
nieta Palma mira hacia el antiguo hábitat de Tarzán, el monte verde del que
asoman las residencias, y asegura que 11 hectáreas son propiedad de su familia.
A la mayoría las convirtieron en estacionamiento del hotel Quinta Real y sólo
le dejaron una, en donde tiene su casa y un pedazo de El Pueblito, una cadena de
locales, con arquitectura mexicana y kiosco en medio, para atraer turistas.
Unas
50 personas son propietarias del centenar de negocios que tienen alrededor de
200 empleados.
Desde
que Manuel le tiró el puente que conectaba la playa Revolcadero con El Pueblito,
para llegar a su casa Enedina debe cruzar en lancha a contracorriente del río,
que en estos días se pasea apresurado y noquea lo que encuentra. No tiene
acceso por la calle, pues la entrada al fraccionamiento está custodiada por
vigilantes que impiden el paso a desconocidos y sólo admiten a personas
autorizadas, a quienes retienen una identificación y entregan una llave para
que pasen únicamente hacia la sección permitida. El residencial se halla
compartimentado en seis secciones. No hay forma de pasear por el lugar.
“Ahora
que se nos cayó el puente, los del fraccionamiento no nos dejan pasar por la
calle. Dicen que es propiedad privada. A mi niña ayer me la regresaron los de
Quinta Real, a pesar de que sólo podía entrar por ahí porque el río se pone
peligroso y da miedo. Yo les he dicho que cuando ellos aparecieron yo ya vivía
aquí, aquí nací, tengo 42 años de edad, 18 de que se empezaron a construir las
vialidades y 13 de que aparecieron las viviendas”, refiere.
Como
todas las historias de este tipo, que a veces tienen más nubes que luz, dicho
testimonio contiene claroscuros.
Hace
10 años apareció Salvador Palma, un pariente que se dijo heredero, y en sus
protestas por la indemnización cerró hoteles, regaló pedazos de
fraccionamientos, organizó caminatas y huelgas de hambre, persiguió a
presidentes y políticos con su solicitud de indemnización por los terrenos de
su abuelo. Como él, han surgido otros “propietarios originales” que han acusado
a Enedina de ser una impostora, al igual que funcionarios de gobierno para
quienes el abuelo ni siquiera está en las listas de ejidatarios que debían ser
indemnizados.
Lo
cierto es que Enedina vive ahí, está al frente de la Unión y continúa en
disputa con “los ricos” que, advierte, quieren la playa. Uno de ellos, Diego
Fernández de Cevallos, quien aparentemente recibió terrenos con valor
millonario como pago por defender a propietarios surgidos del decreto
expropiatorio (Proceso 1041), y otro, el expresidente Ernesto Zedillo, a quien
el panista acusó de no haber pagado predial de sus propiedades (Proceso 1064).
“Oigo
nomás díceres que Diego Fernández de Cevallos tiene propiedades aquí y que él
fue el que empezó a vender, pero como no lo conozco no sé, no lo reconocería si
lo veo”, dice Palma.
No
tiene a mano papeles que certifiquen su propiedad. Muestra una capillita
construida en el patio de su casa. La propiedad tenía vista a Puerto Marqués.
Y
señala: “Ahí donde está el san Juditas hace 12 años había una casa donde tenía
los papeles, y me la quemaron con todo. Las copias no las tengo aquí”.
En
lugar de los documentos, saca una foto de don Salvador, quien murió a un mes de
cumplir los 120 años. Pide que la retraten junto a la imagen y se para afuera
de una casa de paredes ennegrecidas por los años de humedad, sin piso, sin
techo, sin muebles, que dejó su abuelo y que ella, “por falta de economía”, no
ha podido arreglar.
“Según
la ley, una expropiación es para el bien de la comunidad, y si te fijas hay
pura casa de rico. Ahora están manejando que desde que se inundó es zona de
riesgo y que nos van a reubicar, pero no estamos de acuerdo. Primero que
reubiquen todas las colonias que se inundaron, que nos dejen a nosotros al
final y nosotros decidiremos si nos vamos o no.”
Para
llegar a El Revolcadero se pasa por afuera de las instalaciones del exclusivo
hotel Princess, que hace un par de décadas no tenía vecinos en la zona, pero
que ahora está rodeado de otros hoteles, unidades habitacionales y grandes
tiendas. Detrás de una barda de piedra destruida por la tormenta se observan
los campos de golf arruinados por el agua. Algunos tramos todavía lucen como
estanques.
Antes
de las fiestas patrias comenzó el aguacero. Ese fin de semana la laguna se
desbordó en un par de horas y no hubo forma de rescatar la mercancía. La
creciente empezó pantano adentro, donde la tierra fue desmontada para construir
sobre humedales. La inundación agarró desprevenidos hasta a los turistas con
seguro de vida.
En
cuentas de Facebook o Twitter pudieron leerse mensajes de turistas que quedaron
rodeados de agua adentro de hoteles de lujo.
“Nos
vino a afectar que al Princess y a ese Pierre Marqués, de Lorena Ochoa, la del
golf, se les rompió la barda y todo eso se vino para acá. Servían de contención
y nos echaron encima el agua. Se llevó todos los locales, todo. Eran como 50
los que estaban en esa barra”, relata mientras apunta hacia la sección de
puestos desaparecida por el agua. Según los planos que mostraría más tarde, de
31 puestos que estaban a la vera del río, el agua sumergió 18; de los 85
restantes en tierra firme, dejó inservibles 25 y los demás quedaron sin
mercancía.
“Pedimos
asilo a los hoteles de cinco estrellas y ni nos dejan pasar. El gerente de uno
dijo en las noticias que nos estaba dando asilo y de comer, y es mentira. Ni el
paso nos dan”, se queja Areli Palma Sandoval, hermana menor de Enedina.
Una
adolescente sentada entre el grupo de mujeres interviene: “Los de las motos
acuáticas sacaron a uno de los policías de la caseta que ya se andaban
ahogando, mas lo sacamos nosotros primero antes que ellos”.
La
locataria Marisela Mejía agrega: “Se murió una muchacha. Ella se cayó el
domingo y murió el jueves. Era hermana de ella”.
Entonces
mencionan a la difunta. Sale a la charla de la nada, como si fuera una
aparecida. Sin drama, como si fuera costumbre la desgracia.
Evelia
Osuna Sánchez falleció por falta de atención médica. Cayó en un remolino que se
formó hondo como jacuzzi en el puesto de su hermana. Aunque la sacaron del
hoyo, no pudieron llevarla al hospital. El agua les bloqueó los caminos.
El
lugar donde ocurrió el accidente es un cuarto de palos con paredes casi
desnudas. En un rincón se ve la foto instantánea de la difunta cuando se
hallaba con vida, roída por las gotas de agua. Dos familiares velan su alma en
ese lugar hasta que se cumplan nueve días. No quieren que su alma vague sin
compañía hasta que cruce hacia su destino.
El
Pueblito luce abandonado. Sólo un grupo de mujeres, casi todas del clan Palma,
charlan debajo de una lona. Hablan de los tiempos en los que recibían decenas
de autobuses al día. Todavía, algunos fines de semana llegan a atender hasta 30
camiones, otras veces menos de 10. Culpan a Félix Salgado Macedonio de su
desgracia por haberles tumbado el puente vehicular que cortó el paso a los
camiones.
“Que
porque estorbaba la salida del agua. Decían que éramos un tapón para el agua,
pero si esto se inundó fue por culpa de Casas Ara y Geo, el Costco, Wal-Mart,
porque ellos construyeron donde eran terrenos de humedales, sobre donde se
destendía el agua, y porque ellos desviaron el río La Sabana a la laguna Negra.
Esas eran salidas, y esa es la consecuencia de que los ríos se nos vengan a
nosotros. En La Marina, por ejemplo, le echaron miles de carros al mar para que
se llenara, y el mar hace todo por salir”, indica la lideresa. Seis perros la
siguen a donde vaya.
“Dicen
que estamos en terrenos de alto riesgo, pero no lo aceptamos porque no todo el
tiempo tenemos agua.”
En
el piso hay bolsas de despensa que les dio un proveedor. Un par de días atrás
hicieron una manifestación en la calle y recibieron unas cobijas. En algunos
puestos sobreviven colguijes como peces globo o sonares de conchas de mar. La
Capilla de la Virgen de Guadalupe está en pie.
Los
artesanos Julia Galeana y Moisés Gallardo, indígenas de la Montaña,
propietarios del local número uno, sentados en la banqueta lamentan: “Perdimos
muchas cosas, collares, todas las artesanías, docenas de surtidos, porque aquí
entró el agua, aquí se sumió”.
Cada
tanto miran al cerro, como queriendo constatar cómo están “los ricos que ahí
viven”. Desde las alturas se ve a los meseros de un hotel asomados hacia abajo,
como checando que el río no crezca, o viendo la destrucción de El Pueblito que,
por estar tras una alambrada, quedó como isla.
El
ayuntamiento recién anunció que se actualizará el Plan Director de la Zona
Diamante, donde la reserva territorial está agotada; que ya no se autorizarán
más construcciones, y que a las existentes que obstruyen cauces y canales “se
les buscará solución”. El anuncio posiblemente incluya a este Pueblito.
Conforme
avanza la tarde crece la corriente y se vuelve más peligrosa. Entonces la
señora Palma se despide: “Estoy pasando en esta lanchita… No la veo… –mira la
lideresa a un lado y a otro–. ¡Uy, no está! Creo que también se la llevó la
corriente…”.
Y
la gente se organizó sola/MARCELA TURATI+
Revista
Proceso
No. 1926, 28 de septiembre de 2013;
ACAPULCO,
GRO.- El helicóptero aterriza en Omitlán después de sobrevolar lo que desde el
cielo se ve como un laberinto de puentes destruidos, montes de arena
descoyuntando carreteras, caminos chimuelos y gente como mulas cargando
despensas, ropa, animales y botellas de agua en la espalda. La aeronave causa
expectación en este pueblo de Tierra Caliente. Niños, jóvenes y adultos forman
de inmediato dos filas encima de la arena para descargar el primer vehículo
oficial que llega con comida, una semana después de la tragedia.
Están
parados encima de un playón que cubre a su comunidad, pues ésta es ahora como
una Atlántida hundida bajo la arena arrastrada por el río cuando creció como un
mar. En una esquina se ve que se negó a ser enterrada la cruz verde de la
cúpula de la iglesia. Se asoman también las greñas de varias palmeras con el
tallo sepultado.
A
pesar de la escasez de comida y de líquidos potables, el tesorero de la
comunidad ofrece a los recién llegados un vaso de agua o “una tortillita”.
“La
ayuda empezó a llegar desde el lunes”, relata el campesino Lucio Bailón,
representante del pueblo en ausencia del comisario. “Nos la trajo la gente de
la comunidad de Villa Guerrero; ha venido mucha gente caminando con cosas y las
pasamos en pangas. En el Tepoguaje también nos brindan apoyo. Del gobierno no
había venido nada”.
Este
es el paisaje ahora en las comunidades rurales de Guerrero. Y en él, hombres y
mujeres caminando días enteros, subiendo y bajando cerros, peleando con su remo
contra la corriente de los ríos para llevar alimentos a los otros, a los
doblemente damnificados: la primera vez por la pobreza añeja y, esta segunda,
por la estampida del río que les arrebató de la boca lo poco que tenían.
Se
organizan en cuadrillas para hacer reparaciones a la infraestructura o remendar
un puente a base de ladrillos, alambres, cuerdas y tablones, como se vio en
Coyuca de Benítez, o bien dividiéndose las tareas para la supervivencia.
También
han suplantado al personal de Protección Civil que estuvo como desaparecido
durante la desgracia. Les tocó a ellos alertar a los vecinos del peligro y
rescatar a gente con canoas o en escaladas cerro arriba. Se les ha visto
censando los daños en los rincones a donde la Secretaría de Desarrollo Social
federal no llegó porque la secretaria de los pobres se enfocó primero en
rescatar a la gente de Acapulco.
El
diagnóstico en Omitlán es triste: 83 casas, como la mitad del pueblo,
sepultadas; no hay luz ni teléfono porque los postes quedaron bajo toneladas de
lodo; las carreteras desaparecieron y escasean las pangas que los ayudarían a
salir a buscar comida.
Acusan
de su desgracia a la criminal espera de la Comisión Federal de Electricidad,
que no abrió a tiempo las compuertas de la presa La Venta para el desfogue y en
su afán de retener el agua ahogó a tres comunidades. “Si las cortinas no se
hubieran roto nos hubiéramos ahogado todos”, confía el hermano del tesorero.
Ahora
los damnificados duermen hacinados en la cancha deportiva del pueblo, bajo un
techo de lámina junto a los pocos electrodomésticos que lograron rescatar y la
olla de comida atizada en el fogón.
“En
los derrumbes se destrozó la manguera del agua, pero pronto la gente organizó
una brigada para repararla. Ya nos organizamos en grupos”, dice el tesorero.
El
lazo comunitario
En
todos los rincones, bajo los escombros, en los lugares aparentemente perdidos
florecieron estas historias de los pueblos acostumbrados al olvido de las
instituciones y los cuales se alimentan entre todos con lo poco que les queda,
parchan como pueden la carretera destruida, enmiendan puentes con sobras y
cosen a retazos el futuro común para que no se les escape.
Durante
el diluvio muchos pueblos dieron clases de “solidaridad desde abajo”, de
comunitariedad, como dice el antropólogo Abel Barrera, director del Centro de
Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, enclavado en la región más pobre
del país.
Ante
la tragedia, Tlachinollan enroló a voluntarios para ir a las comunidades donde
la Sedesol decía que no había podido llegar. Era necesario mapear los daños,
recoger el sentir de la gente, decir “presente” por ellos.
En
el recorrido encontraron comunidades que se habían organizado para desalojar
personas, se habían turnado el pico y la pala para rescatar a sus difuntos y
sin maquinaria y con instrumentos rudimentarios reabrieron brechas,
construyeron campamentos en el cerro, crearon ollas comunitarias, enviaron
emisarios para pedir ayuda y emisarias para formarse por todos para conseguir
despensas.
“Es
con corazón, con la fuerza que da la solidaridad, con sus manos. La potencia
comunitaria es aleccionadora de cómo tejen esta solidaridad, tienden puentes
entre ellos para ayudarse a pasar, reconstruyen puentes colgantes volviendo a
las técnicas de los bejucos y las varas, improvisan cobertizos, llevan la
cocina de la casa al cerro con braseros, hacen guardias de noches sin dormir
para velar los sueños de sus hijos, a quienes cubren con náilons que los
protejan un poco del viento de la noche”, dice el reconocido activista.
Barrera
narra que la corriente del río se llevó a un niño de Chilistlahuaca, en el
municipio de Metlatónoc, y se crearon cuadrillas de búsqueda las cuales no
pararon hasta encontrarlo. Y una mujer embarazada fue cuidada por toda la
comunidad mientras daba a luz en el cerro, bajo el diluvio.
El
antropólogo dice que esta necesidad de supervivencia hizo a los indígenas
mantenerse juntos, acuerparse para resistir los embates de la naturaleza y la
indiferencia de las autoridades, las cuales comenzaron a llegar a las
comunidades hasta seis días después del diluvio y las cuales todavía hoy,
cuando se cumplen dos semanas, no han tocado base con todos. Dice que el olvido
ha calado entre la gente.
Tlachinollan
se encargó de hacer visibles las voces, los rostros de los indígenas más pobres
del país antes de que cualquier funcionario de gobierno o televisora llegara
hasta ellos. Su página en internet exhibe grabaciones donde los campesinos
hablan de las pérdidas, el hambre, la soledad, la incertidumbre y sus miedos.
Estas
poblaciones se encontraron también con que algunos de otras comunidades
aprovecharon para subir los precios de los alimentos y cobrar a precios
disparatados los traslados en pangas, a sabiendas de que era la única opción de
traslado pues los caminos estaban destruidos.
Pero
a la vez surgieron muestras de lo contrario. En la zona de la Costa Chica, en
San José Guatemala, municipio de San Marcos, el pueblo se salvó del ahogamiento
instalándose arriba de un cerro, comiendo mangos, compartiendo un pozole.
En
ese lugar los pobladores narraron a esta reportera cómo se organizaron para
sacar intacta a su gente de entre las garras del río crecido. Destacan el
nombre de su vecino José Trinidad Carrillo, oriundo de Lomitas, quien en la
triste y heroica jornada, con cuatro hijos y varios compadres, estuvo desde las
seis de la mañana hasta las 10 de la noche acarreando almas en una panga, de
cuatro en cuatro, hasta desalojar a la comunidad entera y dejarla a salvo en
aquel monte.
“Vimos
la crisis y… a ayudar. Pasábamos entre las casas (en la canoa), estaba hondo
todo, estuvo duro el trabajo. Los recogíamos en sus casas y los llevábamos al
cerro y de ahí se iban caminando. De a cuatro por viaje, con remo, a uno le
echamos cinco. Cada niño con su mamá… y así lo hacíamos (…) Los trajimos
seguros, no podíamos perder ni una criatura… Nos pusimos de acuerdo para que no
se perdiera ni una familia. Sacamos como 400 personas… o 350”, dice el
campesino.
Las
autoridades municipales, Protección Civil y la Marina no acudieron al llamado
de auxilio que lanzó la comunidad cuando crecía el río y amenazaba con
ahogarlos a todos.
“Dijeron
que venían pero nunca llegaron; tampoco de San Marcos (el municipio). No
hicieron nada. Al día siguiente dijeron que iban a mandar a Protección Civil.
Yo me puse medio grosero, les dije: ‘¿A qué vienen cuando bajó el río?
¡Hubieran venido a partirse la madre con nosotros! Ahora sí vienen a ayudar a
abrir el camino, pero cuando los necesitábamos no llegaron’”, cuenta el hombre
vía telefónica.
Del
gobierno, indiferencia
En
otros pueblos se repitió este simulacro del diluvio universal en el que, en
lugar de un arca capitaneada por Noé para salvar a los elegidos, llegaron
vecinos del pueblo en frágiles canoas para rescatar a poblaciones enteras.
Desde
el albergue improvisado arriba de la iglesia del barrio Espinalillo, en Coyuca
de Benítez, la señora Clementina Lucas Cipriano narra que cuando el río crecía
en la precaria colonia San Diego los vecinos se dieron la alerta y quienes
tenían pangas se dedicaron a salvar al resto.
“Primero
sacamos a los niños, eran unos 75. Los mandábamos solos porque queríamos que se
salvaran ellos. Uno de grande se puede salvar algo, ¿pero ellos?”, dice una
mujer.
En
el desalojo estuvo a punto de caer al agua por el trastabilleo borracho de la
panga.
“No
hemos recibido nada del gobierno, sólo de las personas que nos traen ropas, de
la iglesia, de empresarios, que nos trajeron colchonetas y sarapitos”, dice
rodeada de niños en ese albergue improvisado por el padre Hipólito, quien al
ver la inundación invitó a los ribereños a subir al techo de la iglesia, una
explanada donde duermen 180 personas. Él se encarga de conseguirles alimentos.
“La ayuda es de la iglesia y de empresarios”, dice vía telefónica el sacerdote.
La
tarde en la que esta reportera visitó el albergue encontró a un anciano casi
inmóvil rodeado de puros niños, vigilados de reojo por la señora Clementina.
Los infantes compartieron la pesadilla que aún llevan húmeda en la memoria:
“Cuando
nos salimos ya estaba salido en la carretera, luego nos vinimos para acá porque
el padre nos dijo que si queríamos vivir, arriba de la iglesia, como acá no
llegaba el río… pero tumbó allá una casa, se salió e inundó la casa del padre,
por eso le ayudamos a sacar el lodo”, dice Anselmo Claudio García, de 10 años,
el platicador del grupo.
Tímido,
su amigo Alexander Cerbero dice su vivencia: “Casi el río se llevó un pedazo
del puente, casi nos caímos porque se estaba hundiendo. Después se empezó a
hundir todo, nos venimos a un cuarto que nos prestaron pa’llá pero había muchos
alacranes y nos venimos a la iglesia. Ya no salimos porque abajo estaban las
olas grandes, se metían por la puerta, se estaba inundado abajo. Mi casa quedó
tapada; el baño, todo, como es de palo se cayó porque estaba chueca. No pude
salvar nada. Se llevó a mis animales, la gallina, la gata y los tres perros,
sólo se salvó mi perro Beethoven porque nadó”.
Extraña
sus juguetes, su casa, su ropa, dice.
Como
el del padre Hipólito, en Guerrero han aparecido otros albergues improvisados
por los ciudadanos para cuidar de sus iguales ahí donde el gobierno ni siquiera
se presentó.
En
los centros de acopio o de distribución de alimentos es común encontrarse a
personas como el ingeniero Luis Enrique Serrano, oriundo de Corral Falso,
Atoyac, quien hizo guardia en la base militar Pie de la Cuesta, de Acapulco,
hasta lograr que alguno de los helicópteros subiera las 700 despensas reunidas
entre sus paisanos regados por todo el país, gracias a una cadena promovida en
Facebook en apoyo a su pueblo natal.
“A
todos los que quieren y aman al pueblo de Corral Falso se les cita el domingo a
las 9 y media de la mañana en el astabandera frente al Parque Papagayo”, era el
mensaje. Lo difícil fue conseguir la aeronave.
“La
gente, en su cultura, primero resuelve sus necesidades”, dice Barrera. “Cuando
se desgajaban los cerros, las estructuras de gobierno comunitario empezaron a
planear cómo remover el lodo para sacar cuerpos, cómo salir a flote para
resolverlo como organización, con el corazón. La autoridad se traslada a la
comunidad, que está preparada para salir al frente con fuerza y organización.
Después de reordenar el caos tan violento, tan estrujante, logran alcanzar
cierta tranquilidad y salen a pedir ayuda a las autoridades, que es
intrascendente porque no resuelve de fondo el problema. De ellas hemos visto
indiferencia y lentitud”.
Esta
fortaleza comunitaria la presenciaron los primeros rescatistas en llegar a La
Pintada, el pueblo sepultado bajo un alud el cual, se estima, acabó con unas 70
personas. Ahí los habitantes se organizaron para enviar a una comisión a avisar
al municipio de la desgracia y buscaron parajes seguros para dormir juntos,
hasta que el gobierno se diera cuenta y actuara. Al tercer día, cuando los
rescatistas pisaron por primera vez ese pueblo arrasado, encontraron que la
gente ya había rescatado y enterrado a cinco de sus difuntos.
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