El asunto de los negocios es más que un negocio/Laura Tyson, a former chair of the US President’s Council of Economic Advisers, is a professor at the Haas School of Business at the University of California, Berkeley.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
Project Syndicate | 31 de octubre de 2013
En fecha anterior de este año, Robert Symons, de la Escuela de
Administración de Empresas de Harvard, lanzó una acusación despiadada a las
empresas y escuelas de administración de empresas americanas. Sostuvo que las
empresas americanas se habían vuelto faltas de juicio e incapaces de centrarse
y habían dejado de ser competitivas, en parte porque las escuelas de
administración de empresas estaban convenciéndolas para que adoptaran una larga
lista de valores nebulosos y halagadores de su buena conciencia, como, por
ejemplo, la responsabilidad social, la sostenibilidad medioambiental y la lucha
contra la exclusión.
Reavivando una famosa andanada de Milton Friedman en 1970, Simons sostuvo
que la única misión de una empresa es la de “competir y vencer”. También
Friedman mantuvo que todo lo que no fuera ganar dinero era una distracción.
Es difícil negar la atractiva simplicidad de ese argumento. ¿Quién negaría
que las empresas tienen el claro deber de obtener beneficios para sus
accionistas o que la mayoría de éstos invierten primordialmente para ganar
dinero y no para mejorar el mundo? ¿Por qué hacerlo más complicado?
Porque lo es.
En primer lugar, la mayoría de las referencias al argumento de Friedman
pasan por alto su reconocimiento de las limitaciones de la actuación de las
empresas. Dicho con sus propias palabras, las empresas deben “ganar el mayor
dinero posible sin por ello dejar de ajustarse a las normas básicas de la
sociedad, tanto las encarnadas en la ley como las encarnadas en la tradición
ética”. Dicho de otro modo, el cumplimiento de la ley no basta. Algunas
limitaciones éticas, como, por ejemplo, los derechos humanos fundamentales,
reflejan valores universales; otras varían con el paso del tiempo, la ubicación
y las situaciones.
En segundo lugar, no todos los accionistas son iguales. Como ha dicho Lynn
Stout, de la Facultad de Derecho de la Universidad de Cornell, son “seres
humanos con marcos temporales de inversión diferentes, intereses ex ante y ex
post diferentes, diferentes grados de diversificación y actitudes diferentes
respecto del sacrificio de la riqueza personal para aplicar las normas éticas y
no perjudicar a los demás”. También difieren en sus actitud para con el riesgo.
La obtención del máximo valor para los accionistas en un período
determinado puede satisfacer los intereses de algunos de ellos, pero viola los
de otros. La simplista teoría de la obtención del máximo beneficio pasa por
alto los intereses encontrados de los diversos accionistas. En realidad, al
adoptar decisiones empresariales, tienen que armonizar dichos intereses.
En tercer lugar, las empresas pueden afectar los intereses de los
accionistas con el paso del tiempo. Las personas se sienten atraídas por
organizaciones compatibles con sus preferencias personales. Así, pues, las
empresas pueden atraer a accionistas con una mentalidad parecida patrocinando
valores, misiones y tradiciones distintivos.
Según un estudio reciente, los accionistas pacientes representan una gran
parte de las acciones de empresas que adoptan un programa de sostenibilidad a
largo plazo, a diferencia de las interesadas sólo en la obtención del máximo
precio de las acciones. Un número en aumento de inversores buscan inversiones
responsables u oportunidades de “inversiones con repercusiones” que prometan
una combinación de réditos financieros y sociales.
En cuarto lugar, todas las empresas dependen de las sociedades en las que
funcionan y las afectan. Cuanto mayor sea la empresa y su importancia mundial,
mayores serán sus efectos sociales y mayor importancia tendrán a escala
mundial.
Las empresas necesitan clientes a los que sus productos resulten
asequibles, lo que significa que las empresas se benefician de la estabilidad
social y de una amplia prosperidad. Además, las empresas necesitan empleados
instruidos, muy trabajadores y con conciencia ética y proveedores fiables y
eficientes, además de infraestructuras públicas: no sólo físicas, como
autopistas y aeropuertos, sino también sociales, como buenas escuelas, barrios
seguros y sistemas jurídicos eficaces.
Las empresas que pasan por alto el marco social y medioambiental más amplio
en el que trabajan tienen probabilidades de pagar un precio por ello: pérdida
de su buena reputación y del valor de sus marcas, bajada de las ventas,
dificultades para reclutar a personas con talento, menor productividad de los trabajadores,
corrupción, reglamentaciones estatales más duras o un aumento de los costos
relacionados con el cambio climático.
Ahora existen aplicaciones de teléfonos portátiles que evalúan y califican
las cadenas de suministro de las grandes empresas multinacionales para los
clientes, los inversores y los funcionarios públicos. Las empresas que obtienen
malas calificaciones corren el riesgo de perder ventas e inversores y
desencadenar medidas legales o reglamentadoras oficiales.
Por ejemplo, la marca de Appel sufrió recientemente una sacudida por las
revelaciones sobre las brutales condiciones laborales en las fábricas de
Foxconn en China, donde se montan la mayoría de sus iPhones y iPads. Como
reacción ante las preocupaciones de sus clientes, empleados y accionistas,
Apple ha mejorado las condiciones laborales y ha accedido a que un observador
independiente haga revisiones periódicas al respecto. Asimismo, empresas
americanas y europeas de fabricación de prendas de vestir se han esforzado por
contener los perjuicios a su buena reputación causados por unas condiciones
laborales letales en las fábricas de prendas de vestir de Bangladesh.
La idea de Friedman y Simons de que la única responsabilidad social de las
empresas es la de aumentar los beneficios da por sentado que unos gobiernos
competentes y no corruptos aportan los bienes públicos necesarios para una
economía próspera y ponen coto a las externalidades negativas, como la
contaminación y el cambio climático resultantes de las actividades económicas
privadas, pero, en las sociedades actuales en las que funcionan las empresas,
muchas veces los gobiernos no pueden aportar los bienes públicos necesarios o
no están dispuestos a hacerlo ni a refrenar las externalidades negativas. Como
reacción antes los “fallos estatales”, las empresas afrontan presiones de
diversas partes interesadas –incluidos los propios gobiernos incompetentes y
corruptos– para abordar los grandes problemas sociales y medioambientales.
Pero las empresas no pueden resolver dichos problemas por sí solas. Las
soluciones dependen de una colaboración innovadora entre las empresas privadas,
las organizaciones sin ánimo de lucro y los gobiernos. Dicha colaboración ya
existe. Por ejemplo, Walmart se ha unido al Fondo de Defensa del Medio Ambiente
para idear una estrategia encaminada a eliminar veinte millones de toneladas de
carbono originado por los productos de sus estanterías. Asimismo, la Unión
Europea, la Organización Mundial del Trabajo y el Gobierno de Bangladesh han
cooperado con empresas mundiales a fin de formular un pacto para mejorar las
condiciones de los trabajadores de las fábricas de prendas de vestir de ese
país.
Las empresas tienen una responsabilidad para con sus accionistas, pero
también para con las sociedades que les conceden el derecho a realizar sus
actividades y pueden cumplir con las dos de forma provechosa. No hay pruebas
que respalden la afirmación de Simón de que un compromiso con valores sociales
o medioambientales esté socavando la competitividad de las empresas de los Estados
Unidos. En realidad, la documentación reciente indica lo contrario: la
responsabilidad social y medioambiental puede ser un venero de ventaja
competitiva a largo plazo.
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