ABC
|29 de enero de 2014;
La
novela es una monumental mentira; la poesía, un ensueño invisible; el teatro,
una interpretación efímera; el cine, un juego de sombras; el arte, una alegoría
de colores, y la música, un ruido sin fin. Es cierto, sí, todo inútil, todo
superfluo, todo absolutamente maravilloso. Nada hay más atractivo en estos sombríos
tiempos –en los que como escribió el gran Nicolás Gómez Dávila: «La sociedad
moderna se da el lujo de tolerar que todos digan lo que quieran, porque hoy
coinciden básicamente en lo que piensan»– que un Manifiesto con la insobornable
voluntad de serlo. Esto es La utilidad de lo inútil (Acantilado), de Nuccio
Ordine. Un bálsamo para tiempos de crisis. Una corriente de aire. Un respiro.
En una sociedad en la que «todo puede comprarse (…) Desde los parlamentarios
hasta los juicios, desde el poder hasta el éxito: todo tiene un precio. Pero no
el conocimiento: el precio que debe pagarse por conocer es de naturaleza muy
distinta». Porque es un viaje que solo puede hacer uno solo, no hay atajos, ni
fórmulas mágicas.
Ordine
cita las palabras que Mario Vargas Llosa pronunció al recibir el Premio Nobel
de 2010: «Un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos, ni ideales ni
desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea
de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros,
modelados con la arcilla de nuestros sueños». Y esto vale para cualquiera de
las artes «inútiles». En la que pasa por ser la más brillante, compleja y dura
película de Woody Allen, La rosa púrpura de El Cairo (1985), Cecilia (Mia Farrow),
ese personaje desvalido, que sufre la violencia en su propio hogar, que se mata
a trabajar en una cochambrosa cafetería de tres al cuarto, que entrega a su
irascible (y holgazán) marido (Danny Aiello) los pocos dólares que gana
sirviendo cafés, hamburguesas y cervezas, que vive en medio de la Gran
Depresión que asoló Estados Unidos en los años treinta del siglo pasado y que
Woddy Allen retrata con sobriedad y magisterio, Cecilia solo tiene una vía
«inútil», sin duda, de escape. Más allá de las bromas, brillantísimas, con las
que Allen salpica tan tremenda historia, los chistes ingeniosos y las
situaciones divertidas, los equívocos y las trampas, se esconde no solo un
rendido homenaje al cine, sino la esencia de la belleza de lo inútil: esa chica
desamparada va al cine a soñar otras vidas que la permitan soportar la mísera
vida que lleva. Acude al cine local tarde tras tarde, se queda a todos los
pases. En el maravilloso e íntimo instante en que se apagan las luces de la
sala y aparecen en la pantalla los personajes de mentira, viajeros lujosos,
elegantes, inteligentes, sofisticados y, por qué no, un tanto simples, también,
la camarera solitaria de la fila quince siente que la vida le da un vuelco, que
está junto a ellos, que respira y vive y viaja con ellos a El Cairo o a la
Conchinchina, en ese mágico instante el mundo de verdad, el útil, se ha
esfumado entre las sombras.
No
es extraño que en la genialidad de Woody Allen la película sea una formidable
tragicomedia. Uno de los actores, Gil Sheperd, que interpreta el papel del
arqueólogo Tom Baxter ( Jeff Daniels), de repente, en vez de continuar con su
parlamento, se detiene –ante la estupefacción del resto de actores que ocupa la
pantalla– y mira hacia el patio de butacas. Y se fija en ella. Y, rompiendo todos
los protocolos y todas las convenciones, comenta que a esa señorita la ha visto
ya en otras sesiones. Le fascina el encantamiento de la joven y salta a su
encuentro. Nunca se había rodado el juego de la fantasía y de la realidad con
tanto sentido y sensibilidad. Pero la razón, o la pasión que encierra, es la
misma que la expresada por Vargas Llosa. La paradoja es sensacional porque lo
curioso de la inutilidad del arte es que tiene sus consecuencias. No es un mero
pasatiempo o entretenimiento de fin de semana, salvo que todo en la vida sea un
pasar el tiempo entretenido, que está por ver.
Ordine
recuerda un hecho común a Estados y sociedades contemporáneas que se repite de
manera automática en tiempos de crisis: el convencimiento de que las artes al
ser superfluas son las primeras en soportar los recortes. Pero, cuidado, no
solo desde las instancias públicas, sino también, y quizá más ampliamente,
desde los sectores privados. Y así se distingue de lo denominado útil. Pero
¿qué habría sido de esa muchacha descrita en la película de Woddy Allen si no
hubiera tenido la oportunidad, gracias a la utilidad de lo inútil, de salvar
esos días de penurias y miserias? Lo peor de las crisis económicas tan brutales
como la que vivimos es que contagian todos los ámbitos de la sociedad. Comienza
una desesperada (y probablemente legítima) carrera hacia la supervivencia, una
jungla de asfalto, un deambular errático entre las ruinas. Y es ahí, en esa
desesperada huida hacia ninguna parte, cuando alguien lanza el grito de la inutilidad,
de que hay que dirigirse hacia lo útil, de primar unas cosas sobre otras, como
si el insensato supiera de qué está hablando y para qué. La belleza de lo
inútil es un intangible muy real. La utilidad de lo inútil, como recuerda
brillantemente Nuccio Ordine, es lo que ha mejorado las sociedades. Nada más
práctico. Nada más útil que estas palabras del Nobel Joseph Brodsky para
distinguirlo: «La diferencia entre alguien que ha leído a Dickens y alguien que
no lo ha leído es que el primero es incapaz de disparar contra una persona». Si
no basta como recordatorio de la utilidad, entonces deberemos convenir con el
magnífico escritor colombiano Álvaro Mutis algo terrible: «Quien guarde alguna
ilusión sobre las virtudes y la capacidad de progreso moral de nuestra especie
es un cándido». Pero en la bendita candidez radica la esencia de la belleza de
lo inútil.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario