Bocas, besos y Navarro/Carme Riera, escritora.
La
Vanguardia |11 de mayo de 2014
Antes,
cuando en Occidente todavía estábamos bajo la influencia de Gutenberg, los ojos
constituían el elemento principal de los rostros y eran los órganos más
enfatizados por los artistas. Los poetas los alababan por encima de los labios
y no digamos de las narices puesto que estas, pobres desgraciadas, solían estar
ausentes de los poemas amorosos, probablemente porque el olfato es el sentido
que más nos acerca a los animales de cuatro patas y en consecuencia se
consideraba peyorativo. También los pintores solían potenciar la mirada en los
retratos, señal de que la sociedad creía que, en efecto, los ojos representaban
el punto más atractivo de cualquier mortal, por donde además este se asomaba al
mundo a la vez que le mostraba su alma.
Pero
he aquí que ya en las últimas décadas del siglo XX, por descontado en la
primera del siglo XXI y en la mitad de la segunda, los ojos han perdido
prestigio frente a las bocas, especialmente en los rostros femeninos impuestos
por la moda como cánones de belleza. Esas bocas, repetidas en las caras de las
top-models, actrices y barbies cualesquiera, suelen obedecer a un mismo patrón
característico: labios sensuales, carnosos y abultados –a ser posible remedo de
otros más íntimos, los de la sonrisa vertical–, a veces naturales aunque muy a
menudo engordados, si no con piensos de silicona, por lo menos con artimañas
inyectables o tal vez quirúrgicas.
Antes,
en aquel tiempo en que los ojos prevalecían por encima de los labios, cuando
éramos platónicos y hasta becquerianos, estábamos bastante de acuerdo con una
de las Rimas que Bécquer escribió en la falsilla de los rayos visuales de
Quevedo: “El alma que hablar puede con los ojos, / también puede besar con la
mirada”. Tal vez al mísero Gustavo Adolfo las mujeres le tenían a raya, nada
extraño en los tiempos románticos y puritanos en los que le tocó vivir. Ahora
en los nuestros posmodernos en los que ya no somos ni platónicos ni románticos,
los besos visuales ya no tienen razón de ser. ¿Para qué si los auténticos
labiales, los besos verdaderos, han dejado de estar prohibidos y están al
alcance de cualquiera?
Hoy,
por lo menos en Europa –en América del Norte es otro cantar– la gente se besa
con la mayor naturalidad al saludarse, en nuestro país, a imitación de la
costumbre francesa, de un tiempo a esta parte, con dos besos, uno en cada
mejilla, antes, como en algunos países de Iberoamérica, sólo con uno. En la
Europa del Este, en Polonia, por ejemplo, con tres, en eso del beso son más
generosos que en la Europa del Oeste. Pero esos besos no tienen componente
pasional ni erótico. Son una costumbre social que implica reconocimiento y
aceptación del otro o la otra, pero, aún así, era una práctica impensable en
las épocas puritanas que en España duraron más, porque el franquismo las hizo
suyas. Coincidiendo con la llegada del destape, las costumbres se liberalizaron
y poco a poco las mujeres dejamos de ser saludadas por los hombres con un
apretón de manos y permitimos ser besadas castamente en la mejilla, sin que
nadie se escandalizara, a no ser que el besador tuviera otras intenciones
correspondidas y su beso fuera dirigido a los labios. Pocos años antes de la
muerte de Franco, la prensa se hizo eco de la multa que la Guardia Civil impuso
a una pareja por besarse en un parque, como si los parques no estuvieran hechos
para los besos. Entonces muchos ignoraban que el beso alarga la vida, como al
parecer se ha descubierto ahora, no sé si por vía de encuesta capaz de
demostrar que a mejor besador o besadora, mayor longevidad. Por el almacén de
internet circulan récords de los besos más largos, que, de momento, están en
cincuenta y ocho horas treinta y cinco minutos y cincuenta y ocho segundos pero
no hay noticias de si los centenarios del mundo se dedican con intensidad a las
prácticas besatorias.
Antes,
y especialmente en la inmediata posguerra, eran muchos los que se empeñaban en
“perseguir el fantasma del beso delincuente”, como escribió Miguel Hernández,
que sabía de besos tanto como de poesía y estaba harto de que Josefina Manresa,
siendo novios no le permitiera ni siquiera un instante “libarle la flor de la
mejilla”, como estaba mandado, de ahí que los besos fueran robados, igual que
frutos en el huerto ajeno y, en consecuencia, multados por la benemérita.
Pero
las campañas antibeso no ha sido sólo cuestión hispánica. En 1914 los
habitantes del pueblo de Lewes, al sur de Inglaterra, lograron que la estatua
de Rodin titulada precisamente El beso fuera retirada de su vista. Consideraban
que Paolo y Francesca en actitud besadora constituían una manifiesta obscenidad
y no pararon hasta que su dueño, el norteamericano Edward Warren, la escondió.
Warren le había comprado al escultor una copia de la misma estatua pagada por
el Gobierno francés y que hoy se conserva en el museo Rodin de París. A finales
del siglo XX el bellísimo mármol regresó a Lewes donde los nietos y biznietos de
aquellos puritanos antibeso pudieron admirarlo. Trataron así de desagraviar a
los amantes marmóreos que durante bastantes décadas permanecieron ocultos en un
establo del pueblo hasta que fueron trasladados a la Tate Gallery de Londres,
museo que distinguió a la escultura rodiniana entre sus piezas claves.
No
todo ha empeorado en Occidente. En cuestión de besos, sin duda un aspecto
importante, hemos avanzado. Por eso propongo que los ciudadanos de mano
inquieta, dispuestos a propinar pescozones, cachetes, zarandeos o puñetazos,
como el de la señora independentista a Pere Navarro, opten por acercarse a los
políticos con un beso y un susurro, que, en el caso que nos ocupa, tras el muac
hubiera tenido que ser: “Pere, maco, sigues independentista”. Convenzamos a
besos. No es mal eslogan. Se lo regalo.
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