Salvar
el capitalismo/Antonio Garrigues Walker, abogado.
ABC
| 10 de mayo de 2014
La
llamada «gilded age», la edad dorada americana, tuvo lugar en las tres últimas
décadas del siglo XIX. Fue una época en la que se produjo una formidable
expansión económica y tecnológica, y también una época en la que las
influencias plutocráticas se manifestaron con especial intensidad y se aceleró
el proceso de desigualdad económica y de desprotección social.
Esa
edad dorada se explica con detalle en un reciente número del The Economist que
tiene como tema principal el «crony capitalism», el capitalismo clientilista o
amiguista, es decir, un capitalismo en el que a través de amistades o
relaciones políticas se obtienen ventajas decisivas para el éxito económico y
empresarial, ya sea a través de la concesión de permisos especiales,
subvenciones, tratamientos fiscales favorables o de cualquier otra forma
similar, que hay muchas y muy variadas.
En
ese mismo número figura una clasificación –todavía poco fiable y refinada– de
veintitrés países en razón de la intensidad de este género de capitalismo, donde
se tienen en cuenta factores como la fuerza y la estabilidad de las
instituciones, la corrupción y la mayor o menor intervención en los sectores
regulados. Italia y España no han sido analizadas en esa lista, en la que Hong
Kong, Rusia, Malasia, Ucrania, Singapur, Filipinas y México figuran en los
lugares más negativos; los Estados Unidos, en el puesto 17; y Japón, Corea del
Sur y Alemania, como los países menos afectados por este grave problema.
En
su editorial, The Economist afirma que «al igual que sucedió en América al
comienzo del siglo XX, las clases medias están preparando sus músculos, ahora a
escala global. La ciudadanía busca políticos que no solo pretendan llenarse los
bolsillos y magnates que compitan sin buscar favores. Está en marcha una revolución
para salvar el capitalismo de los capitalistas».
Hay
que salvar, en efecto, al capitalismo en general y muy en concreto al
capitalismo financiero, y en especial al anglosajón, que es, sin duda, el que
tiene una influencia más decisiva en el mundo y el que debe asumir, por lo
tanto, una responsabilidad más directa y más urgente en el cambio de
comportamiento de un estamento que, entre otras cosas, no ha eliminado todavía
el virus de una codicia sin límite alguno. En torno a este tema, el libro del economista
francés Thomas Piketty, «El capital en el siglo XXI» –que lleva agotado varias
semanas–, ha generado un aguerrido debate intelectual lleno de interés, lo cual
es, en sí mismo, una buena noticia porque implica salir del «estancamiento
secular de ideas» del que se viene hablando en los Estados Unidos. Piketty
afirma –en una síntesis telegráfica– que en los Estados Unidos nunca hubo tanta
desigualdad, que la desigualdad seguirá creciendo porque el retorno del
capital, por regla general, es superior al crecimiento económico y que la
solución estaría en un tratamiento fiscal más radical y en aplicar un impuesto
global sobre la riqueza. Analistas como Krugman –era de esperar– aplauden sin
reservas estas ideas, pero los grupos más conservadores –entre ellos American
Enterprise Institute– las consideran muy cercanas al marxismo. Es en cualquier
caso un libro que merece la pena leer y que va a tener impacto en los debates
económicos y sociológicos, e incluso intelectuales y políticos, de los próximos
tiempos.
La
nueva y primera mujer gobernadora de la Reserva Federal, Janet Yellen, tendrá
que concentrarse en la tarea básica, en el «core business», de la institución
que dirige, es decir, «en el crecimiento sostenible de la economía», «en el
equilibrio entre los intereses privados de los bancos y la responsabilidad del
Gobierno central», «en el mantenimiento de la estabilidad del sistema
financiero» y «en el contenimiento del riesgo sistémico en los mercados
financieros». Lo que no puede hacer la Reserva Federal es aceptar –y el riesgo
es claro– que se vuelvan a generar las mismas circunstancias que llevaron al
mundo a la crisis financiera de 2008. The Economist, en su último número,
analiza las cinco últimas crisis financieras (1792, 1825, 1857, 1907 y 1929) y advierte
de lo que habría que hacer para evitar la próxima. La Reserva Federal tampoco
podrá desentenderse de una desigualdad social realmente dramática. Alguna idea
nueva, digna y válida tendrá que emanar de una institución americana que tiene
medios y recursos para incidir positivamente en esta evolución. Janet Yellen
puede llegar a cambiar, haciéndolo con sigilo y prudencia, la historia actual.
Aunque la Iglesia católica siempre se lía con el tema de los modelos
económicos, desestimando, de hecho, a todos y defendiendo objetivos utópicos e
irreales, la nueva gobernadora podría estar de acuerdo con el Papa Francisco
–que ha logrado cambiar en poco tiempo la imagen decadente de la religión
católica– en que «debemos decir no a una economía de exclusión y desigualdad
social», con unas élites cada vez más reducidas controlando la riqueza mundial.
En
el ámbito puramente empresarial la lucha contra la excesiva concentración de
poder –y por lo tanto contra el riesgo prácticamente inevitable de abuso del
poder– se inició en 1890 con la ley «Sherman Antitrust Act», llamada así porque
se trataba de luchar con los «trusts», grupos o conglomerados de empresas que,
a través de la fijación de precios y otros sistemas, alteraban las reglas de
una competencia leal. Similares normas se trasladaron después a Europa y al
resto del mundo, y en su conjunto han cumplido un papel decoroso y han logrado
en ocasiones éxitos espectaculares en las luchas contra las concentraciones
económicas de alto riesgo y en defensa de la libre competencia. Y es que, en
definitiva, para proteger la economía de mercado lo primero que hay que hacer
es evitar que deje de serlo.
Sería
prácticamente imposible trasplantar estas ideas y estas normas «antitrust» al
mundo financiero, pero habrá que pensar –sin demagogias ni simplismos, porque
el tema es realmente difícil y complejo– en otras fórmulas capaces de evitar
los riesgos actuales y de generar como mínimo un proceso de autocontrol y
autocontención que eleve el nivel de exigencia ético y ponga algún coto a los
excesos y a los abusos en los que tienden a caer. Hay que reiterar una vez más
que al capitalismo le pasa igual que al sistema democrático: que no es el
sistema perfecto ni el ideal, pero sí menos malo que todos los demás, siempre y
cuando se apliquen con rigor sus principios básicos. Sin justicia fiscal
auténtica, sin igualdad real de oportunidades, sin libertad natural para todas
las iniciativas, sin ambiciones ni valores morales, el capitalismo se convierte
fácilmente en un sistema perverso y radicalmente injusto.
En
este proceso de regeneración habrá que superar resistencias considerables. Nos
enfrentaremos a momentos difíciles y a situaciones de peligro. Pero tendremos
que superar todo ello. En el clima sociológico actual un capitalismo clientelista,
elitista e indiferente ante los problemas de la ciudadanía acabará produciendo
su propia destrucción. Y eso ni puede ni va a suceder. No podemos volvernos
locos todos.
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