El
rey no gobierna, pero reina/Juan Luis Cebrián
El
País |23 de junio de 2014
La
famosa frase de Adolphe Thiers “el rey reina, no gobierna” se ha convertido en
un eslogan clásico de la Monarquía parlamentaria, después de que su autor la
utilizara en el siglo XIX para destruir a Carlos X de Francia, cuyas tendencias
absolutistas concluyeron con su destronamiento. Pero si el rey no gobierna (“no
administra”, añadía Thiers en su alegato) efectivamente reina, lo que quiere
decir que no es un muñeco ni un robot, que tiene un papel en la representación
del Estado y que sus actos, tanto como sus omisiones, comprometen a este. O sea
que es comprensible el aluvión de comentarios de todo género que ha suscitado
el discurso de aceptación de la Corona.
Llama
la atención lo satisfechos que se muestran algunos de que Felipe VI haya
asumido públicamente su condición de monarca constitucional, cuando no podía
ser de otra forma, o la actitud de aquellos que aclaman la neutralidad de sus
palabras respecto a las fuerzas políticas, lo que no es del todo exacto, habida
cuenta de que es el Gobierno quien redacta o cuando menos supervisa, y
autoriza, las palabras del Rey. Este naturalmente, como todo aquel que ejerce
un cargo, tiene además limitada su libertad de expresión por el ejercicio de su
propia responsabilidad, pero eso no quiere decir que no pueda decir lo que
piensa con emoción y sentimiento, como lo hizo al referirse a su madre, ni que
deba inhibirse en todo momento de señalar lo que a su juicio son cuestiones
clave de la convivencia nacional. Por eso es tan de lamentar que en su primera
intervención como monarca, cuando se está anunciando un acercamiento de la
Corona a los ciudadanos, se limitara a hacer un discurso políticamente correcto
en el que las palabras que mejor indican las preocupaciones de estos,
corrupción y paro, no fueron ni siquiera pronunciadas.
Dentro
de la más estricta legalidad constitucional y neutralidad respecto a los
partidos, el nuevo monarca podría haberse referido a la disposición de nuestro
país a trabajar por la paz en un mundo en el que proliferan los conflictos
bélicos; podía haberse erigido en defensor de las libertades constitucionales,
a comenzar por la de expresión; haber anunciado su compromiso con el ejercicio
de los derechos humanos, en referencia a los abusos contra los inmigrantes, e
incluso podía haber citado a su padre cuando este recordó solemnemente la
igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. También, ¿por qué no?, podía
haber sido más explícito en lo que se refiere a los derechos de la mujer en
nuestro país, dada la circunstancia de que si naciera un varón de su
matrimonio, la princesa de Asturias sería desplazada por su hermano en la
prelación sucesoria al trono, un hecho absolutamente contradictorio con las
promesas de modernización de la Monarquía. En definitiva, podía haber hecho un
discurso para la Historia y no haberse limitado a rellenar un formulario de
buenas intenciones. Estoy seguro de que así habría sido si, además de tener
presente que el rey no gobierna, alguien le hubiera hecho notar que, cuando
menos, reina.
En
las democracias modernas las Monarquías parlamentarias solo tienen sentido si
son útiles a la convivencia política. Esta es una reflexión que tuve muchas
veces oportunidad de escuchar al propio don Juan Carlos que, en su caso, se
esforzó como nadie para que sus actos fueran coherentes con sus pensamientos.
Suele decirse que los españoles no son monárquicos, y que no lo han sido
durante los últimos 40 años, pero sí juancarlistas en virtud de los servicios
que el rey que ha abdicado prestó a la restauración de la democracia.
Restauración, por cierto, que en realidad fue una instauración, habida cuenta
de nuestra azarosa relación histórica con las libertades. Felipe VI tiene,
pues, que demostrar su utilidad, y la de la institución que encarna, en
momentos muy difíciles para el prestigio de la democracia representativa y en
los que los perfiles y capacidades del Estado nación se difuminan en medio de
la oleada globalizadora. Por muy buen equipo del que se rodee, y por muchas que
sean sus habilidades, no le será fácil conseguirlo si continúan creciendo los
sectarismos que pretenden identificar a la Corona con el programa político de
la derecha y a la República con el ensueño utópico de la izquierda.
La
variedad de chapuzas, legislativas y de todo género, con las que el partido en
el Gobierno, arropado ampliamente por los de la oposición, ha abordado el
proceso abdicatorio ponen de relieve que frente a las declaraciones de
normalidad institucional que se han hecho descuellan indudables síntomas de
debilidad del edificio político construido durante la Transición. Hace más de
un año que este periódico publicó un decálogo de reformas necesarias para
defender la continuidad constitucional, hoy amenazada por la desafección
ciudadana y las revueltas nacionalistas. Entre las medidas solicitadas estaba
la necesidad de un Estatuto de la Corona que reglamentara el ejercicio de esta,
sus deberes y responsabilidades, sus privilegios y límites. La pasividad de las
fuerzas políticas al respecto ha derivado ahora en un espectáculo de
improvisaciones incomprensibles en las que ni siquiera los diputados europeos
recién electos fueron invitados a la recepción en homenaje al nuevo rey. Las
detenciones de manifestantes que apoyaban a la República, la recomendación
policial de no lucir la bandera tricolor en los balcones o de no enarbolarla en
lugares públicos, además de vulnerar las libertades de expresión y
manifestación, ponen de relieve los temores del Ministerio del Interior a que
el ejercicio de los derechos constitucionales desluciera la toma de posesión de
un rey que lo es precisamente gracias a la Constitución. La propia ausencia de
dignatarios extranjeros en el acto de proclamación, en virtud de un cínico
reclamo de austeridad, ha servido para encerrar de nuevo mediáticamente a este
país en un gueto político, al tiempo que se pretendía proclamar solemnemente el
papel de España en el mundo. Parecía como si el régimen supiera de sus
debilidades, pero tratara de ocultarlas antes que de vencerlas. La derrota
estrepitosa de nuestra selección de fútbol causó más expectación e interés en
los medios internacionales que los fastos del Congreso.
Las
élites gobernantes de este país pueden seguir mirando para otro lado todo el
tiempo que quieran, pero las instituciones emanadas de la Constitución de 1978
pasan por serias dificultades y pueden verse amenazadas si no se emprenden
cuanto antes las reformas precisas. La Monarquía era una de las que más aprecio
contaba entre los ciudadanos hasta que la corrupción involucró al yerno, y
quién sabe si también a la hija del monarca. La abdicación del Rey ha sido una
respuesta tan lúcida como arriesgada a quienes demandaban cambios, pero no
resultará suficiente si no viene acompañada de otras medidas. Quizá el Gobierno
siga creyendo que todo se solucionará si promete bajar los impuestos y
disminuye la prima de riesgo porque alguien se atreva a decir, remedando la
pancarta electoral de Bill Clinton, que la respuesta “es la economía,
estúpido”. Pero en los tiempos que se avecinan se trata sobre todo de la
política.
Quien
fuera presidente del Tribunal Constitucional y ministro del Gobierno de Suárez,
Manuel Jiménez de Parga, publicó hace años un artículo, con el mismo título que
encabeza este, en el que pretendía analizar en qué consistía el papel moderador
del “funcionamiento regular de las instituciones” que la Constitución atribuye
al Rey. Evocaba al hacerlo una frase del periodista liberal francés
Prévost-Paradol, contemporáneo de Thiers, referida al papel del
monarca-árbitro: “Colocado por encima de los partidos, no teniendo nada que
esperar o temer de sus rivalidades y sus vicisitudes, su único interés, como su
primer deber, es observar vigilantemente el juego de la máquina política con el
fin de prevenir todo grave desorden. Esta vigilancia general del Estado debe
corresponder al árbitro”. Muchos estarán de acuerdo en que estamos en vísperas
de un grave desorden en el funcionamiento de la máquina política si no se ataja
a tiempo, y se orienta con lucidez, la deriva independentista en Cataluña. A
este respecto, de nada valen los lugares comunes sobre la unidad y diversidad
de España. Estamos ante un problema institucional que demanda respuestas
institucionales. Exactamente lo que expresó Artur Mas tras la proclamación del
Rey cuando dijo esperar alguna iniciativa de este al respecto, y por lo que ha
sido, al margen cualquier otra consideración, injustamente criticado. Ojalá el
príncipe de Girona se muestre sensible a la sugerencia. Y demuestre la utilidad
de un rey que no gobierna, pero reina.
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