Cuando
disfrutar era delito/Gregorio Morán
La
Vanguardia | 6 de noviembre de 2014
Hay
películas que pasan por las carteleras como estrellas fugaces. Basta que uno no
esté pendiente para que desaparezcan del cielo cinematográfico. De ellas apenas
queda nada, fuera de un puñado de suertudos que pudieron disfrutar durante una
hora y pico de un relato que bien merecería comentarios y admiraciones. Ocurre
con el último filme de Ken Loach, uno de esos directores que sufren de cierta
apreciación dogmática por parte de los comentaristas de estrenos; que en eso se
han quedado muchos de nuestros críticos.
Nada es
casual y menos aún en el cine, el arte más caro de la historia. Antaño se creía
que las mayores inversiones en creatividad artística se concentraban en la
arquitectura pero la pantalla casi ha igualado esa partida. Eso explica por qué
una mierda de filme envuelto en papel de exquisitez no puede pasar
desapercibido y obliga a los medios de comunicación a responder con páginas a
medio camino entre la publicidad y la información, cada vez menos separables.
Una
película que se titule Jimmy’s hall y que de tal guisa aparezca en nuestros
cines está llamada a no superar la prueba del algodón cinematográfico, eso que
denominamos pasión de cinéfilos. Una paradoja, porque pocas películas ha hecho
el radical Ken Loach que sea más popular, directa y equilibrada que este
Jimmy’s hall. A sus 78 años conseguir un filme tan logrado como este merece la
pena que convoquemos a amigos y adversarios, antes de que la quiten en uno de
estos viernes mortuorios en los que figuran los títulos de los nuevos productos
que vienen a enterrar las películas “que no han funcionado”, según la jerga del
gremio.
Imagínense
si será actual para nosotros aquí y ahora que Jimmy’s hall se refiere al
nacionalismo, nada menos que al irlandés, donde se dieron coincidencias tan
evidentes como el peso del campo frente a la ciudad cosmopolita, la Iglesia
como instructora y controladora de los contenidos del patriotismo y, por
último, el enmascaramiento de la evidencia de esa antigualla que dura ya muchos
siglos, casi tantos como la civilización: la lucha de clases entre los que
poseen el poder y los que lo sufren. En una Irlanda en plena efervescencia
nacionalista, en la fiesta continua de hermanamiento entre los poderosos y la
Iglesia local, recién conseguida la independencia, un tipo llamado James
Gralton vuelve a casa después de años de destierro en Estados Unidos.
El caso es
real como la vida misma porque Gralton fue expulsado de Irlanda, la reciente
patria recién liberada de los ingleses pero no de sus poderes tradicionales
–los propietarios de tierras autóctonos y la omnipotente Iglesia irlandesa–. No
basta con ser nacionalista, también es un activista social, un comunista de los
años treinta que en un hermoso y castigado pueblo, rodeado de toda la belleza
paisajística del mundo, vive y sufre la dictadura de las costumbres añejas
impuestas por ricos y prelados.
Y si vuelve
James Gralton después de vivir la durísima vida de los trabajadores
norteamericanos en torno a la Gran Depresión de 1929 es para seguir siendo el
mismo cuando la sociedad apenas ha cambiado. ¡Qué ironía la de un radical
convertido en enemigo de los poderes fácticos –¿les suena la expresión?– a
causa de promover una casa de la libertad! Un lugar donde la gente pueda bailar
la novedosa música norteamericana, y abandonar el analfabetismo, y estudiar
dibujo, y discutir, y recoger todas las iniciativas que una sociedad
férreamente estratificada no consiente a los trabajadores, ni a las amas de
casa, ni a los jóvenes sin futuro.
“El salón
de Jimmy” (Gralton), que así podría traducirse, no es otra cosa que aquel gran
invento que antaño fueron las Casas del Pueblo. A veces se nos olvida lo
importante que ha sido para la creación de un movimiento reivindicativo y una
conciencia de clase, no los líderes ni los periódicos militantes para unos
trabajadores que apenas sabían leer, sino el que pudieran tener un lugar propio
que no fuera la sórdida taberna que tan bien describió Zola. Ahí, en esa
iniciativa, estaba el germen de la lucha contra esa opresión que empezaba en
los talleres y continuaba en las viviendas hacinadas, tan oscuras que ni
siquiera consentían algo tan simple como leer su periódico, sindical o
político.
El filme,
con un montaje inteligente y una sensibilidad notable, parte de algo que hoy
aún está vigente. La capacidad de disfrutar, de gozar, pasa por instrumentos
que convierten el placer en una forma encubierta de esclavitud. El fútbol, o
los deportes en general, no dejan de ser otra cosa que un monumental negocio
que los espectadores pagan religiosamente sin otra contrapartida que distraerse
con el espectáculo, y en ocasiones ni eso. ¿Puede ser un Salón abierto a las
iniciativas lúdicas o pedagógicas algo tan radical como para concitar el odio
de los poderes establecidos? Detrás de las historias humanas de este pueblo
antiguo, que retrata Ken Loach a partir de una historia real y la colaboración
siempre eficaz del guionista Paul Laverty, detrás de eso, hay algo tan obvio
como la lucha por la libertad. Porque el patriotismo es un sentimiento que no
exige ciudadanos libres, puede darse en las más brutales dictaduras.
Stalin, a
partir de la invasión nazi-alemana de 1941, acentúa el nacionalismo ruso hasta
límites que hoy nos parecen hasta cómicos, pero que en su tiempo fueron de gran
utilidad para el mantenimiento de un régimen criminal. Bastaría el marbete bajo
el que se colocó la contraofensiva soviética –la Gran Guerra Patria–, con el
que quedaría hasta hoy. El patriotismo, como el folklore, ofrece grandes
posibilidades instrumentales. Pero el cine son imágenes de un relato y por eso
cualquier disquisición teórica ha de pasar por la prueba de fuego del talento
cinematográfico.
Sin la
ambición de hacer una obra maestra, Ken Loach consigue un filme hermoso y
consistente sobre un tema que quizá a los críticos al uso les parecerá manido.
Ocurre como con la novela, nadie protesta de la superproducción de relatos de
lo que antaño se decía de “policías y ladrones”, o la expresión catalana tan
curiosa de “lladres i serenos”, o por los agobiantes filmes de futuribles de la
ciencia ficción. Pero si usted relata la lucha de clases en un formato eficaz y
tan evidente como la reconstrucción de un mundo que existió y aún sobrevive, ya
aparecerá el moderno de turno para precisarle que los poderosos y sus lacayos
que exhiben el filme carecen de matices. Y nada más lejano a esta delicada
reconstrucción de un mundo donde la evidencia marcaba más sensibilidad entre
los que luchaban por su libertad que en los que la reprimían. El jefe de un
campo de trabajo, el sicario, por ejemplo, tienen una sensibilidad tan limitada
que hasta se podría decir que les castraron esa parte de su personalidad,
aunque luego en el área familiar pasen por maridos ejemplares, padres cariñosos
y abuelos tiernos.
Envuelto en
una paisaje seductor, con esa calidad de actores secundarios que siempre ha
disfrutado el cine anglosajón, con protagonistas que asumen su papel hasta el
límite, este filme que habrá de pasar entre nosotros sin pena ni gloria,
constituye una prueba de que estamos abocados a la infantilidad y la estrechez
mental; esa que se formula con un “yo voy al cine a divertirme”. Pues bien,
aquí con Ken Loach en su Jimmy’s hall tienen una prueba de que la pelea por lo
evidente, es decir, disfrutar, gozar, divertirse sin que te humillen sino como
acto voluntario de libertad, es algo que siempre reaparece como novedad. Antes
de que la retiren de las carteleras, que a buen seguro será pronto porque esas
películas no gustan a los que marcan los cánones, vayan a verla.
Es un cine
para gente que no comulga con ruedas de molino, es decir, que resulta de una
actualidad tan transparente que alguno pensará que los paisajes son los
nuestros antes de la debacle urbanística, y después de la quiebra de valores;
no los de la bolsa, sino los de la vida.
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