Estado
o indignidad/ Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.
El
Mundo | 15 de diciembre
Sin
que pretenda descubrir ningún Mediterráneo, pienso que una de las ideas básicas
que se extienden a lo largo de la genial obra de Maquiavelo, El Príncipe,
consiste en algo que sigue estando en la actualidad meridianamente vigente.
En
efecto, el autor florentino sostiene que la prioridad en la misión de todo
Príncipe debe ser la conservación y el mantenimiento del Estado. Por supuesto,
según su teoría este objetivo se fortalecería aún más en caso de que el
territorio de su Estado aumentase y se engrandeciese con sus conquistas. De ahí
se deduce algo lógico que consiste en que la mejor manera de conservar el
Estado, es mantener y ejercer férreamente el poder. Ahora bien, en este sentido
Maquiavelo se adentra por un terreno de afirmaciones y juicios de valor que le
conducen, tal vez en contra de que lo que pensaba realmente, a que se acabase
creando el maquiavelismo o, dicho de otro modo, la idea de que la astucia es
válida para mantenerse en el poder por cualquier medio que sea útil, ya que el
fin justifica los medios.
Sin
embargo, cabe afirmar en su defensa que él no optó por los medios amorales que
se deducen de su doctrina política según muchos. Al revés, habría que sostener
más bien, como señaló Sir Francis Bacon, que se le tendría que agradecer, por
el contrario, que él mismo fuese tan poco maquiavélico, ya que lo que expuso
abiertamente y sin ninguna hipocresía fue ni más ni menos lo que le dictó su
experiencia a partir de lo que acostumbraban a hacer los políticos de su época
y no lo que deberían haber hecho según sus criterios.
Sea
lo que fuere, lo cierto es que han pasado cinco siglos y el objetivo
prioritario de todo gobernante sigue siendo la conservación y el mantenimiento
del Estado, aunque ya no rijan siempre los métodos que la historia suministró a
Maquiavelo. Hoy, concretamente en España, existe un Estado de Derecho que
teóricamente facilita una panoplia de armas jurídicas, cimentada actualmente en
una poderosa mayoría absoluta, para evitar que nuestro Estado democrático se
descomponga. En tal sentido, nadie duda de que los separatistas catalanes, los
cuales ni siquiera llegan a ser la mitad de los electores de Cataluña, estén
dispuestos a separarse como sea del resto de España. Pero, curiosamente,
mientras que el Gobierno español dispone, según he dicho, de instrumentos
jurídicos y democráticos, los que están decididos a lograr la independencia de
Cataluña a todo precio, utilizan unos métodos que podríamos denominar
maquiavélicos en el sentido apuntado. Por de pronto, lo que están tratando de
imponer en Cataluña es un régimen totalitario que ya no pueden disimular. La
lista de pruebas de esta orientación antidemocrática es ya muy larga, pero
basta con que señalemos algunas de las más recientes. Así, el Gobierno de Artur
Mas ordenó al Consejo Audiovisual de Cataluña que iniciase un procedimiento
para imponer multas a las radios y televisiones que se negaron a emitir la
propaganda oficial para promocionar la consulta ilegal del 9-N. Naturalmente
esta penalización se dirigía a las cadenas que no son específicamente
catalanas, puesto que éstas se encuentran ya bajo el control directo de la
Generalitat. Una segunda prueba, que concurre también en el sentido de imponer
una ideología totalitaria, pero que demuestra al mismo tiempo la estulticia de
los nacionalistas, es que se está exigiendo a las tiendas de souvenirs que no
ofrezcan más recuerdos que los propios de Cataluña, excluyendo, por ejemplo,
las figuritas folclóricas andaluzas. Llevar a cabo una medida de este tipo es
la demostración de que los nacionalistas catalanes están dispuestos a acabar
con la libertad de las empresas, regulando en tal sentido hasta las cuestiones
más privadas de la gente. Y, en tercer lugar, para no agotar el repertorio, hay
que señalar que con motivo del referéndum encubierto del 9-N, sus
organizadores, según parece, dispusieron ilegalmente de los datos privados de
todos los residentes en Cataluña. No es necesario insistir en que se trata de
una infracción de la Ley de datos privados que solamente pueden ser utilizados
por el Estado para las consultas legales y no para las francachelas como la que
se ha celebrado.
Ciertamente,
la ilegal consulta que se realizó, como es sabido, el 9-N, hizo alarde de la
ausencia de todos los requisitos que demanda un proceso democrático. A buen
seguro, el Gobierno central podía haber actuado para impedir el simulacro, pero
no lo hizo. Únicamente decidió intervenir judicialmente contra alguno de los
presumibles delitos que se cometieron bajo la responsabilidad del presidente de
la Generalitat.
Pero
es igual. El proceso soberanista sigue adelante con más fuerza que nunca. El
hecho es que Artur Mas, convertido en un Moisés regional para andar por casa,
ha expuesto su hoja de ruta que les llevaría a los independentistas a las
arenas doradas de las playas paradisiacas. El proceso se puede acelerar incluso
más si se logra una lista unitaria, un pensamiento único, una voluntad unánime,
para convertir unas elecciones autonómicas en un nuevo fraude de ley,
convirtiendo a esos comicios en una consulta encubierta destinada a obtener una
mayoría separatista. A partir de ahí se continuará, incluso con más ahínco, en
la creación de las futuras estructuras del nuevo Estado republicano catalán,
hasta desembocar en un referéndum que rompería definitivamente el cordón
umbilical con España.
Pues
bien, llegados aquí los españoles de dentro y de fuera de Cataluña, estamos
atónitos, como si nos hubiésemos convertido en estatuas de sal que nos impiden
actuar como ciudadanos de una democracia. A todo esto, la revista The Economist
acaba de publicar un número extraordinario bajo el nombre de The World in 2015,
donde señala los asuntos que a su juicio serán noticias el próximo año.
Precisamente una de esas cuestiones estrella se refiere al problema catalán,
señalando que las encuestas demuestran el descontento creciente de los
ciudadanos, lo que ha significado un aumento de los favorables a la secesión
por causa de la crisis, aunque también matiza ciertamente que un referéndum
podrían ganarlo los partidarios de no romper con España. Pero, eso sí, siempre
que hubiera una propuesta sugerente por parte del Gobierno central.
El
presidente Rajoy, que hasta ahora se ha caracterizado por amparar escasamente a
los españoles que todavía se sienten así en Cataluña, parece que por fin ha
despertado de su somnolencia, al menos por dos horas, y ha realizado una visita
relámpago a Cataluña, en donde ha afirmado a los catalanes que «nunca tendréis
que elegir entre ser catalanes o españoles», endureciendo también su discurso
frente al plan soberanista del presidente Mas. Pero las palabras se las lleva
el viento y lo que cuenta son los hechos, por eso llega tarde, mal y nunca,
pues el tiempo se agota. A mi juicio, lo que se necesita urgentemente es tomar
una decisión que no solo facilite la participación de todos los españoles en un
tema que nos afecta a todos por igual, como es la separación de un territorio
que forma parte secularmente de España. Esta medida conferiría una legitimidad
suficiente al Estado para, por un lado, neutralizar el proceso soberanista en
curso y, por otro, para plantear una solución que sea moderadamente aceptable
por la mayoría de españoles de dentro y de fuera de Cataluña.
En
otras palabras, ha llegado el momento, a mi juicio, de que el nuevo Rey,
mediante propuesta del presidente del Gobierno y previamente autorizado por el
Congreso de los Diputados, convoque un referéndum consultivo a todos los
ciudadanos, siguiendo lo señalado en el artículo 92 de la Constitución. Como es
lógico, lo importante de ese referéndum, que se podría convocar en la próxima
primavera, consistiría en responder a una pregunta única que se sometería a
todos los electores, y que podría ser la siguiente: «¿Desea que España siga
siendo un Estado descentralizado territorialmente, con las reformas
convenientes que acuerden?». Es muy probable que el referéndum sea afirmativo
en toda España, incluida Cataluña, y ello significaría que se contaría a partir
de entonces con el pasaporte para que los españoles reafirmemos nuestro pacto
constitucional reformando nuestra Norma Fundamental. Por lo demás, Artur Mas
acaba de afirmar que no se debe confrontar «la legitimidad democrática con la
legalidad del Estado de Derecho, porque eso supondría llevar las cosas al
límite» y que lo mejor es casar ambas (¿). El sabrá lo que quiere decir, pero
lo que los ciudadanos pensamos es que la legitimidad democrática que realmente
vale en un Estado de Derecho es la que trasmitiría un referéndum de todos los
españoles sobre el futuro de nuestro país, en los términos señalados por la
Constitución. A cuentas hechas, el Presidente del Gobierno debe saber que la
manera más segura de perder algo, es dándolo por perdido.
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