Que la
generación Erasmus defienda a Europa/Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige en la actualidad el proyecto freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover Institution en la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: escritos políticos de una década sin nombre.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
El
País | 15 de diciembre de 2014
“Me
enfadé con usted”, dice Mario, un estudiante italiano. Le irritó un artículo
que escribí justo después de las elecciones europeas en mayo, en el que
afirmaba que elegir a Jean-Claude Juncker como presidente de la Comisión
Europea era una mala forma de reaccionar ante el descontento que habían
revelado los comicios en todo el continente. Pues bien, ahora que Juncker
propone un paquete de inversiones para impulsar por arte de magia la
tambaleante economía europea y el ex primer ministro polaco Donald Tusk se
dispone a presidir su primera cumbre de jefes de Gobierno de la UE, hay que
volver a preguntar quién va a salvar el proyecto europeo. Mi respuesta es que
no se salvará sin una participación más activa de Mario y sus contemporáneos,
la generación de Erasmus y de easyJet.
También
será indispensable que los que mandan apliquen buenas políticas, desde luego.
Pero Super Mario —no Ballotelli, el futbolista aficionado a Instagram, sino
Draghi, el presidente del Banco Central Europeo— no puede hacerlo solo, ni
siquiera con un billón de euros más en su balance. Necesita también a Mario, el
joven.
No
recuerdo otra época en que haya habido tanto pesimismo intelectual sobre el
futuro de la UE por parte de sus más ardientes partidarios (entre los que me
incluyo). He aquí tres grandes razones. En primer lugar, la eurozona. Loukas
Tsoukalis, un experto muy bien informado y europeísta, subraya que “el diseño
se hizo mal, igual que la afiliación”. Se hizo una unión de demasiadas
economías, demasiado distintas, en torno a una moneda común pero sin una
fiscalidad común. Ese fallo esencial de diseño se ha agravado por las políticas
de austeridad propugnadas por Alemania, que no tienen suficientemente en cuenta
las diferencias entre las distintas culturas económicas nacionales, y la
necesidad de más inversiones y más demanda agregada dentro de la UE.
Segundo,
la política. Las sucesivas elecciones y los sucesivos sondeos han demostrado
que los votantes europeos están muy desilusionados con la política y las clases
dirigentes actuales. Ese descontento se traduce en más apatía y más votos para
los partidos antisistema de todos los colores: desde Jobbik en Hungría y el
Frente Nacional en Francia, pasando por UKIP en Reino Unido y la Alternativa
por Alemania, hasta el movimiento Cinco Estrellas en Italia, Podemos en España
y Syriza en Grecia.
Y
el ánimo es similar respecto a las instituciones europeas. El mundo de Bruselas
se ha convertido en el máximo ejemplo de la lejanía de las élites. Las imágenes
televisivas de las cumbres europeas muestran un número interminable de hombres
trajeados de mediana edad que entran y salen de grandes coches negros. A pesar
de las elecciones directas y los poderes reforzados del Parlamento Europeo,
existe muy poco sentimiento de representación popular. Y no hay un escenario
político paneuropeo. Los tres debates entre los Spitzenkandidaten (los cabezas
de lista) de los principales partidos a la presidencia de la Comisión Europea,
televisados la pasada primavera a toda Europa, fueron vistos por menos de
500.000 espectadores, mientras que el primer debate entre los candidatos Barack
Obama y Mitt Romney en las elecciones presidenciales de 2012 lo vieron más de
67 millones de estadounidenses.
Y
eso me lleva a un tercer motivo para el pesimismo. No faltan los manifiestos,
planes y libros dedicados a salvar la Unión Europea, pero en su mayoría están
redactados por personas mayores de 50 años. Los dirigentes ya retirados hacen
constantes llamamientos para exigir más “liderazgo”, con la afirmación
implícita de que todo era mucho mejor en su época.
Veo
pocas propuestas de la generación del joven Mario. A primera vista, es extraño,
porque su generación es la primera que ha disfrutado Europa como espacio único
de libertad, desde Lisboa hasta Tallín y desde Atenas hasta Edimburgo. Cuando
invité en Twitter a que me hicieran sugerencias para esta columna, alguien
contestó: “Mencione todos los bebés de Erasmus”. Dan Nolan añadió: “Erasmus
obligatorio para todos”, e incluyó un enlace a una entrevista con Umberto Eco
en la que el gran sabio afirmaba que el programa de intercambio universitario
Erasmus “ha creado la primera generción de jóvenes europeos. En mi opinión, es
una revolución sexual: un catalán conoce a una chica de Flandes, se enamoran,
se casan y se vuelven europeos, igual que sus hijos. La idea de Erasmus debería
ser obligatoria, no solo para estudiantes, sino también para taxistas,
fontaneros y otros trabajadores”.
No
estoy muy seguro de qué le parecería al sacerdote Desiderio Erasmo de Rotterdam
eso de convertirse en un sinónimo de revolución sexual, pero la idea tiene
interés. Existe una Europa viva y cotidiana en la que se entremezclan unos
países con otros. En los sondeos que hace el Eurobarómetro en toda la Unión, la
respuesta más popular a la pregunta “¿qué significa la UE para usted
personalmente?” es “la libertad de viajar, estudiar y trabajar en cualquier
lugar de la UE”. Aunque los que “tienden a desconfiar” de la UE son más
numerosos que los que “tienden a confiar”, en una proporción de casi el doble,
cuanto más jóvenes son los entrevistados, más probabilidades tienen de expresar
confianza. No obstante, esa cifra sigue siendo solo el 46% de las personas
entre 15 y 24 años. En Grecia y España, uno de cada dos jóvenes está sin
trabajo, y es razonable que pregunte: “¿Qué ha hecho Europa por mí en los
últimos tiempos?”.
Hay
muchos europeos jóvenes —incluido un gran grupo de europeos del centro y del
este que han crecido después de 1989— que se han beneficiado enormemente del
proyecto europeo. Y, sin embargo, apenas oímos su voz en Europa. En parte, creo
que es precisamente porque ya tienen la Europa a la que aspiraban generaciones
anteriores. Europa les gusta, pero no es su gran causa ni su sueño. En lugar de
ello, se apasionan por otras cuestiones y otros lugares: el medio ambiente, la
igualdad sexual, la pobreza mundial, los derechos de los animales, la libertad
de Internet, el cambio climático, China, África. Si de pronto se revocaran las
libertades esenciales que valoran en la UE, seguro que se movilizarían para
defenderlas; pero no creo que el declive europeo, si es que se produce, sea
así. Las instituciones seguirán existiendo, pero estarán cada vez más vacías de
contenido, como las del Sacro Imperio Romano. Tal vez no haya una llamada de
alerta suficientemente dramática hasta que sea demasiado tarde. (Para algunos
europeos del este, esa señal de alerta es Vladímir Putin, pero no para la mayor
parte de Europa occidental, por lo visto).
Por
otra parte, también creo que los mayores no preguntamos a los jóvenes con la
frecuencia ni la insistencia necesarias qué Europa quieren. Hace poco me
pidieron de una institución académica europea que participara en la elaboración
de una nueva versión de la Declaración Schuman, la trascendental propuesta de
1950 de la que surgieron los primeros pasos hacia la UE actual. Respondí que me
parecía mejor pedírselo a la generación de Erasmus. Lo último que he sabido es
que tienen pensado proponer a varios antiguos jefes de Estado europeos que
redacten la declaración. Ellos sabrán. Que tengan mucha suerte.
En
definitiva, le agradezco al joven Mario que se interese lo bastante como para
enfadarse conmigo. Venga, enfádate. Repréndeme. Pero cambia Europa. Lo
necesita.
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