Historias
de Navidad/José Félix Pérez-Orive Carceller, abogado.
ABC
| 23 de diciembre de 2014
En
un ejercicio de añoranza, quienes en su día fueron un matrimonio de expatriados
en Nueva York acuden cada diez años al Radio City para ver el Christmas Show. A
lo largo de los últimos treinta años siempre les resultó entrañable. La
sincronización de las sesenta «rockettes», vestidas como juguetes infantiles,
el cuento del avaro Scrooge, el viaje virtual entre los rascacielos en el
carruaje de Santa Claus, los paseos en autobús por un Central Park iluminado en
cuyo «ice rink» patinaba la gente al ritmo de Cole Porter…; y, por último, la
aparición de los Reyes Magos (los americanos les llaman los «hombres sabios»)
que con camellos de verdad acuden a adorar al Niño Dios en el gran teatro del
corazón de Manhattan.
Sin
embargo, este año, al terminar la función, echaron en falta algo pautado que
antes redondeaba el espectáculo. Desde luego, no era el recuerdo todavía vivo
de la última vez en que, tres filas delante de la suya, John Travolta y su
mujer asistían a la función con su hijo de unos 13 años, claramente enfermo,
que obligaba al conocido actor a sacarlo en brazos con esfuerzo en repetidas
ocasiones, con la ayuda de un escolta. La auténtica historia de Navidad que los
que le rodeaban pudieron presenciar fue el cariño y devoción que el actor de
cine profesaba a aquel niño, que fallecería al poco tiempo, y que ponía así en
entredicho el tópico de la vida frívola de las grandes estrellas de Hollywood.
Cuando
se trabaja en otro país, pasar la Nochebuena lejos de España es doloroso.
Prueba de ello es que hasta las personas más desarraigadas procuran volver a
casa. El joven expatriado recordaba la primera vez que se vio en esas
circunstancias, a principios de los ochenta, abordando el tema con otros dos
veteranos: el entonces presidente de un banco español en NY y el admirado
periodista José María Carrascal, corresponsal de ABC en aquella época. Se
encontraban los tres en el club de yates de Larchmont, pueblecito a treinta
millas de Manhattan en que el empresario y el ejecutivo residían. Los mayores
habían pasado ya demasiadas navidades fuera de España y con naturalidad
constataban que lo importante era estar con la familia. El banquero, que por
entonces llevaba pantalones de cuadros –señal inequívoca de que se quedaría a
vivir en USA–, le animaba asegurando que se acostumbraría y que luego incluso
las echaría de menos. Las navidades allí, decía, eran especiales: los coros de
la parroquia con sus vistosos atuendos rojos y blancos cantando «Noel Noel», el
despliegue formidable de ayuda a los necesitados, la nieve garantizada, las
tiendas refulgentes de colores granates, verdes y dorados, la decoración de las
casas entre country y colonial con estrellas de trapo rojo por todas partes, la
expedición a los bosques cercanos para cazar un pavo salvaje, e incluso la
aventura de bajar desde su despacho en el edificio de la calle 59 (el edificio
de Superman) hasta la muy española calle 14 para comprar un turrón, era una
historia de Navidad.
En
el mismo pueblecito, años después y cuando los expatriados ya no lo eran, les
invitaron a una fiesta de Nochevieja. No era un baile con serpentinas, confeti
y matasuegras, menos aún con uvas para las doce campanadas. La gente se reunía
alrededor de un piano y durante horas cantaba villancicos, cuya letra
proporcionaban los anfitriones a la llegada. La sorpresa fue que se sumó a la
fiesta una familia de salvadoreños (matrimonio y cuatro hijos) a la que en la
víspera del Día de Acción de Gracias el dueño de la casa, exitoso broker de
Wall Street, había dado cobijo en el tercer piso, porque se había incendiado la
suya. Aunque la casa era espaciosa, tener a seis personas a comer y dormir
desde finales de noviembre hasta mediados de abril, mes en que la vivienda
quedó restablecida, era una prueba de amor al prójimo que merecía ser contada.
Hubo
otra historia navideña más divertida. Veinte años después, el matrimonio de
españoles residía en una casa de la Gran Manzana dominada por una comunidad de
propietarios judía en que la única excepción la constituían un matrimonio venezolano
y ellos. Llegó Navidad y la comunidad puso como decoración el hanukkah de nueve
brazos en el portal para celebrar la Fiesta de la Luz hebrea y, a petición de
los empleados del edificio, un árbol de Navidad típicamente americano. Los
venezolanos les propusieron sumar fuerzas para instalar un belén. Hablaron con
los vecinos y percibieron que una cosa era aceptar el árbol de Navidad y otra
sería lo del belén. Su educada respuesta fue que no había presupuesto para tal
cosa. Ese no sería el problema, contestaron los hispanos: adquirirían un
nacimiento y lo colocarían en la entrada en un lugar discreto. Horas después de
instalado, un presunto comando macabeo lo había semiescondido detrás del árbol
para que no se viera. Entonces, el combinado español, «con un par» y sin
cortarse un pelo, lo puso en el sitio más visible del portal a fin de aclarar
conceptos. Las escaramuzas se sucedieron hasta que pocos días después de
Navidad desapareció el belén.
Recordando
aquella anécdota, el matrimonio español cayó por fin en la cuenta de lo que
echaba de menos este año en el espectáculo del Radio City, fruto seguro más del
tijeretazo de la censura laicista que de un recorte económico. Cuando antes en
escena aparecía la estampa final del portal viviente con los pastores y Reyes
Magos, una voz en off, en un acogedor inglés de Brooklyn, solía decir algo
como:
«Este
niño que ven nació en la pobreza, nunca se desplazó más allá de un perímetro de
veinte millas de donde era originario. No tuvo estudios, ni fue a la
universidad, ni hizo un máster, ni tuvo secretaria o agente de prensa, ni
manejó un ordenador (los americanos son tremendos), ni le entrevistaron nunca
en televisión. Sin embargo, su anuncio fue tan llamativo que al pasar de los
siglos mantiene hoy plena actualidad. El impacto de su mensaje no lo lograrían
todos los medios de comunicación de la Tierra. Su fuerza ha trascendido la de
cualquiera de los grandes imperios que antes o después desaparecieron. Y su
ímpetu ha demostrado ser más demoledor que el del mayor de los ejércitos».
¿Cómo
podía explicarse tal actualidad y pujanza?, se preguntaba de manera retórica
aquel locutor, sobrevolando con su voz contundente el patio de butacas. Después
de tres segundos, en que el auditorio permanecía expectante, pasaba a
contestarse: «Para mucha gente, aquel niño era Hijo de Dios».
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