El
populismo ha llegado a EE UU/Steve Jarding es profesor de Políticas Públicas en la Universidad de Harvard y profesor del Centro de Gestión Pública en IESE Business School, Universidad de Navarra.
El
País |7 de abril de 2016…
Las
semillas del populismo estadounidense moderno, el considerado movimiento
progresista, las sembraron hace más de 40 años dos acontecimientos que
sacudieron la confianza de los ciudadanos en su Gobierno: la desastrosa guerra
de Vietnam y el posterior escándalo del caso Watergate.
Las
mentiras que contaron los gobernantes a los estadounidenses sobre la guerra en
el sureste asiático costaron al país 58.000 vidas. El Watergate costó la
dimisión del presidente e hizo añicos la imagen de buen Gobierno. Pero Vietnam
y Nixon no hicieron más que plantar esas semillas. Fue el escepticismo de
Ronald Reagan sobre la Administración lo que las alimentó y las permitió
fructificar en el progresismo que hoy invade Estados Unidos.
Reagan
fue el primer presidente de los tiempos modernos que hizo campaña en torno a la
idea del odio a la Administración. Su lema era: “El Gobierno no es la solución
del problema, es el problema”. Todo lo contrario de lo que decía John F.
Kennedy una generación antes: “No preguntes qué puede hacer tu país por ti,
pregunta qué puedes hacer tú por tu país”. En otras palabras, Kennedy estaba
diciendo a los estadounidenses que el Gobierno era bueno porque ellos formaban
parte de él.
El
escepticismo de Reagan prendió. Los ciudadanos empezaron a olvidarse de su
responsabilidad de vigilar a Washington, a dejar de participar en el proceso
electoral y en todos los demás aspectos relacionados con la Administración. En
definitiva, creyeron a Reagan; y, como el Gobierno era malo, decidieron dejar
de tener que ver con él.
Hoy,
esa concepción escéptica y corta de miras ha desembocado en que, en Estados Unidos,
solo una de cada dos personas con derecho a voto se molesta en inscribirse para
ejercerlo, y solo uno de cada dos votantes inscritos acaba acudiendo a las
urnas en la mayoría de las citas electorales. Es decir, tres de cada cuatro
posibles votantes no participan en las elecciones. Una auténtica falta de
responsabilidad.
Por
supuesto, en cuanto los estadounidenses empezaron a desentenderse —y dejaron de
exigir que la Administración trabajara para ellos—, el Gobierno empezó a
desentenderse también de las vidas de la gran mayoría de ellos.
Como
consecuencia, durante los últimos 40 años los ciudadanos corrientes han vivido
en medio de grandes dificultades mientras el segmento más rico y las grandes
corporaciones prosperaban. Se redujeron los impuestos y las normativas que
afectaban a los ricos, al tiempo que los programas sociales sufrían grandes
recortes. ¿El resultado? Los sueldos en Estados Unidos son escandalosamente
bajos. El salario mínimo es de 7,25 dólares la hora. Si la gente hubiera
seguido participando y exigiendo que el Gobierno trabajara para ellos —en este
caso, que el salario mínimo se mantuviera al menos a la altura de la
inflación—, hoy estaría por encima de 25 dólares la hora.
Pero
el salario mínimo no es el único problema que acosa a los trabajadores
estadounidenses. Reagan también es responsable de haberles convencido de que
pertenecer a un sindicato era malo, y lo dejó claro cuando rompió la huelga de
controladores aéreos; ese convencimiento se manifiesta hoy en el terrible
descenso de la afiliación sindical, con la consiguiente pérdida de salarios,
prestaciones y dignidad para los trabajadores estadounidenses.
Para
situar las cosas en contexto, en los años sesenta, cuando Estados Unidos era el
primer país del mundo en casi todos los aspectos económicos, el 35% de la
fuerza laboral pertenecía a sindicatos. Hoy en día, esa cifra es inferior al 6%
entre los trabajadores del sector privado. Todos los ataques contra los
salarios y las prestaciones laborales en los últimos 40 años han hecho que
Estados Unidos ya no pueda presumir, como hizo durante tanto tiempo, de que la
mayor parte de su población pertenece a la clase media. Esa distinción
corresponde hoy a Canadá, que sobrepasó al país vecino hace dos años y donde el
34% de la fuerza laboral pertenece a un sindicato.
Pero
los sindicatos no eran el único motivo de que Estados Unidos contara con buenos
sueldos. Otra razón era un sistema educativo, no superado por ningún otro en el
mundo. Hoy, sin embargo, la educación estadounidense, desde la primera infancia
hasta la enseñanza superior, es un desastre.
De
los 50 Estados que componen el país, solo 11 tienen programas públicos para los
niños hasta tres años y en edad preescolar, a pesar de que todos los datos
demuestran que la educación temprana es fundamental para los buenos resultados
posteriores. Y no solo no se ha invertido en educación, sino que ha habido
recortes drásticos. Como consecuencia, los escolares estadounidenses actuales
están entre los estudiantes de los países industrializados con peores
puntuaciones en matemáticas y ciencias, unos indicadores esenciales para
predecir el futuro económico.
El
sistema de educación universitaria de Estados Unidos, muy respetado, cuesta
tanto que la mayoría de los estudiantes no puede permitírselo. Desde 1978 la
matrícula en las universidades ha subido un 1.800%. Solo uno de cada cuatro
estudiantes que terminan el bachillerato acaba graduándose en la universidad.
Podría
seguir, desde luego. El sistema de salud del país no funciona, la desigualdad
de rentas se ha disparado, la tercera parte de las carreteras y los puentes
necesitan reparaciones. El sistema fiscal está tan lleno de agujeros favorables
a los ricos que, el año pasado, el 43% de las empresas norteamericanas no
pagaron ni un dólar de impuestos, y el tipo fiscal real para los
estadounidenses más ricos no es del 35%, como aseguran, sino del 19%. Por
último, el Tribunal Supremo ha dado a las desigualdades cuerpo de ley mediante
una serie de decisiones que permiten que unos cuantos ciudadanos muy ricos
compren nuestras elecciones, con lo que prácticamente garantizan que su voz sea
la única que se oye en Washington.
Por
todas esas cosas, los estadounidenses hoy están enfadados. ¿Cómo de enfadados?
En dos palabras: Donald Trump. La gente sabe que es vulgar, grosero, poco
preparado, ególatra y narcisista, pero no es de la casta, y por eso le apoyan
millones. ¿Cómo de enfadados? En dos palabras: Bernie Sanders. En el aparato
político tradicional, nadie creía que este socialista declarado de 74 años pudiera
tener posibilidades de vencer a Clinton, el apellido más conocido del Partido
Demócrata en la era moderna. Y, aunque Sanders no va a derrotar a Hillary
Clinton, sí es posible que ella, en las elecciones generales, acabe perdiendo
ante Donald Trump si no cuenta con el apoyo de los millones de estadounidenses
enfadados que hoy respaldan a Sanders.
El
populismo ha llegado a Estados Unidos. Lo único que no está claro es si la
clase política es consciente de ello.
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