Revista Proceso # 2085, 15 de octubre de 2016..
Sacerdotes asesinados y la desacralización de lo religioso/
BERNARDO BARRANCO V.
Los recientes homicidios de cuatro catequistas de Apatzingán han vuelto a encender los focos rojos de la Iglesia católica: los jóvenes fueron torturados y abatidos. En menos de un mes han sido asesinados tres sacerdotes: el padre José Alfredo López Guillén –en Janamuato, Michoacán, también– y los sacerdotes Alejo Nabor Jiménez Juárez y José Alfredo Juárez de la Cruz, en Poza Rica, Veracruz.
Tan sólo en lo que va del sexenio de Enrique Peña Nieto van 15 sacerdotes ultimados y más de 500 religiosos están bajo la asechanza de la extorsión. Todavía se recuerda el cruel homicidio, en diciembre de 2014, del cura activista Gregorio López Gorostieta, en Guerrero. La situación es delicada y el nuevo nuncio, Franco Coppola, deberá tomar cartas en el asunto. Cuenta con la experiencia vivida en República Centroafricana y el Chad, países con guerras civiles y cruenta violencia, pobreza y altos niveles de corrupción.
Ser ministro de culto en México es una función de muy alto riesgo. Los curas victimados siguen la ruta de la impunidad, el no esclarecimiento cabal de los hechos y la lasitud institucional. Con vergüenza, nuestro país se destaca por ser el sitio donde más se asesina a integrantes del clero. Con datos del Centro Católico Multimedial, en 25 años han sido asesinados más de 50 sacerdotes católicos, de los cuales dos permanecen en calidad de desaparecidos. El Papa ha reiterado preocupación por dichos homicidios pero en su visita a México de febrero de 2016 guardó silencio, ahora sabemos, a solicitud del propio gobierno de Enrique Peña Nieto.
Resulta sorprendente que México, un país de mayoría católica con arraigada religiosidad popular, tenga los índices más altos –no sólo de América Latina, sino del mundo– de criminalidad contra los curas. Las entidades más peligrosas de la República son Michoacán, Guerrero, Distrito Federal y el Estado de México. ¿Hay una agresión deliberada y dirigida directamente contra los ministros de culto, como a los periodistas? ¿La violencia generalizada que vive el país alcanza también a los religiosos? ¿La violencia ya no respeta la investidura sacerdotal ni su ministerio?
Sólo para tener referencias y marco comparativos de la magnitud del fenómeno, según Gutiérrez Casillas en su libro Historia de la Iglesia en México, en la Guerra de Reforma (1855-1867, y en la que el clero conservador participó activamente) fueron ultimados al menos 11 sacerdotes. Es decir, en los cuatro años que van del actual sexenio, las cifras son mayores a las de un contexto de guerra en México, en el siglo XIX.
En el siglo XX, los sacerdotes católicos han sufrido persecución y muerte. El historiador Jean Meyer, en su famosa obra La Cristiada, contabilizó que entre 1926 y 1929, en plena Guerra Cristera, fueron registrados 125 crímenes contra sacerdotes. El presidente Plutarco Elías Calles, “jefe máximo” de la Revolución (1924 a 1928), reconoció, en una entrevista con el periódico londinense Daily Express a principios de 1928, que él había mandado fusilar a 50 sacerdotes. Dicha guerra fue brutal y devastadora. Según historiadores, murieron más de 300 mil personas. Todavía hasta los años setenta, durante la llamada Guerra Sucia, Sergio Méndez Arceo salvó su vida después de sufrir un atentado de la ultraderecha católica (El Yunque) en un aeropuerto, en mayo de 1972. Cuatro meses después fue agredido con ácido sulfúrico en una mesa redonda que se desarrollaba en Ciudad Universitaria. Volvió a salvarse. No tuvieron la misma suerte el sacerdote Rodolfo Aguilar, secuestrado y asesinado el 21 de marzo de 1977, ni el cura Rodolfo Escamilla, acribillado el 27 de abril de 1977.
En los asesinatos recientes de sacerdotes no hay un patrón. Los móviles son muy diversos: robo, secuestro, riñas, motivos pasionales y políticos.
Cabría preguntarse sobre los evidentes signos de la desacralización del ministerio sacerdotal en la actual sociedad mexicana. Mircea Eliade opone lo sagrado y lo profano. Las sociedades modernas seculares ponen en duda la presencia real de lo divino en la acción sagrada, y por tanto la sacramentalidad. Es decir, los rituales, los símbolos y la función de los actores. La raíz de toda desacralización es la desolemnización de las cosas sagradas y el vaciamiento del sentido mistérico de la práctica religiosa. La gran crisis que sufre la Iglesia en la sociedad contemporánea es que las cosas que debían ser sagradas en sí mismas no son percibidas como tal por los fieles –y, en algunos casos, por la propia jerarquía–, esto es, se ha profanizado lo sagrado incluso dentro de los propios actores religiosos.
La conducta más política, elitista y hasta disipada de actores religiosos como el cardenal Norberto Rivera u Onésimo Cepeda contribuyen a una percepción mundanizada del ministerio sacerdotal. Los asesinatos de curas nos indican la desacralización de la función sacerdotal, la pérdida de sentido divino y, por tanto, el vaciamiento de su contenido simbólico.
Sin duda, el primer caso impactante fue el asesinato aún no aclarado del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, acaecido el 24 de mayo de 1993. Se asesina a un príncipe de la Iglesia –un crimen perpetrado bajo el aparente enfrentamiento de bandas narcotraficantes– bajo la opacidad y complicidad del gobierno salinista. Pese a que la Iglesia quiso ver el martirio de un “santo”, emergieron muchos aspectos oscuros del cardenal victimado. Esa percepción fue ratificada por el entonces nuncio, Girolamo Prigione, quien intercedió por el Cártel de los Arellano Félix.
La Iglesia ha contribuido a su propia desacralización. Los homicidios no han sido consumados bajo consigna ideológica ni de anticlericalismos radicales. Los actores religiosos han sido alcanzados por la cultura de la muerte. El exterminio de sacerdotes no tiene como objetivo la coerción a la institución católica, más bien refleja la violencia sistémica y generalizada en el país. No hay miramiento especial hacia el sacerdote.
Ante la avalancha criminal, no bastan los tibios gestos ni comunicados como el “¡Ya Basta!” del Episcopado. Son recursos insuficientes ante las cientos de amenazas y advertencias al clero. Las experiencias latinoamericanas de los años setenta muestran que, ante la represión generalizada e institucional de las dictaduras militares, las iglesias tuvieron que jugar con firmeza un papel de protección no sólo de su cuerpo clerical, sino del conjunto de la población. Ahí está la experiencia de la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil o la construcción de instrumentos específicos como la Vicaría de la Solidaridad en Chile. Dicho de otra manera, la Iglesia debe desempeñar un rol de protección de la integridad y la defensa de la vida no únicamente de su cuerpo eclesial, sino de la población, sobre todo de aquellos sectores más desamparados.
Para resguardarse, la Iglesia tiene que ser solidaria con la sociedad y ser mucho más crítica con la clase política. Hay una vasta red de experiencias de organizaciones católicas de defensa de los derechos humanos que requieren ser protegidas y potenciadas. El Episcopado está obligado a salir de su zona de confort clerical, abandonar el glamour que otorga el roce del poder, salir a la periferia como mandata Francisco y escuchar los lamentos de su pueblo, que exige justicia y seguridad. Debe combatir la impunidad y perseguir la complicidad corrupta de las autoridades. No hacerlo es exponer aún más a decenas de actores religiosos como Raúl Vera, Alejandro Solalinde, Pedro Pantoja y Gregorio López Jerónimo, por mencionar sólo a algunos que están al filo de la navaja.
*Sociólogo experto en el estudio de las religiones.
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