Revista Proceso # 2097, a 8 de enero de 2017.
Trump le deja campo libre a China/
ADRIÁN FONCILLAS
Más allá de los insultos que Donald Trump ha lanzado contra China –país al cual ha llamado ladrón y violador de Estados Unidos–, la política exterior del próximo jefe de la Casa Blanca tiene encantado al gobierno de Beijing. La razón: pone fin a la estrategia de Barack Obama para contener a los chinos en su propia región: Asia-Pacífico. Más aún, si Trump cumple sus promesas electorales, tales como retirarse del Tratado Transpacífico de Colaboración Económica, desconocer los Acuerdos de París en materia medioambiental y abandonar la OTAN, le dejaría campo libre al gigante asiático para que asuma el liderazgo mundial.
Beijing.- Ningún líder se ha atrevido a atacar a China con tal virulencia como Donald Trump: acusó al gigante asiático de manipulador de moneda, mayor ladrón de la historia, violador de Estados Unidos…
Pero ese fragor sinófobo no altera a Beijing. Por el contrario, está convencido de que Trump le proporcionará tiempos gloriosos. La retirada del republicano le permitirá a China respirar en Asia, acrecentar su influencia global y liderar asuntos tradicionalmente gestionados por Washington, como el cambio climático o el libre comercio.
Obama llevó las relaciones bilaterales a su punto más bajo desde que Richard Nixon las restableciera en su viaje a Beijing en 1972. Su “viraje hacia el Pacífico” en 2011, tras sus dolorosas campañas en Afganistán e Irak, ha angustiado a China.
Es necesario imaginar la situación contraria para entenderlo: pongamos que Beijing firma alianzas de defensa militar con todos los gobiernos hostiles a Washington en América, traslada ahí lo mejor de su armamento, pasea cíclicamente sus submarinos nucleares frente a las costas de Florida y cierra acuerdos económicos regionales que excluyen a Estados Unidos.
Trump supone el fin de esa estrategia de contención militar, económica y política en un área que suma 38% de la población mundial, la mitad del comercio y 59% del PIB.
Los indicios ya apuntan a un cambio de escenario antes de que Trump pise la Casa Blanca.
Por ejemplo, el presidente filipino, Rodrigo Duterte, ha roto las estrechas relaciones con Estados Unidos (además de llamar hijo de puta un par de veces a Obama) y las ha estrechado con China para que ésta le ayude con las inversiones en infraestructura que necesita su país y con la lucha contra la droga.
Najib Razak, primer ministro malayo, ha enfriado sus relaciones con Washington porque la justicia estadunidense investiga el escándalo de corrupción por el que habría utilizado un fondo público para su beneficio.
Algunos gobiernos que se encuentran bajo el paraguas estadunidense, como Japón o Corea del Sur, están inquietos debido a que el millonario neoyorquino ha sugerido que dejará de prestarles protección militar.
La incertidumbre alcanza al Mar del Sur de China, donde media docena de países confían en Washington para contener las reclamaciones territoriales de Beijing. Sólo el tiempo dirá en qué medida se retira Estados Unidos del vecindario chino, pero es seguro que Trump no le dedicará tantos esfuerzos como su predecesor.
La trampa de Tucídides
Estos convulsos periodos en que la potencia declinante se esfuerza en frenar a la pujante son conocidos por los historiadores como “la trampa de Tucídices”. El Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB), o la nueva Ruta de la Seda, ejemplifican la voluntad china por superar su aislacionismo histórico.
Beijing llamó cínico a Obama por animar públicamente a China a implicarse más en la dirección global mientras boicoteaba sus iniciativas. Así, desde noviembre de 2014, medios internacionales –como The Financial Times y la agencia Reuter– informaron sobre las presiones que Washington mantuvo sobre sus aliados con el propósito de que ignorasen al AIIB, una alternativa a instituciones dirigidas por Occidente, como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional.
China ya ejerce como líder global en cuanto al cambio climático o el diseño de nuevas infraestructuras económicas globales, recuerda Scott Kennedy, sinólogo del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, con sede en Washington. En el lado negativo cita el control de internet, porque su concepto de cibersoberanía favorece “las necesidades de la seguridad estatal por encima de la privacidad y los mercados trasnacionales”.
“Pero es muy improbable que pueda jugar un papel más relevante en la arquitectura financiera mundial porque su sistema interno es muy débil. También es improbable que esté preparada para proporcionar bienes públicos a la comunidad global”, dice Kennedy. “Y será complicado”, añade, “que una economía con tanta intervención gubernamental pueda capitanear áreas del comercio mundial”.
También la prensa oficial asumía que no cuenta aún con la fuerza de Estados Unidos ni está lista para superarlo. “Carece de la capacidad para liderar el mundo desde una perspectiva global y, además, ni China ni el mundo están psicológicamente preparados para ello”, señaló un editorial del Global Times el pasado 21 de noviembre.
“Está más allá de la imaginación que China pueda reemplazar a Estados Unidos”, sentenció el diario, que señaló la cooperación bilateral como única opción realista.
China destronará en menos de una década a Estados Unidos como primera potencia económica, pero la brecha en renta per cápita aún es abismal: 14 mil dólares en China por 56 mil dólares en Estados Unidos.
Trump ya logró que la desconfianza global haya virado de Beijing a Washington. A China se le exigía respeto a las leyes internacionales meses atrás, luego del laudo arbitral acerca de sus reclamaciones territoriales sobre Filipinas; hoy se pide seriedad a Trump tras salirse del Tratado de Colaboración Transpacífica (TPP), amenazar los acuerdos medioambientales y dudar de la eficacia de la OTAN mientras coquetea con Rusia.
Beijing recibió con júbilo la negativa estadunidense a ratificar el TPP. Era el brazo económico de Obama para limar la influencia china en Asia. Para Trump, en cambio, sólo era una trituradora de empleos.
Ese tratado de libre comercio fue firmado en febrero pasado tras un proceso de cinco años entre 12 países (México, uno de ellos) que suman 800 millones de personas y representan 40% de la economía mundial.
Era, repetía Obama, el vehículo con el cual Estados Unidos dictaría las normas del comercio internacional antes de que lo hiciera otro, en evidente referencia a China. El tratado, uno de los más complejos y ambiciosos nunca firmados, fijaba escrupulosos estándares en materia medioambiental, de derechos laborales y propiedad intelectual. También aceitaba la presencia diplomática y militar estadunidense en el área más dinámica del planeta.
Latinoamérica y Japón confiaron en él para su recuperación económica y hoy juzgan la huida de Washington como una traición. Entre las facturas de la democracia figura que un presidente pueda destruir la obra del anterior. Pero para el resto de firmantes es sólo una promesa incumplida.
Washington se jugaba su reputación, aclaró en agosto Lee Hsien Loong, primer ministro de Singapur. Recordó que todos los gobiernos habían vencido objeciones internas y pagado un alto precio político para firmarlo. “Si la novia no llega al altar, la gente se sentirá muy dolida”, advirtió. Su par japonés, Shinzo Abe, certificó que el tratado sin Estados Unidos era papel mojado y que el resto de países “va a preferir negociar con China, porque es la gran locomotora”.
No es extraño que China, cuando Estados Unidos ha dejado de ser un socio fiable, aproveche para impulsar la Asociación Económica Regional Amplia (RCEP).
Es su alternativa al TPP: se extiende a 16 países (excluye a Estados Unidos) y su alcance es más tradicional y modesto. Vietnam ya ha indicado que no ratificará el TPP, mientras Malasia, Chile y Perú han mostrado su interés en las negociaciones del RCEP.
China había aireado su tratado durante años sin levantar excesivo entusiasmo debido a la preocupación regional por sus reclamaciones territoriales, la falta de transparencia legal o las trabas para que productos extranjeros entren a su mercado. De las reacciones de los líderes regionales se entiende que la opción prioritaria era la estadunidense y que sólo la renuncia de Trump los empuja hacia el RCEP.
También la canciller alemana, Angela Merkel, lamentó el fracaso porque “ningún tratado posterior alcanzará los estándares” del TPP o de la planeada Asociación Trasatlántica de Comercio e Inversión, que negociaban Estados Unidos y la Unión Europea. Ese acuerdo también parece hoy quimérico. Xi Jinping, presidente chino, insistió el pasado 19 de noviembre en Perú en su compromiso con el comercio sin trabas en tiempos de inquietante proteccionismo, sin citar a Estados Unidos.
“Embuste chino”
La trampa de Tucídides explica los pasados fracasos en la lucha contra el calentamiento global, porque China y Estados Unidos interpretaban cualquier recorte como una ventaja hacia su rival. El Acuerdo de París, del año pasado, por el cual los gobiernos asumen objetivos voluntarios para que la temperatura global no supere en más de dos grados a la de la época preindustrial, cerró la desconfianza y formó un liderazgo bicéfalo.
Su compromiso mutuo anunciado en vísperas de la cumbre del G-20 resucitó un acuerdo que ya se deslizaba hacia el fracaso de Kyoto. El júbilo ha terminado con Trump, quien calificó el cambio climático de “embuste chino” para frenar su industria. No ha cumplido su amenaza de abolir la Agencia de Protección Medioambiental, pero se la encomendó a Scott Pruitt –próximo encargado de la agencia medioambiental estadunidense–, negacionista y afín al sector petrolero.
“Si Estados Unidos es deshonesto, dañará a todo el mundo y disminuirá la presión moral al resto de países en un momento en que son necesarios planes más veloces y profundos para recortar las emisiones”, señala, vía correo electrónico, Isabel Hilton, experta en medioambiente chino y editora de la web especializada China Dialogue.
La renuncia estadunidense habría precipitado a China en aquella vieja lógica competitiva. Pero Beijing ya anunció que nada cambiará su intención de alcanzar sus ambiciosos compromisos. Sus esfuerzos no han sido escasos ni tibios.
China contamina más que Estados Unidos y Europa juntos, pero también invierte más que ambos en energías limpias. El pasado año gastó 103 mil millones de dólares en tecnologías renovables, instaló la mitad de las centrales eólicas del mundo y produjo un tercio de la energía solar.
Sobran las razones para que China persevere contra el cambio climático: la urgente necesidad de frenar el deterioro del país tras décadas de desarrollismo desbocado, las crecientes reclamaciones de su población de un entorno más habitable, los réditos para su reputación global y la economía.
“China está bien posicionada para asumir el liderazgo desde el punto de vista financiero, moral y tecnológico, y considera que supondrá una ventaja estratégica”, juzga Hilton.
Ningún país ganará más que China en un mundo menos contaminado, añade: “Está intentando una transición económica hacia tecnologías de más valor añadido y ve como una gran oportunidad ser el suministrador de bienes, como paneles solares o plantas nucleares, al mundo”.
Las energías renovables ya emplean a 3.5 millones de trabajadores en China, por apenas 769 mil en Estados Unidos. El contraste no puede ser peor: Beijing fía su futuro a ese sector mientras Trump pretende generar empleo reabriendo la industria pesada que había cerrado.
Trump jubila un orden internacional de razonable estabilidad en el cual se asienta el milagro económico chino. El peso de la economía china en el mundo ha pasado de 0.53% a casi 25% desde que en 2001 ingresó en la Organización Mundial del Comercio gracias al apoyo de Bill Clinton. Beijing ha caminado a menudo por la libre en esa globalización amparada por Estados Unidos.
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