El conflicto con Turquía, reflejo de la crisis del proyecto europeo/
Blas Moreno es graduado en Relaciones Internacionales y miembro de la dirección de la revista ‘El Orden Mundial en el siglo XXI’.
Project Syndicate, 14 de marzo
Los entendidos en ajedrez denominan zugzwang al momento en el cual uno de los jugadores está inevitablemente abocado a unas consecuencias negativas realice el movimiento que realice. Ante esa situación lo que desearía nuestro jugador es no tener que mover; paradójicamente la inactividad le perjudicaría menos que cualquier movimiento que pudiera hacer.
Sin embargo las reglas de los 64 escaques no permiten evitar jugar un turno, y aquí el ajedrez sirve -como tantas otras veces- como metáfora de la vida real: rara vez en política puede elegirse la pasividad ante los envites de la partida.
Durante los pasados días hasta el 11 de marzo el gobierno de los Países Bajos se encontró ante el zugzwang presionado al mismo tiempo por dos frentes: la voz identitaria e islamófoba de Geert Wilders -que lidera las encuestas ante las próximas elecciones de este miércoles-; y un Erdogan que, junto al gobierno turco, cabalga un exacerbado nacionalismo hacia la cita del referéndum por el cambio constitucional del 16 de abril en una Turquía cada día más polarizada y violenta.
Con una numerosa población turca en la diáspora europea -en los Países Bajos rondan los 400.000, pero en Alemania se acercan a los 4 millones- Erdogan es consciente de que necesita esos votos ante una fecha, la del referéndum, cuyo desenlace no parece tan claro. Políticamente movilizados y fervorosamente nacionalistas unos -los que apoyan al presidente-, nerviosos e incluso atemorizados otros -los críticos con la deriva autoritaria que vive el país-, los turcos no se ponen de acuerdo en anticipar el resultado de la votación.
Esa incertidumbre explica que el gobierno haya lanzado una campaña europea de mítines y encuentros de las poblaciones en la diáspora con importantes políticos y miembros del gobierno en la campaña por el sí. Sin embargo, las relaciones de Ankara con sus vecinos europeos pasan por uno de sus peores momentos en décadas, mientras que la propia UE lucha contra sus propios fantasmas xenófobos y ultranacionalistas en un año 2017 plagado de citas electorales de importancia.
Así, la creciente impopularidad de Erdogan en la UE, además del riesgo que supone que mítines de la campaña turca en suelo de la Unión alimenten el discurso de los partidos de ultraderecha, consiguen que gobiernos como Austria o Suiza hayan optado por impedir tales concentraciones.
Se trata, con todo, de una cuestión delicada, porque en base a derecho no debería existir impedimento alguno para que un político extranjero ofrezca un mitin en un país extraño: un ejemplo célebre es el discurso queObama ofreció en Berlín en 2008 cuando era candidato a la presidencia de EE.UU.
El caso de Alemania es especial como líder político de la Unión y como país con más turcos después de la misma Turquía, y que recientemente ha protagonizado titulares: La habilidad de Merkel para evitar que fuera su gobierno federal el que tomara la decisión pasándole la responsabilidad a los ayuntamientos, no ha impedido que el presidente turco comparase la Alemania de hoy con la época nazi después de que algunos gobiernos locales cancelaran la celebración de los eventos.
Es en este contexto que el ministro de exteriores turco, Mevlut Çavusoglu, se dirigió el domingo en avión a Rotterdam donde se esperaba que ofreciera un discurso a los turcos neerlandeses. El gobierno neerlandés se enfrentaba así a la misma tesitura que sus homólogos, pero con un riesgo añadido: las elecciones generales en las que el islamófobo Wilders encabeza los sondeos se celebran el próximo miércoles. Al final La Haya tomó la misma decisión que su vecino, no autorizó el aterrizaje del ministro.
Ante la cercanía de las elecciones, el dilema adquiere mayor importancia: permitiendo el mitin turco, el gobierno neerlandés habría parecido débil donde otros vecinos de la UE se habían mostrado más firmes; además daría a los xenófobos un escaparate para criticar la creciente influencia turca en la política nacional. Impidiendo el mitin, el gobierno ha hecho estallar una crisis diplomática sin precedentes recientes con Turquía, haciendo salir a protestar a los turcos neerlandeses y dando así de nuevo argumentos a los xenófobos.
En ambos escenarios Wilders refuerza su posición. En ambos casos, por cierto, sale beneficiado también Erdogan, puesto que si consigue organizar el mitin su mensaje llega a sus potenciales votantes; y si no –lo que probablemente le beneficie todavía más a medio plazo- la negativa refuerza los argumentos de su discurso nacionalista en oposición a la UE, y le atrae votos indecisos.
He ahí el zugzwang ante el que se ha visto el gobierno de los Países Bajos: puesto contra las cuerdas por dos fuerzas en tensión con la Unión Europea, pero cuyo origen no debe buscarse muy lejos de la misma crisis de la Unión.
Como se sabe, después de buscar opciones legales para impedir el mitin, la mejor alternativa que se encontró fue cancelarlo por razones de seguridad por orden del alcalde de la ciudad, por cierto musulmán y de origen marroquí. El avión del ministro Çavusoglu fue desviado a Francia mientras Erdogan invitaba al embajador neerlandés en Turquía -fuera del país puntualmente- a que no volviera en una larga temporada; el calificativo de fascista que dedicó al gobierno de los Países Bajos espoleó todavía más las protestas que los turcos improvisaron en las calles de Rotterdam, ante las que se frotaba los ojos Geert Wilders.
A pesar de que lo atomizado del espectro político neerlandés permite anticipar que incluso siendo el más votado, el Partido de la Libertad de Wilders no podrá gobernar el país, semejante episodio a cuatro días de las elecciones da idea de lo difícil que va a ser para la Unión este año 2017. Vista frente a los meses que vienen como si fueran una partida de ajedrez, quizá desearía no tener que jugar sus próximos movimientos.
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