Seis bajas que enlutaron Los Pinos/José Elías Romero Apis
Publicado en Excélsior (www.exonline.com.mx), 6 de noviembre de 2008;
El ejercicio de la Presidencia lleva al aislamiento, a la soledad; quienes ejercen el poder suelen tener muy pocos amigos, y de entre ellos, sólo uno o dos gozan de absoluta confianza. Cinco presidentes de México han tenido cerca a algunos de éstos amigos... de los que seis han muerto y, con su deceso, han cambiado el rumbo político del país.
En memoria de Juan Camilo Mouriño
El ejercicio de la presidencia nacional no es divertido. Quizá por eso decía Richard Nixon que la presidencia nacional tiene mucho de sufrimiento. Sobre todo si se trata de alguien que tiene depositadas responsabilidades enormes. Podrá ser interesante y hasta apasionante, pero no puede calificarse de ameno.
El lujo del encargo solamente deslumbra a quienes no lo ejercen y, por añadidura, a quienes no lo entienden. Los honores, el ceremonial, el aplauso y todo lo exterior pueden resultar atractivos para el hombre común, pero no necesariamente para el hombre de poder.
Porque además, como dijo Ortega y Gasset, el hombre de Estado no dedicó su vida para ponerse una banda al pecho sino para dirigir al Estado, así como César y Napoleón no quisieron recibir aplausos ni tener lambiscones sino tan sólo construir el destino de sus pueblos.
Por añadidura, es frecuente que el alto gobernante sufra y además, que tenga que sufrir en silencio. Sin esa fortaleza no podría soportar, con entusiasmo y sin fatiga, los requerimientos del encargo, los desvelos, los esfuerzos, las incomprensiones, las dificultades, los fracasos, los peligros, las soledades, las ingratitudes, los sacrificios y hasta las renuncias personales.
Esto lo traigo a cuento ahora que, con la tragedia de las Lomas, ésta es la sexta ocasión a lo largo de seis décadas en que la muerte de su mejor amigo y más fuerte asociado político enluta a un presidente mexicano.
Miguel Alemán perdió a Héctor Pérez Martínez y a Gabriel Ramos Millán. Ruiz Cortines perdió a Enrique Rodríguez Cano. Carlos Salinas perdió a Luis Donaldo Colosio. Vicente Fox perdió a Ramón Martín Huerta. Y, ayer, Felipe Calderón perdió a Juan Camilo Mouriño.
Para todos ellos fue un dolor insuperable. Para algunos de ellos fue, además, una derrota irreversible. Porque, por encima de todo, estos sucesos han derivado el curso de la historia política de nuestro país. Han sido muertes que cambiaron la vida de los vivos.
El presidente Miguel Alemán designó, al inició de su gobierno, como secretario de Gobernación al político campechano Héctor Pérez Martínez. Era ésta una designación muy cargada de honores, puesto que Alemán se convirtió en el primer presidente civil de la era revolucionaria y, por si fuera poco, él y Plutarco Elías Calles eran los únicos presidentes provenientes del ministerio de Bucareli.
Debo aclarar que el presidente Alemán quizá no tenía intenciones sucesorias para con el doctor Pérez Martínez, pero no había duda de que era un operador fundamental de absoluta confianza, hasta para allanar el camino de su verdadero sucesor.
El campechano se desempeñó con más que éxito. Era un político respetado, hábil, discreto y, sobre todo, muy conocedor de las preferencias y propósitos de su jefe. Se volvió imprescindible para Miguel Alemán.
Pero sucedió que, en el segundo año de gobierno, Pérez Martínez falleció víctima del cáncer y aquí se inicia lo que sería un brusco giro de la historia, cuyo segundo y último episodio también sería obra autoral de la muerte. Este capítulo primero se trata de que, para despachar en Bucareli en sustitución del finado, Alemán llamó al gobernador veracruzano, Adolfo Ruiz Cortines. El amable lector ya puede ir imaginando dónde va a terminar esta voltereta histórica.
No tengo mayor registro del tamaño del sufrimiento del presidente Alemán a causa de este óbito. Pero es claro que lo acometió el pesar de la ausencia de un querido amigo de juventud, más tarde convertido en el responsable del éxito de su gestión.
La segunda ocasión de este relato fue un hecho muy dramático y muy doloroso en la vida política y personal de Miguel Alemán.
El 26 de septiembre de 1949 se estrelló, en el Popocatépetl, el avión en que viajaba Gabriel Ramos Millán, el indiscutible candidato de Alemán para sucederlo en la Presidencia.
Desde este dolor sí existen registros. Ramos Millán era, para Alemán, más que un amigo. Era lo más parecido a un hermano. Pero tampoco se crea que un hermano común y corriente, sino un hermano muy querido. No esos hermanos biológicos pero no espirituales entre los que, en ocasiones, surgen rivalidades, competitividades, envidias, rencores, disputas, enojos y, por último, odios.
Nada de eso. Ellos dos y un tercer amigo, David Romero Castañeda, formaban un trío fraterno inseparable desde la adolescencia. No se competían, se complementaban. Lejos de envidiarse, cada uno se enorgullecía a sí mismo de las virtudes de sus otros dos amigos. De allí que la pérdida haya sido, sin duda, uno de los más grandes dolores que Miguel Alemán sufrió durante toda su vida.
Se cuenta, y él mismo confirmaba, el instante en que recibió la infausta noticia. Se dice que fue por teléfono. No se encontraba en la Ciudad de México. Estaba en soledad y eso le permitió romper en llanto. Llanto largo. Treinta o sesenta minutos hasta que sobrevino el sosiego que, más tarde, abre el camino de la resignación y, por último, del consuelo.
Visto superficialmente, a Ramos Millán se le conoce como el mejor amigo y el más fuerte asociado político de Miguel Alemán. Visto en una perspectiva de fondo y de horizonte, era la apuesta de los gobiernos civilistas para desmitificar el poder presidencial. Era el evidente sucesor de Alemán. No lo digo yo. Alemán lo repitió siempre.
Pero no se le postularía desde el gabinete sino desde el liderazgo político. Era senador, cuadro distinguido de su partido y operaba la política agraria del país. Lo salvó de la debacle maicera e impidió que en los años cuarentas entráramos en escenarios de hambruna que pronosticaban la inminencia de un México africano.
Pero en el eterno juego en el que siempre andan la vida y la muerte, ésta volvió a ganar. La ausencia de Ramos Millán, El Apóstol del Maíz, dejó muy abierto el camino de Adolfo Ruiz Cortines para llegar a Los Pinos. Este es el capítulo final del asunto, también argumentado por la muerte.
La tercera ocasión de estos sucesos habría de acarrear un gran dolor para el presidente Adolfo Ruiz Cortines.
Ocupaba la Secretaría Particular de la Presidencia un político que llegó a gozar, como nadie, de la confianza y de la confidencia del presidente Ruiz Cortines. Se llamaba Enrique Rodríguez Cano y su natal Tuxpan hoy lleva su nombre.
En aquel entonces, el secretario presidencial desempeñaba todo lo que hoy hace el propio particular, el jefe de prensa, el jefe de oficina presidencial y hasta el jefe de administración. Rodríguez Cano, además, supo acumular y utilizar una fuerte dosis de poder. Ruiz Cortines decía que era el único que lo entendía. Que era como su hijo.
Con él, además de operar su complicada política, gozaba de los momentos de charla y reflexión, normalmente en las tardes, caminando en los jardines y bosques presidenciales o degustando la taza de café y la copa de anís.
Rodríguez Cano no buscaba, en ese momento, participar en la sucesión, pero apoyaba las aspiraciones de Gilberto Flores Muñoz. Poco después de la mitad del sexenio, habría de fallecer de una hepatitis descuidada. Con su muerte se perdieron, si es que alguna vez las tuvo, las posibilidades de Flores Muñoz.
Pero eso no es lo más importante, sino lo siguiente. El nuevo secretario designado fue el también veracruzano Benito Coquet. Con amplia sabiduría, consideró que nunca podría sustituir a su finado antecesor en el afecto presidencial ni, mucho menos, en su aprecio profesional. Se dedicó, pues, a cumplir en el servicio sin tratar de simular al predecesor.
Más aún, ni siquiera ocupó el despacho de Rodríguez Cano. Se mandó hacer una nueva oficina para dejar intacta y con todas sus cosas la que ocupaba Enrique. Con eso envió al Presidente un claro mensaje de no competitividad. Ruiz Cortines siempre lo agradeció y hasta lo premió.
Por eso no quiso ser el nuevo charlista de sobremesa presidencial. El espacio de las charlas vespertinas, de los comentos y confidencias, así como del café con reflexión, no lo ocupó el nuevo secretario de la Presidencia, sino el del Trabajo, Adolfo López Mateos.
Ese espacio fue decisivo para el logro de su candidatura. Así se escribe la historia. Y así interviene la muerte en su redacción.
Carlos Salinas de Gortari había logrado lo que sólo tres de los quince presidentes priistas habían conseguido. Que en la competencia sucesional triunfara aquél por el que más se inclinaba su afecto y su preferencia.
La candidatura de Colosio fue un triunfo de Salinas. Con ello se instalaba una era que sería presidida por él, no en el ejercicio presidencial, pero sí en el liderazgo político y hasta en el pedestal histórico.
Luis Donaldo era su amigo querido y se dice que hasta su hechura política. Pero las balas asesinas frustraron su vida y su candidatura. Después de ellas, Salinas no volvió a ser el mismo. Si pudiera hablarse de dos “Salinas”, el parteaguas sería la tragedia de Lomas Taurinas.
El entonces presidente trató de ajustar los tiempos constitucionales para aportar una “segunda carta” a la contienda electoral. Ella sería Pedro Aspe o Emilio Gamboa. Pero la Constitución se lo impidió. Ellos eran secretarios y, por lo tanto, habían rebasado por unos días el término para renunciar y postularse.
Así las cosas, Salinas tuvo que optar por Ernesto Zedillo. Las consecuencias de ello no me corresponde relatarlas a mi, porque son del dominio público. Las que afectaron al proyecto de Salinas, a su gobierno, a su partido, a su familia y a su imagen histórica.
De nueva cuenta, un deceso cambió la historia.
Sin lugar a dudas fue Ramón Martín Huerta el más fuerte asociado de un político que no había formado equipo político. Ramón fue el secretario de Gobierno de Fox, durante su mandato en Guanajuato. Más tarde, cuando éste se licencia para contender por la Presidencia de la República, aquél se encarga de la gubernatura interina.
Ya triunfador, su amigo y jefe lo designa subsecretario de Gobernación y, más tarde, secretario de Seguridad Pública, cargo que ocuparía hasta su muerte trágica.
Lo cierto es que Fox terminó con muy pocos amigos, de los pocos que tenía, y Ramón fue el mejor y, sin duda, el más leal de aquéllos con los que contó.
Aclaro que la soledad no es un atributo exclusivo de Vicente Fox sino muy constante de los presidentes nacionales.
Todo ello proviene de un poder excesivamente dosificado por las circunstancias. Ello produce, en primer lugar, que el Presidente se considere único y la verdad es que no se puede negar que lo es. A partir de allí es fácil que considere que no piensa, ni habla, ni siente, ni actúa como los demás y, por lo tanto, que no es fácil comunicarse, ni interrelacionarse, ni asociarse con los demás. De su unicidad se pasa, automáticamente, a la soledad.
Como ejemplo, cuentan varios testigos que, conforme avanzaban sus periodos presidenciales, Richard Nixon se fue haciendo más desconfiado, más susceptible y más solitario. Incluso, sus diálogos con el alcohol los practicaba en el mayor aislamiento.
Tuvo, sin embargo, la ocurrente costumbre de platicar por las noches con los retratos de expresidentes que adornan los muros de la mansión presidencial. De entre ellos, sus predilectos fueron Lincoln, los dos Roosevelt, su jefe Eisenhower y su eterno rival, en más de un sentido, John Kennedy.
Con éste, por cierto, los diálogos solían ser ásperos y dicen que altisonantes. En una de esas noches fue cuando, refiriéndose a los norteamericanos, que Nixon le espetó a Kennedy la famosa frase: “Cuando te ven a ti, piensan en lo que quieren ser. Cuando me ven a mí, piensan en lo que en realidad son”.
El caso es que, allá como acá, el ejercicio de la Presidencia puede llegar a perturbar la conciencia, por lo menos en tres sentidos. En el del aislamiento, con la consecuente soledad. En el de la desconfianza, con la inevitable temerosidad. Y en el de la incomprensión, con la natural irritabilidad.
Esto explica, también, la razón por la que la pérdida de un amigo querido y colaborador importante es tan grave para un mandatario.
El aislamiento de Nixon también ha sucedido en Los Pinos. Hubo algún presidente que terminó cenando y bebiendo con el oficial de guardia: “Sírvame una, capitán, y sírvase una, aunque no se la tome”.
Ese poder presidencial, además, está mal repartido, según su imaginación. Ello conlleva a pensar que los desposeídos, entiéndase que somos todos, quieren hacerse de una parte, aunque fuera mínima, de su poder. En ese proceso se instala la desconfianza, y aun el miedo, que nos producen todos aquellos que quieren quitarnos nuestras canicas.
Por último, la unicidad sumada a la propiedad produce una sensación ilimitada de potestad. No sólo se es único sino, además, omniteniente y omnipotente. Es el estadio más cercano a la deidad. Por eso, López Mateos le dijo a Díaz Ordaz: “En México el Presidente tiene todas las dichas, salvo dos desgracias. Una de ellas es que todos te dicen que eres un dios. La otra es que terminan convenciéndote”.
Siempre vi a Juan Camilo Mouriño con un factor insustituible para el funcionamiento del equipo del presidente Felipe Calderón. Me parecía el operador mejor diseñado para manejar lo político al estilo y preferencias de su alto jefe.
Juan Camilo Mouriño fue un buen funcionario y un buen político. Me parecía que el puesto que ocupó al inicio del sexenio, como jefe de la Oficina de la Presidencia, no era el indicado para aspirar a nada. Ni le permitía espacio ni le brindaba lucimiento. Eso no me gustaba para alguien a quien yo deseaba ver como candidato presidencial de su partido, aunque el suyo era otro que el mío.
Por otra parte, yo no sabía entonces, ni sé ahora, si el presidente Calderón tiene un candidato o tiene varios, como se hacía antaño. Pero me ha parecido atinada su estrategia. Estar cerca de su partido, como antaño. Influir dentro de él, como antaño. Tener cercanía con la dirigencia partidista, como antaño. Poner a su gente de confianza en puestos electorales clave, comenzando por Gobernación y Desarrollo Social, como antaño. Tampoco esto es un asunto menor.
Ahora, tendrán que venir los reacomodos consecuentes. Los del ánimo y los del gobierno. Lo primero es el dolor presidencial de una nueva designación. Como lo he reseñado en estas notas, es factible que nadie lo complazca a plenitud. Más aún, que a nadie considere digno de heredar a su amigo. Esto obliga al elegido a ser cauto. No levantar la mano para aspirar, so pena de parecer zopilote. No tratar de simular al finado, para no parecer impostor. No tratar de seducir a su jefe, para no parecer lépero.
Pero, también, puede caerse en un grave círculo vicioso. El ejercicio de Bucareli requiere de la confianza y del aprecio presidencial. Para que los demás le crean. Para que los demás lo respeten. Para que los demás lo obedezcan. Va a ser doloroso para el Presidente brindárselo como a Mouriño, pero puede ser inconveniente para su gobierno el negárselo, como si fuera un intruso.
Así ha sido la muerte cuando se mete en la política. Altera mucho. Cambia mucho. Perturba mucho.
Me es inevitable ver la vida como Remedios Varo la plasmó en Las Hilanderas. Hilos invisibles nos ligan con otros seres en una telaraña que conforma nuestra existencia. No sabemos con cuántas vidas se encuentra atada la nuestra y con cuántas muertes se encuentra determinado nuestro destino.
En memoria de Juan Camilo Mouriño
El ejercicio de la presidencia nacional no es divertido. Quizá por eso decía Richard Nixon que la presidencia nacional tiene mucho de sufrimiento. Sobre todo si se trata de alguien que tiene depositadas responsabilidades enormes. Podrá ser interesante y hasta apasionante, pero no puede calificarse de ameno.
El lujo del encargo solamente deslumbra a quienes no lo ejercen y, por añadidura, a quienes no lo entienden. Los honores, el ceremonial, el aplauso y todo lo exterior pueden resultar atractivos para el hombre común, pero no necesariamente para el hombre de poder.
Porque además, como dijo Ortega y Gasset, el hombre de Estado no dedicó su vida para ponerse una banda al pecho sino para dirigir al Estado, así como César y Napoleón no quisieron recibir aplausos ni tener lambiscones sino tan sólo construir el destino de sus pueblos.
Por añadidura, es frecuente que el alto gobernante sufra y además, que tenga que sufrir en silencio. Sin esa fortaleza no podría soportar, con entusiasmo y sin fatiga, los requerimientos del encargo, los desvelos, los esfuerzos, las incomprensiones, las dificultades, los fracasos, los peligros, las soledades, las ingratitudes, los sacrificios y hasta las renuncias personales.
Esto lo traigo a cuento ahora que, con la tragedia de las Lomas, ésta es la sexta ocasión a lo largo de seis décadas en que la muerte de su mejor amigo y más fuerte asociado político enluta a un presidente mexicano.
Miguel Alemán perdió a Héctor Pérez Martínez y a Gabriel Ramos Millán. Ruiz Cortines perdió a Enrique Rodríguez Cano. Carlos Salinas perdió a Luis Donaldo Colosio. Vicente Fox perdió a Ramón Martín Huerta. Y, ayer, Felipe Calderón perdió a Juan Camilo Mouriño.
Para todos ellos fue un dolor insuperable. Para algunos de ellos fue, además, una derrota irreversible. Porque, por encima de todo, estos sucesos han derivado el curso de la historia política de nuestro país. Han sido muertes que cambiaron la vida de los vivos.
El presidente Miguel Alemán designó, al inició de su gobierno, como secretario de Gobernación al político campechano Héctor Pérez Martínez. Era ésta una designación muy cargada de honores, puesto que Alemán se convirtió en el primer presidente civil de la era revolucionaria y, por si fuera poco, él y Plutarco Elías Calles eran los únicos presidentes provenientes del ministerio de Bucareli.
Debo aclarar que el presidente Alemán quizá no tenía intenciones sucesorias para con el doctor Pérez Martínez, pero no había duda de que era un operador fundamental de absoluta confianza, hasta para allanar el camino de su verdadero sucesor.
El campechano se desempeñó con más que éxito. Era un político respetado, hábil, discreto y, sobre todo, muy conocedor de las preferencias y propósitos de su jefe. Se volvió imprescindible para Miguel Alemán.
Pero sucedió que, en el segundo año de gobierno, Pérez Martínez falleció víctima del cáncer y aquí se inicia lo que sería un brusco giro de la historia, cuyo segundo y último episodio también sería obra autoral de la muerte. Este capítulo primero se trata de que, para despachar en Bucareli en sustitución del finado, Alemán llamó al gobernador veracruzano, Adolfo Ruiz Cortines. El amable lector ya puede ir imaginando dónde va a terminar esta voltereta histórica.
No tengo mayor registro del tamaño del sufrimiento del presidente Alemán a causa de este óbito. Pero es claro que lo acometió el pesar de la ausencia de un querido amigo de juventud, más tarde convertido en el responsable del éxito de su gestión.
La segunda ocasión de este relato fue un hecho muy dramático y muy doloroso en la vida política y personal de Miguel Alemán.
El 26 de septiembre de 1949 se estrelló, en el Popocatépetl, el avión en que viajaba Gabriel Ramos Millán, el indiscutible candidato de Alemán para sucederlo en la Presidencia.
Desde este dolor sí existen registros. Ramos Millán era, para Alemán, más que un amigo. Era lo más parecido a un hermano. Pero tampoco se crea que un hermano común y corriente, sino un hermano muy querido. No esos hermanos biológicos pero no espirituales entre los que, en ocasiones, surgen rivalidades, competitividades, envidias, rencores, disputas, enojos y, por último, odios.
Nada de eso. Ellos dos y un tercer amigo, David Romero Castañeda, formaban un trío fraterno inseparable desde la adolescencia. No se competían, se complementaban. Lejos de envidiarse, cada uno se enorgullecía a sí mismo de las virtudes de sus otros dos amigos. De allí que la pérdida haya sido, sin duda, uno de los más grandes dolores que Miguel Alemán sufrió durante toda su vida.
Se cuenta, y él mismo confirmaba, el instante en que recibió la infausta noticia. Se dice que fue por teléfono. No se encontraba en la Ciudad de México. Estaba en soledad y eso le permitió romper en llanto. Llanto largo. Treinta o sesenta minutos hasta que sobrevino el sosiego que, más tarde, abre el camino de la resignación y, por último, del consuelo.
Visto superficialmente, a Ramos Millán se le conoce como el mejor amigo y el más fuerte asociado político de Miguel Alemán. Visto en una perspectiva de fondo y de horizonte, era la apuesta de los gobiernos civilistas para desmitificar el poder presidencial. Era el evidente sucesor de Alemán. No lo digo yo. Alemán lo repitió siempre.
Pero no se le postularía desde el gabinete sino desde el liderazgo político. Era senador, cuadro distinguido de su partido y operaba la política agraria del país. Lo salvó de la debacle maicera e impidió que en los años cuarentas entráramos en escenarios de hambruna que pronosticaban la inminencia de un México africano.
Pero en el eterno juego en el que siempre andan la vida y la muerte, ésta volvió a ganar. La ausencia de Ramos Millán, El Apóstol del Maíz, dejó muy abierto el camino de Adolfo Ruiz Cortines para llegar a Los Pinos. Este es el capítulo final del asunto, también argumentado por la muerte.
La tercera ocasión de estos sucesos habría de acarrear un gran dolor para el presidente Adolfo Ruiz Cortines.
Ocupaba la Secretaría Particular de la Presidencia un político que llegó a gozar, como nadie, de la confianza y de la confidencia del presidente Ruiz Cortines. Se llamaba Enrique Rodríguez Cano y su natal Tuxpan hoy lleva su nombre.
En aquel entonces, el secretario presidencial desempeñaba todo lo que hoy hace el propio particular, el jefe de prensa, el jefe de oficina presidencial y hasta el jefe de administración. Rodríguez Cano, además, supo acumular y utilizar una fuerte dosis de poder. Ruiz Cortines decía que era el único que lo entendía. Que era como su hijo.
Con él, además de operar su complicada política, gozaba de los momentos de charla y reflexión, normalmente en las tardes, caminando en los jardines y bosques presidenciales o degustando la taza de café y la copa de anís.
Rodríguez Cano no buscaba, en ese momento, participar en la sucesión, pero apoyaba las aspiraciones de Gilberto Flores Muñoz. Poco después de la mitad del sexenio, habría de fallecer de una hepatitis descuidada. Con su muerte se perdieron, si es que alguna vez las tuvo, las posibilidades de Flores Muñoz.
Pero eso no es lo más importante, sino lo siguiente. El nuevo secretario designado fue el también veracruzano Benito Coquet. Con amplia sabiduría, consideró que nunca podría sustituir a su finado antecesor en el afecto presidencial ni, mucho menos, en su aprecio profesional. Se dedicó, pues, a cumplir en el servicio sin tratar de simular al predecesor.
Más aún, ni siquiera ocupó el despacho de Rodríguez Cano. Se mandó hacer una nueva oficina para dejar intacta y con todas sus cosas la que ocupaba Enrique. Con eso envió al Presidente un claro mensaje de no competitividad. Ruiz Cortines siempre lo agradeció y hasta lo premió.
Por eso no quiso ser el nuevo charlista de sobremesa presidencial. El espacio de las charlas vespertinas, de los comentos y confidencias, así como del café con reflexión, no lo ocupó el nuevo secretario de la Presidencia, sino el del Trabajo, Adolfo López Mateos.
Ese espacio fue decisivo para el logro de su candidatura. Así se escribe la historia. Y así interviene la muerte en su redacción.
Carlos Salinas de Gortari había logrado lo que sólo tres de los quince presidentes priistas habían conseguido. Que en la competencia sucesional triunfara aquél por el que más se inclinaba su afecto y su preferencia.
La candidatura de Colosio fue un triunfo de Salinas. Con ello se instalaba una era que sería presidida por él, no en el ejercicio presidencial, pero sí en el liderazgo político y hasta en el pedestal histórico.
Luis Donaldo era su amigo querido y se dice que hasta su hechura política. Pero las balas asesinas frustraron su vida y su candidatura. Después de ellas, Salinas no volvió a ser el mismo. Si pudiera hablarse de dos “Salinas”, el parteaguas sería la tragedia de Lomas Taurinas.
El entonces presidente trató de ajustar los tiempos constitucionales para aportar una “segunda carta” a la contienda electoral. Ella sería Pedro Aspe o Emilio Gamboa. Pero la Constitución se lo impidió. Ellos eran secretarios y, por lo tanto, habían rebasado por unos días el término para renunciar y postularse.
Así las cosas, Salinas tuvo que optar por Ernesto Zedillo. Las consecuencias de ello no me corresponde relatarlas a mi, porque son del dominio público. Las que afectaron al proyecto de Salinas, a su gobierno, a su partido, a su familia y a su imagen histórica.
De nueva cuenta, un deceso cambió la historia.
Sin lugar a dudas fue Ramón Martín Huerta el más fuerte asociado de un político que no había formado equipo político. Ramón fue el secretario de Gobierno de Fox, durante su mandato en Guanajuato. Más tarde, cuando éste se licencia para contender por la Presidencia de la República, aquél se encarga de la gubernatura interina.
Ya triunfador, su amigo y jefe lo designa subsecretario de Gobernación y, más tarde, secretario de Seguridad Pública, cargo que ocuparía hasta su muerte trágica.
Lo cierto es que Fox terminó con muy pocos amigos, de los pocos que tenía, y Ramón fue el mejor y, sin duda, el más leal de aquéllos con los que contó.
Aclaro que la soledad no es un atributo exclusivo de Vicente Fox sino muy constante de los presidentes nacionales.
Todo ello proviene de un poder excesivamente dosificado por las circunstancias. Ello produce, en primer lugar, que el Presidente se considere único y la verdad es que no se puede negar que lo es. A partir de allí es fácil que considere que no piensa, ni habla, ni siente, ni actúa como los demás y, por lo tanto, que no es fácil comunicarse, ni interrelacionarse, ni asociarse con los demás. De su unicidad se pasa, automáticamente, a la soledad.
Como ejemplo, cuentan varios testigos que, conforme avanzaban sus periodos presidenciales, Richard Nixon se fue haciendo más desconfiado, más susceptible y más solitario. Incluso, sus diálogos con el alcohol los practicaba en el mayor aislamiento.
Tuvo, sin embargo, la ocurrente costumbre de platicar por las noches con los retratos de expresidentes que adornan los muros de la mansión presidencial. De entre ellos, sus predilectos fueron Lincoln, los dos Roosevelt, su jefe Eisenhower y su eterno rival, en más de un sentido, John Kennedy.
Con éste, por cierto, los diálogos solían ser ásperos y dicen que altisonantes. En una de esas noches fue cuando, refiriéndose a los norteamericanos, que Nixon le espetó a Kennedy la famosa frase: “Cuando te ven a ti, piensan en lo que quieren ser. Cuando me ven a mí, piensan en lo que en realidad son”.
El caso es que, allá como acá, el ejercicio de la Presidencia puede llegar a perturbar la conciencia, por lo menos en tres sentidos. En el del aislamiento, con la consecuente soledad. En el de la desconfianza, con la inevitable temerosidad. Y en el de la incomprensión, con la natural irritabilidad.
Esto explica, también, la razón por la que la pérdida de un amigo querido y colaborador importante es tan grave para un mandatario.
El aislamiento de Nixon también ha sucedido en Los Pinos. Hubo algún presidente que terminó cenando y bebiendo con el oficial de guardia: “Sírvame una, capitán, y sírvase una, aunque no se la tome”.
Ese poder presidencial, además, está mal repartido, según su imaginación. Ello conlleva a pensar que los desposeídos, entiéndase que somos todos, quieren hacerse de una parte, aunque fuera mínima, de su poder. En ese proceso se instala la desconfianza, y aun el miedo, que nos producen todos aquellos que quieren quitarnos nuestras canicas.
Por último, la unicidad sumada a la propiedad produce una sensación ilimitada de potestad. No sólo se es único sino, además, omniteniente y omnipotente. Es el estadio más cercano a la deidad. Por eso, López Mateos le dijo a Díaz Ordaz: “En México el Presidente tiene todas las dichas, salvo dos desgracias. Una de ellas es que todos te dicen que eres un dios. La otra es que terminan convenciéndote”.
Siempre vi a Juan Camilo Mouriño con un factor insustituible para el funcionamiento del equipo del presidente Felipe Calderón. Me parecía el operador mejor diseñado para manejar lo político al estilo y preferencias de su alto jefe.
Juan Camilo Mouriño fue un buen funcionario y un buen político. Me parecía que el puesto que ocupó al inicio del sexenio, como jefe de la Oficina de la Presidencia, no era el indicado para aspirar a nada. Ni le permitía espacio ni le brindaba lucimiento. Eso no me gustaba para alguien a quien yo deseaba ver como candidato presidencial de su partido, aunque el suyo era otro que el mío.
Por otra parte, yo no sabía entonces, ni sé ahora, si el presidente Calderón tiene un candidato o tiene varios, como se hacía antaño. Pero me ha parecido atinada su estrategia. Estar cerca de su partido, como antaño. Influir dentro de él, como antaño. Tener cercanía con la dirigencia partidista, como antaño. Poner a su gente de confianza en puestos electorales clave, comenzando por Gobernación y Desarrollo Social, como antaño. Tampoco esto es un asunto menor.
Ahora, tendrán que venir los reacomodos consecuentes. Los del ánimo y los del gobierno. Lo primero es el dolor presidencial de una nueva designación. Como lo he reseñado en estas notas, es factible que nadie lo complazca a plenitud. Más aún, que a nadie considere digno de heredar a su amigo. Esto obliga al elegido a ser cauto. No levantar la mano para aspirar, so pena de parecer zopilote. No tratar de simular al finado, para no parecer impostor. No tratar de seducir a su jefe, para no parecer lépero.
Pero, también, puede caerse en un grave círculo vicioso. El ejercicio de Bucareli requiere de la confianza y del aprecio presidencial. Para que los demás le crean. Para que los demás lo respeten. Para que los demás lo obedezcan. Va a ser doloroso para el Presidente brindárselo como a Mouriño, pero puede ser inconveniente para su gobierno el negárselo, como si fuera un intruso.
Así ha sido la muerte cuando se mete en la política. Altera mucho. Cambia mucho. Perturba mucho.
Me es inevitable ver la vida como Remedios Varo la plasmó en Las Hilanderas. Hilos invisibles nos ligan con otros seres en una telaraña que conforma nuestra existencia. No sabemos con cuántas vidas se encuentra atada la nuestra y con cuántas muertes se encuentra determinado nuestro destino.
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