Diego Pastrana y la presunción de inocencia/María Luisa Cava de Llano y Carrió, Adjunta Primera del Defensor del Pueblo
Publicado en EL MUNDO, 03/12/09;
Recientemente dije en Ginebra ante el Comité contra la Tortura de la ONU que «el Estado de Derecho exige rigor, y exige respeto a uno de sus contenidos esenciales: el derecho fundamental a la presunción de inocencia, uno de los más señeros logros de la civilización».
Estaba pensando entonces en las acusaciones injustas a funcionarios. Lo reitero hoy pensando en los ciudadanos en general, y lo hago desde la tristeza que me produce la situación vivida por Diego Pastrana, el joven que ha sido acusado -y, aún peor, condenado durante algunos días ante la opinión pública- de agredir y abusar de la hija de su pareja, sin tener culpa alguna.
Médicos, jueces, policías y periodistas, confundiendo apariencia con realidad, han conducido en cuestión de horas a un inocente a una situación que le marcará durante muchísimo tiempo, como si no hubiera sido suficiente desgracia la muerte prematura de la pequeña niña de tres años.
En las democracias consolidadas tendemos a pensar que los derechos son un regalo que no hay que ganar cada día. Tendemos a pensar que siempre se han tenido, que no hubo que luchar por ellos; y que no hay que luchar ahora para preservarlos y garantizarlos en todo momento. Y, sin embargo, durante siglos, bastaba el dedo acusador de un instante para que la suerte de una persona estuviera echada. Los formalismos procesales eran luego el disfraz siniestro de una predeterminada injusticia al servicio del poder político o social del momento.
Nuestra Constitución consagra el derecho fundamental a la presunción de inocencia (artículo 24.2). ¡Cuántas veces en nuestra atormentada historia se ha tratado a unos u otros con presunción de culpabilidad! Por eso había que afirmarlo con singular fuerza. Y rodearlo en la legislación de una serie de instrumentos de refuerzo y garantía.
«Toda persona se presume inocente hasta que sea declarada culpable», proclama paradigmáticamente la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, y será repetido de manera casi idéntica por constituciones de todo el mundo. La presunción de inocencia tiene una doble dimensión: es una regla para juzgar y es una regla para tratar a la persona acusada.
Sobre la primera dimensión, quizá más conocida, dijo nuestro Tribunal Constitucional en la Sentencia 81/1998 (F. 3): «La presunción de inocencia opera… como el derecho del acusado a no sufrir una condena a menos que la culpabilidad haya quedado establecida más allá de toda duda razonable». La segunda dimensión se explica por la primera: si se es inocente hasta la condena (en términos jurídico-procesales, hasta la sentencia firme) se debe ser tratado como si se fuera, pues, de no ser así, la presunción de inocencia solo tendría un sentido formal (no relacionado con la vida del acusado) y momentáneo (sólo se aplicaría en los instantes, quizá horas, en que se juzga en sentido estricto, en que se formula lo que la doctrina denomina el «juicio jurisdiccional» en la mente del juez). Un concepto, en definitiva, insuficiente.
La presunción de inocencia como regla para tratar al acusado está plagada de consecuencias prácticas. Citaré algunas: No puede haber detenciones espectáculo retransmitidas por televisión, en que se exhibe al detenido engrilletado para que la sociedad lo juzgue y se desacredite ante su entorno familiar y social (recordemos lo que dice el párrafo primero del número 1 del artículo 520 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal: «La detención y la prisión provisional deberán practicarse en la forma que menos perjudique al detenido o preso en su persona, reputación y patrimonio»). No pueden activarse protocolos médico-policiales sin una sólida base científica, confundiendo la sospecha con una irreflexiva subjetividad. No pueden publicarse en los medios titulares ni fotografías que sólo persiguen alimentar el morbo. No se puede tratar a la gente, en fin, como si fuera culpable. ¿Se ha respetado todo esto en el caso de Diego? Evidentemente no.
Es hora de tomarse los derechos en serio. Si reflexionamos sobre la presunción de inocencia como regla de civilización y humanidad, si nos ponemos en el lugar de la víctima, comprendemos en seguida la imperiosa necesidad de que sea respetada aquélla. La presunción de inocencia como regla del juicio necesita además ser una regla de tratamiento del acusado: ésa es su doble dimensión, tan ineludible la una como la otra. Ello exige prudencia, contención, autocontrol, ausencia de precipitación y de exhibicionismo. En definitiva, responsabilidad. Sólo así construiremos una democracia profunda, avanzada, de valores, en la que todos sean tratados con respeto y dignidad.
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