- El último de "Los Mochicanos"
Eran las 14 horas de un día como el de hoy - 24 de octubre-' pero de 1916, cuando al pie del carro del ferrocarril Kansas City México, murió fusilado por fuerzas federales el "último jefe mayo"; se llamaba Felipe “El Missi” (El gato, en cahita) Bachomo.
Era originario del rumbo de Charay, Sinaloa, y el día que fue difunto tenía como Cristo 33 años de edad.
Esa tarde de otoño "El Missi" sabia que le había llegado la hora, había sido condenado a la pena capital.
Sereno se dio tiempo de escoger a sus verdugos e incluso rechazó tajantemente la venda que le ofrecieron.
A un lado de donde fue fusilado se cavó su tumba.
Al paso del tiempo se fue erigiendo un altar con piedras amontonadas donde siempre había veladoras encendidas para el eterno descanso de su "anima".
Cinco años después -en octubre de 1922- su cadáver fue exhumado por los indios de la región: se lo llevaron a un lugar secreto. (¡A Camayeca?)
El “ultimo rebelde” mayo fue peón en la hacienda de don José María Cásares, y como en los cuentos enamoró a una de las hijas del Señor patrón, llamada Elvira, de la que se dice estuve en su fusilamiento.
Obviamente la mujer era muy hermosa, dicen. No se sabe más de su descendencia. me dicen que nunca se caso.
Escuché hablar del indio Bachomo en mi niñez. Mi padre Lorenzo Alvarez (1919-2004), me hablaba de él con mucha vehemencia y con gran conocimiento –que seguramente fue oral-, Incluso me comentó que su tata - no estoy muy seguro si su padre o padrastro- fue uno de los indígenas "comisionados" para cavar la tumba, ahí por lo que hoy es el boulevard, Antonio Rosales ,en Los Mochis, Sinaloa.
Mi tata paterno murió en los años 20s, era indio mayo, y hablaba cahita. No conozco fotos de ese momento, pero seguramente alguien tomo placas. Me dicen que algunos historiadores tienen imágenes. Las que existen en el Museo Regional de Los Mochis, son de mala calidad.
Propongo que de aquí a 4 años -a los 100 años de su deceso, hagamos un monumento en el lugar que murió; creo que identifica mucho a Los Mochis, y reivindica al último de "Los Mochicanos"
Lanzo la idea. ¿Alguien le entra?
Ah, y por cierto felicito a mi amigo y paisano Gilberto Vega Zayas por haber escrito el cuento sobre "El Missi": "Yo vi cuando mataron a Bachomo", publicado por El Colegio de Bachilleres en el libro “De ánimas héroes y bandidos”.
¡Me gusta el cuento para un corto Gilberto!
Lo coloco en esta bitácora.
Yes cierto el día que lo mataron era día de san Antonio; pero de Antonio María Claret, obispo de Santiago de Cuba
*
Yo vi cuando mataron a Bachomo.
Cuento de mi amigo paisano Gilberto Vega Zayas, recibió mención honorífica en el Primer Concurso Estatal de Cuento del Colegio de Bachilleres en Homenaje a Juan Rulfo en 1996 y publicado en el libro “De ánimas héroes y bandidos” editado por esa institución.
Tomado de la revista electrónica www.amanecersinaloa.com que dirige Gilberto Vega
Fue un día de San Antonio de 1916. Yo bien me acuerdo porque estaba allí, muy cerquita de él cuando lo mataron. Le cosieron el cuerpo a balazos con la muina con que se mata a una víbora. Y me acuerdo muy bien porque me traje a mi compadre desde Mochicahui para ver la muerte de Felipe. A Bachomo no todos lo querían, porque ya había causado muchos destrozos. Por eso los Yoris lo mataron, porque ya no lo aguantaban. El tata decía que el indio era una llamita.
Eran como las dos de la tarde cuando llegó el tren de San Blas. El sol no estaba y la cara del cielo estaba muy triste, como queriendo llorar.
Era ese tiempo en que los vientos del norte se dejan venir entre los cañaverales, trayéndose el olor a caña. Cuando el olor del viento sabe un poco a miel y otro poco a tierra mojada, y los chanates llegan en parvadas a comerse los maizales.
Ese día íbamos corre y corre como locos detrás del tren que trajeron los gringos.
Primero lo fuimos a encontrar en cuanto divisamos el chorro de humo que se asomaba a lo lejos, detrás de los mezquites. Y a como venía llegando, la línea de humo se hacía más grande, y se iba pegando con el manto gris que cubría el cielo.
Volvimos al lugar donde lo fusilaron, con el resuello tan gordo como el de una vaca pariendo. Algunos de los que estuvimos allí no queríamos que lo mataran, por aquello de devolvernos las tierras. Y también porque se dio a querer entre nosotros. Pero del otro lado estaba el gobierno que lo andaba buscando, por eso de tantas muertes que había causado.
Cuando Felipe pasaba por San Miguel, lo saludaban con el sombrero en la mano. Y no se diga en Camayeca, o en Charay quera su tierra. Por allí todos lo respetaban. Pero en otros pueblos le tenían miedo, por el matadero que hicimos en Ahome.
Ese día que lo mataron me entró un calambre que me aflojó las corvas. Perdí el valor porque varias veces me dijeron que yo era de su banda. Pero les dije: no lo conozco.
Al bajarlo del tren, traía su cara tan serena como una mula. No rezongó. Pero él se lo buscó de ese tamaño. Porque sigo pensando que hizo mal en entregarse. Alguien le dijo antes: “no te entregues Felipe, te van a traicionar”. Pero era tan terco el indio. Se le metía una cosa en la cabeza y no había quien se la sacara de’ahi. Así fue siempre. Yo lo conocí de cerca desde escuincles. Desde que andaba bichi entre los animales, talega a rais, todo mocoso. Creciendo entre cardones y nopales, y entre piedras grandes y corrientes de agua.
Al juntar los primeros hombres para pelear por la tierra, vinieron a buscarlo para que se uniera a la revuelta. Y después cuando mataron al Presidente, que se dividieron los bandos, también lo buscaron. Me acuerdo que en ese entonces le dijo el tata: “como esperanza es lo único que tenemos, sigue peleando por lo tuyo, que al cabo ya poco nos queda”. Y nosotros ya habíamos perdido todo en la bola, todo. Chimames y gallinas, y hasta el trabajo en la labor. Y todo por andar de revoltosos. Ya nos habían quitado la tierra desde antes. Eso nos contó el tata. Y andábamos de aquí pa’ un lado y parotro, matando gente. Quesque para recuperar las tierras que mucho antes nos habían quitado. Y nunca recuperamos nada. Pero “el Misi” era terco como una mula, y siguió matando gente. Aunque no nomás por matarla. Una vez ordenó afusilar a uno de los nuestros que había matado a un yori por puro gusto. Y eso le dio mucho respeto. Ni siquiera pensaba alguien darle una contra.
Al terminar la revuelta muchos de nosotros no encontramos pa donde tirar. Yo por lo menos perdí mi casa en Mochicahui, mis animalitos y mi familia desaparecieron. Nunca los volví a ver. Sólo encontré los pedazos de pitahayas de lo que fue mi jacal. Y así como yo el Atilano y otros más que andábamos en armas.
Al que le fue pior fue a mi compadre Jacinto, a quien me traje de Mochicahui pa que viera la muerte de Felipe. Ya no quiso hablar cuando supo que la comadre se había ido con un yori. Él no perdió su casa, y sus animalitos todavía estaban allí cuando llegó, pero luego que enteró de lo de su mujer, dicen que salió corriendo como loco perdiéndose entre el monte. Pero no perdió sus pertenencias. A mí me dio mucho coraje.
Me acuerdo esa vez que lo encontré agazapado entre los quelites. Era ya de tardecita y el sol estaba ya queriéndose acostar. Tenía tres días de andar buscando a mi compadre, y como supe después, eran los mismos que él había pasado allí metido entre los matorrales. Por pura sospecha me encaminé en dirección donde unos zopilotes dibujan ruedas en el cielo. En tres días estaba medio muerto, y en cuanto lo encontré le dije:
–Mira compadre, si te sigues amuinando te vas a quedar loco. Esto ya no tiene remedio. Vamos con mi hermana Eduviges a ver qué comemos. Pero mi compadre estaba ido; hagan de cuenta que le hablaba a una piedra. Se veía como si trajera el corazón engarrotado de tanta pena. Estuve dísele y dísele que nos fuéramos a platicar del asunto, pero siguió de necio. Sin moverse, sentado en una piedra boluda. Me paré allí, frente a él. Mirándolo y hablándole. Pero no me escuchó. O no supe si me oía y se hacia el desentendido, pero me di cuenta que no podía ni caminar. Como que estaba envenenado por algún piquete de animal ponzoñoso. Y a mi me venía la muina cada rato más fuerte. Y me brincaban en la cabeza los pensamientos de que sus animales y su jacal estaban todavía allí. “Y pa qué le sirven a éste”, pensé yo, si está bien ido. Y como la ponzoña mata en cuanto tienta al corazón, era de seguro que ya no le quedaba mucho tiempo a mi compadre pa’ acabar de morirse. Pero no. Le seguí hablando largo rato y todavía le quedaba un poco de brillo a sus ojos. “Esto va pa largo”, dije, y seguí cavilando a ver qué se me ocurría.
Fue después de tanto estar allí que se me vino a la cabeza lo del fusilamiento de Felipe, y el remedio más pronto para el mal que traía Jacinto.
–Pa que ya no sigas sufriendo compadre, te voy a llevar por el camino pa’ que se disipe de una buena vez el veneno que traes en el cuerpo. Yo cuidaré de tus animalitos y de tu casa, por eso no te preocupes. Y no creo que dure mucho fuera la comadre al saber que ya te llevó la pelona. Ya vendrá a reclamar lo suyo.
De allí me lo fui trayendo en hombros a Mochis pa’ ver la muerte de Felipe; y pa’ que se diera cuenta de que ya no le quedaba nadie por quién mirar.
Nos venimos platicando toda la noche y todo el camino. Aunque mi compadre no hablaba, nomás me oía. Yo sigo pensando que sí me oía. Porque a veces como que quería pujar. Sentía su barriga en mi hombro, que brincaba de repente.
La luz de la luna nos pegaba de lado. Nuestros cuerpos parecían uno en la sombra que se dibujaba en la tierra. Y engordaba y enflacaba, como un fantasma que se escurría entre las piedras.
El olor de las pitahayas y las tunas se metía fresco y salía caliente por los hoyos de la nariz. Todo el camino venía topándome con sombras en la tierra. Con sus brazos levantados, como si me estuvieran reclamando algo. Pero yo me hacía el desentendido y le hablaba más fuerte a mi compadre. Pa’ que se dieran cuenta que allí íbamos dos, y no uno.
–Ya casi llegamos compadre, la figura del cerro ya está más cerca del cielo, al otro lado está Mochis, y de mi comadre ya olvídate. Ya me lo afiguraba yo que algo de eso iba a pasar. Ya había visto yo moviendo sus ancas a la mula.
No vayas a enojarte compadre:
–¿Te acuerdas aquella vez que según tú viste a Espiridión salir corriendo por atrás de tu jacal? En ese tiempo se decía que el nagual rondaba en las noches por el pueblo. Por cierto que no lo creíste, y le distes unos chingadazos a tu mujer pa’ que te dijera la verdad. No pudiste siquiera sacarle una palabra. Y qué bueno, que bueno, porque no era Espiridión compadre, te lo confieso: era yo. Es que mi comadre me miraba con aquella lumbre que hasta a mí me fue quemando. No sé porqué la descuidaste tanto.
Ella me dijo una de esas tantas noches que andabas por la sierra, que después de la muerte del ahijado ya no volviste a ser el mismo con ella. Que te habías hecho como piedra. Que ya ni le hacías caso con eso de andar en la revuelta. Yo no sé si esa fue la causa, pero sí te digo que ella no perdía tiempo en encontrar el agua que apagara toda esa pinche lumbre que traía en el cuerpo saliéndole por los ojos. No sé cómo no te diste cuenta de eso. También yo te notaba muy pa’ la chingada desde la muerte de mi ahijado.
No te voy a contar cómo empezó todo, porque yo sé que todavía sientes feo por dentro. Pero es mejor que te acabes de enterrar en ese hoyo en el que te metiste. O no sé si te metiste tú o te metió en él la Candelaria, mi comadre pues, a la que ahora traigo ganas de torcerle el pescuezo por lo que te hizo. Mira que dejarte por un yori. Lo bueno que el ahijado se murió antes, si no el pobrecito sólo Dios sabe lo que hubiera sido de’l. Y te digo esto para que veas que la palomita no era tan pura como se creía. Te lo digo pa’ que te olvides della.
¿Te acuerdas compadre qué malo era pa comer el Chema? Aunque esa panzota que tenía como vejiga de cochi yo no sé con qué se le llenaba. Recién muerto, el dotorcito dijo: “a éste se lo comieron las lombrices”. Y yo creo que tenía razón, porque esos animales son canijos. Se lo van comiendo a uno poco a poco, y se esconden en lo más bajo de la panza. Si no acuérdate cómo al pobre de mi ahijado le ponías los dedos entre las costillas. Acuérdate cómo se las contabas; una, dos tres, cuatro. Me acuerdo bien que le contabas los huesos, uno por uno. Por eso te digo que el dotorcito tenía razón cuando se murió el Chema, al echarle la culpa a los animales que se lo fueron comiendo por dentro.
En la madrugada el sol iba saliendo como teñido en sangre. Y todo el amanecer pasé subiendo y bajando a mi compadre del lomo. Caminaba un trecho, y lo bajaba; descansaba un rato, y lo subía. Y es que mi compadre aunque chiquito y flaco, cansaba. Yo estaba acostumbrado a llevar leña pa' Mochis cuando todavía no me hacía de yegua alguna, perora la carga erotra: esta carga se tenía que morir en el camino. Y pensaba que yo no podía matar a Jacinto porque era mi compadre. Ha de ser duro el castigo cuando se mata a un compadre. Ahí la ponzoña se haría cargo dél. O cuando más tarde, al ver la muerte de Felipe. Esa era mi esperanza.
Como decía, me lo traje toda la noche en un lado y en el otro. Y venía tan suelto como gallina pa mercar, dándome de topes con su cabeza en la rabadilla. Y era cuando le decía: “no te pongas tan lacio compadre, que tienes la cabeza muy dura”. Y tan dura la tenía que no salió de lo ensimismado que venía.
Todo el camino le vine hablando a ver si acaso me contestaba y acabar ahi de una vez el asunto. Pero qué bueno que no lo hizo. Porque a lo mejor hubiera podido alguien seguir nuestros pasos. O más bien los míos, porque mi compadre no tenía pasos. Yo los tenía por él. Así es que daba mis pasos, y los de mi compadre a la vez. Los de mi compadre, y los míos; los dos a la vez.
Cuando llegamos a Mochis el sol ya se veía bien despierto. Me acuerdo bien que empezaba a sentir caliente una parte de mi cara cuando una nube se dejó venir por el lado de Topolobampo. Crucé parte del pueblo casi arrastrando a mi compadre, pero cuando la gente empezó a mirarnos lo volvía a cargar. A veces lo sentaba y me sentaba junto con él en alguna piedra, agarrándolo por el hombro. Pero tuve que seguir con él al hombro todavía parte de la mañana. Y cuando alguien me miraba con desconfianza, le decía: “es mi compadre; viene borracho”.
Al llegar a la vía del tren allí donde fusilarían a Bachomo, recargué a Jacinto en un tabachín. Sentados bajo el árbol esperamos a que trajeran al indio.
Cuando recién llegamos no había nadie allí. La gente se fue arremolinando poco a poco pa’ ver la muerte de cerca.
Los que estábamos del lado de Felipe éramos pocos esta vez. Y digo que éramos pocos porque el indio llego a juntar hasta seis mil cabezas. Eso oí decir. Yo no los contaba pero cuando me tocaba verlos desde los cerros los miraba como una fila bien grande de hormiguitas. Se pegaban de una loma alotra. Entonces daba gusto ver tantos cabrones entrándole a los plomazos. Ver cómo nos habíamos levantado como parvada de chanates espantados de la siembra, para llenar de terror las haciendas y sus alrededores. Por cierto todavía no entiendo porqué las tierras del gringo no las pisábamos de primero. Aunque la segunda vez que volvimos a las armas se perdió el respeto por el gringo, y también nos llevamos a su gente entre las patas.
En ese entonces todavía estaba el tata con nosotros. Y también le teníamos mucho respeto. Porque el tata era de buenos pensamientos. Y con sus cosas que traía en la cabeza nos fue haciendo una esperanza en la cabeza de nosotros.
La muerte de Bachomo para unos fue día de fiesta. Iban y venían alegres esperando a los federales que darían muerte al indio. Para nosotros no. Para nosotros se acabababan los pensamientos del tata, que traíamos adentro como llamarada y que poco a poco se nos fue apagando.
Me acuerdo quen cuanto oimos el pito del tren, y vimos la nube de humo que venía subiendo al cielo, todos corrimos a encontrarlo. A mi compadre lo dejé recargado al tabachín, todavía metido en su cabeza con los recuerdos de la comadre y el ahijado. O más bien en ese rato no supe si todavía estaba allí metido, o de plano ya se había ido. Pero allí lo dejé yo, pensando que ya no se levantaría.
La cara de Felipe se veía fresca, cuando lo bajaron del tren para matarlo. Tan fresca, como que ya se estaba muriendo. Lo afusilaron junto al tren que trajeron los gringos... Y allí acabaron las dos esperanzas. Allí terminaron, junto a las máquinas de los gringos.
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